El secreto de la logia (4 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
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—¿Qué es lo que pedís? —le inquirió otra voz que sintió cercana.

—Pido ser admitido masón —contestó con firmeza el general.

—¿Os presentáis ante nosotros por vuestra propia voluntad y sin coacción? —le preguntó el anterior.

—Sí, señor.

Desde el fondo de la sala, una suave voz, que también apreció firme, le advirtió:

—Reflexionad antes sobre la petición que nos hacéis. Vais a pasar por pruebas terribles que requerirán de vos una firmeza heroica. ¿Estáis decidido a sufrirlas?

—Sí, señor. —Su determinación a introducirse en aquella misteriosa sociedad contribuía a dar más seguridad a sus palabras.

Aquel hombre que a continuación se presentó como el Gran Maestre de la logia, le definió varios principios morales necesarios a todo masón, referidos a la libertad, la moral y la virtud.

—Todo asociado tiene deberes que cumplir —siguió hablándole—. Aceptarlos sin conocerlos sería imprudente por vuestra parte. El primero, es demandaros vuestro silencio sobre todo lo que hayáis podido ver o escuchar, o de lo que veréis y sabréis más adelante. El segundo deber, será el de combatir las pasiones que deshonran al hombre, practicar las virtudes, socorrer al hermano por encima de todo, aliviarle en su infortunio, asistirle con vuestros consejos. Vuestros próximos hermanos serán el destino final de vuestra buena obra; rechazarlos es un perjurio, delatarlos la peor traición. Y vuestro tercer deber —continuó el venerable— será mantener una obediencia sin fisuras a todos los estatutos, normas, directrices, leyes y prescripciones que partan de esta logia a la que pretendéis pertenecer. —Hizo una pausa—. ¿Sentís dentro de vos la fuerza y determinación necesaria para aplicarlas como normas de vida de ahora en adelante?

—Sí, señor. ¡La tengo!

—Antes de seguir, requiero de vos un juramento de honor con la ayuda de una copa sagrada. Si sois de verdad hombre recto bebed, pero si en vos habita la falsedad y la mentira no juréis, pues el efecto que os producirá será tan terrible como letal. ¿Deseáis iniciar vuestro juramento?

—Sí, señor.

—Haced que el aspirante se aproxime al altar. —Una mano le agarró del brazo y le hizo caminar a ciegas hasta otro punto de la habitación.

—Hermano sacrificador, presentad a este profano la copa sagrada; aquella que no debe beber si pretende traicionarnos.

El general sintió el metal sobre una de sus manos. Acercó los labios a su borde y bebió.

—Señor, si vais con engaño, aún podéis retiraros sin que notéis su perjuicio. Os quedan pruebas muy difíciles. Si no tenéis la fuerza suficiente para soportarlas estáis a tiempo de iros. ¿Persistís?

El conde de Valmojada afirmó con rotundidad.

—Hermano terrible, conduce a este profano a realizar su primer viaje y vigila que no padezca en demasía.

El mismo brazo que lo sujetaba hizo que caminara alrededor del perímetro mientras escuchaba un estruendo como de sables chocando entre sí. Tras ello, oyó la voz del venerable.

—Este primer viaje es el propio de la vida humana, suma de pasiones, de obstáculos. Os lo hemos figurado a través del ruido y de la desigualdad de la ruta que acabáis de recorrer. ¿Queréis afrontar un segundo viaje?

—Sí, señor.

Otra vez el hermano terrible, sujeto a su brazo, le desplazó hasta otro punto donde alguien preguntó:

—¿Quién va?

—¡Un profano que persigue ser masón! —contestó el que le guiaba.

—¿Cómo pretende eso?

—¡Porque es libre y de buenas costumbres!

—Puesto que es así, que siga para ser purificado por el agua.

Tuvo que pasar por dos trances parecidos en sus siguientes desplazamientos, purificándose con el aire y el fuego. Una vela quemó su piel, y el aliento de otro de los presentes le renovó el aire. Tras ello, el venerable volvió a dirigirse a él.

—Cada profano que desea ser masón deja de pertenecerse para convertirse en un miembro más de nuestra fraternidad. Para que en cualquier logia seáis reconocido como tal, se os marcará con fuego un sello, conocido sólo por los masones. ¿Consentís en recibirlo en vuestro cuerpo?

—Será un honor —respondió el general. Así lo hicieron.

—Pido a todos los hermanos que se pongan en pie. Vamos a asistir al sagrado juramento de un nuevo miembro. ¡Profano, repite conmigo! —Se dirigió al conde—: «Juro y prometo por mi libre voluntad, en presencia del Gran Arquitecto del Universo y de esta respetable asamblea de masones, solemne y sinceramente, no revelar jamás nuestro gran secreto y ninguno de los misterios de la fraternidad masónica que van a serme confiados, no escribirlos jamás, ni trazarlos o grabarlos bajo pena de que se me corte la garganta, se me arranque la lengua y sea desterrado al más lúgubre de los destinos».

Dio tres golpes con algún instrumento contundente, y ordenó que se le retirara la venda. El conde de Valmojada comprobó la presencia, a ambos lados, de un grupo de hombres armados con espadas, dirigidas hacia él.

—Observa profano; esas espadas estarán siempre listas para atravesar tu pecho, si alguna vez violarais nuestros juramentos.

Con otro golpe, ordenó que le vendaran de nuevo.

—¡Hermano primer vigilante! Tú que te proteges bajo una de las dos sagradas columnas, símbolos de la dualidad universal, del bien y del mal, del blanco y el negro ¿le juzgas digno de ser admitido entre nosotros?

—Sí, venerable maestro —contestó.

—¿Qué pides entonces para él? —añadió el venerable.

—¡La gran Luz!

—Retiradle la venda. —El conde comprobó que todos los presentes habían bajado sus espadas, dirigiendo sus puntas ahora hacia el suelo—. ¡Que la luz le sea dada a mi tercer golpe! —concluyó el venerable.

Luego le pidió que renovara su juramento, como así hizo el general. Le mandó acercarse. La espada que portaba en su mano izquierda fue apoyada sobre su cabeza, una vez que éste quedó de rodillas frente a él.

—A la gracia del Gran Arquitecto del Universo, en nombre de la Gran Logia de Inglaterra, en virtud de los poderes que me han sido conferidos por esta logia, os creo, recibo, y constituyo como aprendiz masón, primer grado, y miembro de la logia de Las Tres Flores de Lys.

Golpeó la hoja de la espada con un mallete tres veces y continuó.

—Hermano, de ahora en adelante, no recibiréis otro calificativo distinto que el de masón. Acércate a mí para recibir el primer beso fraternal.

Tras ello, le ciñó un mandil de piel blanca.

—Llevad este mandil. Es un símbolo de trabajo y os dará derecho a estar con nosotros. Mantenedlo con su reborde levantado.

Recogió unos guantes blancos y se los entregó.

—Recibid estos guantes de parte de vuestros hermanos. Son símbolo de limpieza ante el vicio y la corrupción. Vuestras manos deberán permanecer siempre limpias. —El conde y general se los puso, y miró el rostro del venerable, un inglés que luego supo se apellidaba Wilmore.

—Sólo resta que conozcáis nuestros signos que nos identifican, y después el toque —continuó el inglés—. Cuando te lleves la mano derecha a la garganta, con los cuatro dedos juntos y el pulgar formando escuadra con los demás, estarás recordando el juramento que acabáis de hacer y el castigo que lleva ligado su infracción. Si quisieras darte a conocer a un hermano, que sospechas es masón, presiona con la uña de tu pulgar la primera falange de su índice, dándole a continuación tres golpes iguales. Con ello, le estarás pidiendo que te revele la palabra sagrada, que es Jakin. La deberéis dar al guardián del templo cada vez que queráis entrar en él. —Le señaló con el dedo la dirección que debía tomar—. Id ahora a presentaros, con los toques y signos que acabáis de aprender, a los hermanos vigilantes.

El conde se dirigió hacia las dos columnas que tenían como nombre Jakin y Boaz y saludó a sus dos hermanos con los símbolos aprendidos.

—Las palabras, signos y toques del nuevo hermano son justos y correctos —declararon ambos.

—¡En pie y al orden, hermanos! —proclamó el venerable—. En nombre de la Gran Logia inglesa, en virtud de los poderes que me han sido conferidos, proclamo al hermano que veis entre las dos columnas, aprendiz masón. Os animo a reconocerle a partir de ahora como tal, socorrerle en toda ocasión, pues jamás dejará de cumplir las obligaciones que acaba de contraer con nosotros. —Levantó los brazos invocando algún poder trascendente—. ¡A mí, hermanos, por el signo, la batería y la aclamación! ¡Huzzé! ¡Huzzé! ¡Huzzé! ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!

Todos los presentes corearon aquella soflama.

El venerable ordenó al maestro de ceremonias que le diera asiento al conde y general en su nuevo puesto dentro de la logia, y a continuación se sentó en su trono.

—¡El hermano Orador tiene la palabra! La siguiente tenida versará sobre los peligros que nos acechan desde la perniciosa orden jesuítica que, como sabéis, nos persigue desde nuestra fundación, y también sobre alguna información que poseemos del maldito marqués de la Ensenada, que por lo visto está decidido a conseguir nuestro exterminio. —Al dirigir su mirada hacia un joven, éste se levantó desde su asiento con una carpeta llena de papeles—. Pase por favor a leernos su escrito; servirá de inicio a nuestra siguiente reflexión.

Desde su sillón el conde de Valmojada sonrió.

Por el momento, su farsa estaba funcionando.

Arsenal de La Carraca

En Cádiz.

Año 1749, 21 de septiembre

U
na persistente y copiosa lluvia se había instalado desde hacía tres días sobre la bahía de Cádiz y azotaba sin misericordia los muelles y atarazanas de la base naval de La Carraca, en la isla de León.

Un poderoso buque de guerra comenzó a arriar sus velas, al enfilar la bocana del puerto por el caño que recorría el muelle principal. Dos gallardas cabezas de águila embellecían el mascarón de proa de aquel navío de setenta y dos cañones, bautizado con el nombre de
Firme
, uno de los más modernos de la marina de Fernando VI, construido en aquel mismo arsenal pocos años atrás.

Desde otro buque amarrado al muelle, el infante de marina Juan Carrasco, a su vez secretario del almirante González de Mendoza, supervisaba la descarga de la abundante provisión de maderas de roble, nogal y álamo negro que llegaba cada mes desde el puerto de Bilbao para cubrir la intensa actividad constructora del arsenal.

Nada más avistar la llegada del nuevo barco, su exasperado ánimo —bastante perturbado de antemano por las dificultades y problemas que habían surgido en las complejas operaciones del primero—, empeoró de forma sensible al conocer la conflictiva carga que transportaba.

A la vista de las primeras operaciones que se emprendían para facilitar su atraque, hizo localizar a su segundo, al que encargó de inmediato que le reemplazara en sus funciones para dirigirse a toda prisa hacia los edificios principales y transmitir a su superior la noticia de la llegada del navío.

Alcanzó los soportales que recorrían primero las viviendas de los oficiales y los despachos después, hasta llegar al almirantazgo, cuya puerta permanecía siempre custodiada por dos infantes armados. Entró como un relámpago en su interior, dirigiéndose a la segunda planta, a la sala de juntas, donde sabía que encontraría al almirante. Tocó a la puerta con cortesía, hasta que escuchó la voz que permitía su entrada.

Sobre una mesa ovalada de grandes dimensiones se encontraban dispuestos varios planos de barcos y una gran maqueta, que parecía concentrar la atención y los comentarios de los dos acompañantes del almirante González de Mendoza. La entrada del infante no pareció atraer su interés ni ser causa suficiente para abandonar su conversación.

—Con el uso de maderas más ligeras pero firmes, como el álamo negro, conseguiremos aumentar la capacidad de armamento de los navíos y su distancia de tiro sin menoscabo de su maniobrabilidad. —El constructor irlandés Mullán llevaba tres meses entre ellos tras haber sido contratado de una forma un tanto irregular por el marino y científico Jorge Juan durante una misión de espionaje a los astilleros ingleses encargada por el marqués de la Ensenada.

—Disculpad la interrupción, caballeros —el infante Carrasco se decidió a intervenir, vista la poca atención que le prestaban los marinos—, pero me urge informaros de que acaba de llegar el navío
Firme
con la nueva expedición de gitanos que nos envían desde Cartagena.

—¡Desde hace un tiempo, parece que en este país se han vuelto todos locos! —El almirante tiró un fajo de papeles al suelo, lleno de furia—. Hace sólo tres días llegaron ochocientos gitanos varones, entre ellos doscientos niños, que ni hemos podido alojar, y ahora nos mandan seiscientos más. Por buen amigo que yo sea del ministro Somodevilla, no acabo de entender por qué ha decretado la detención masiva del pueblo gitano. —Se dirigió hacia su mesa de despacho para buscar el último correo recibido del marqués de la Ensenada, localizándolo justo encima de un grueso fajo de correspondencia—. De los doce mil detenidos el treinta de julio nos han asignado dos mil. ¡Jamás antes se vio una redada tan descomunal!

—Miradlo como una aportación de mano de obra barata que nos regala la Corona para que podamos cumplir los ambiciosos proyectos de renovación y ampliación de la flota de guerra que nos ha sido encomendado. —El intendente Varas, como segundo del almirante, pensaba en los cinco nuevos diques de construcción que tenían que estar terminados antes de tres años para acoger el montaje de los nuevos navíos y fragatas.

—Estoy de acuerdo, estimado amigo, pero no os olvidéis que son gente inadaptada y violenta, y que nuestras pésimas condiciones de alojamiento no están contribuyendo a rebajar sus alterados ánimos. De hecho, nos hemos visto obligados a tener que hacer uso de grilletes y cadenas para frenar las primeras fugas y agresiones contra nuestros soldados y empleados de los astilleros. —De un perchero descolgó un amplio gabán que le protegería de la lluvia para acudir a la descarga del navío—. No quiero ni imaginar lo que puede ocurrir con esta segunda partida.

El irlandés, que desconocía los detalles de aquel sorprendente decreto de captura, se interesó por el destino de las mujeres y niñas gitanas.

—Todas ellas —le dio respuesta el intendente— están siendo repartidas por diferentes presidios y casas de misericordia de Sevilla, Valencia y Zaragoza, con la obligación de acometer los trabajos que les asignen para sufragar sus gastos de manutención.

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