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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (6 page)

BOOK: El secreto de la logia
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Las peleas e intentos de fuga eran tan frecuentes que casi toda la tropa del arsenal se dedicaba más a las tareas de vigilancia para contener sus desmanes que al resto de las habituales labores de la base.

—Por favor, ¡escúcheme, mi señor!

El secretario Carrasco trataba de atraer su interés para que abandonara su estado de abstracción.

—Se están produciendo fuertes altercados en los talleres donde se ensamblan las cuadernas de la nueva fragata
Victoria
. —Su enrojecido rostro justificaba la prisa que había empleado en localizarle.

El almirante suspiró bastante anonadado. Aunque le pareciera imposible llegar a imaginar peores males de los que ya tenía, la realidad parecía disfrutar regalándole nuevas posibilidades.

—¿Cómo ha empezado todo? —Avanzaba a paso rápido hacia el lugar de la reyerta.

—Esta vez se trata de una docena de gitanos que están encargados de fabricar propaos para las nuevas fragatas. Como andan con yunques, martillos y fuego, nadie pensó que pudieran llegar a darles otro uso que el esperado. Pero así lo han hecho, y sin haber mediado disputa alguna han abierto la cabeza a diez operarios, a otros cinco les han aplastado las costillas y, cuando los dejé, peleaban cuerpo a cuerpo contra quince de nuestros soldados, a la vez que trataban de quemar la abundante provisión de madera del almacén.

—¡Juro que esta vez lo pagarán!

González de Mendoza apretaba con furia sus puños, y aceleraba el paso, sable en mano, para alcanzar el taller, dispuesto a apagar como fuera aquel levantamiento.

Un denso y negruzco humo salía por ventanas y techo de una nave que ya ardía en un tercio de su longitud, mientras por la puerta entraban nuevos refuerzos de infantería y salían otros malheridos.

En un confuso tumulto, una decena de gitanos peleaban de forma furiosa entre espirales y volutas de humo contra una veintena de soldados, sirviéndose de estacas, martillos y barras de hierro que blandían para contrarrestar sus afilados aceros.

El almirante no atendió a las súplicas de su secretario, cuando éste le pedía que dejara a los infantes hacer su trabajo, ni pudo parar su valiente carrera en dirección a uno de los insumisos. Si éste primero, no estuvo ágil para defenderse de su ataque, pues su estómago recibió el sable hasta rozar la empuñadura, tampoco la tuvo el almirante al recibir un fuerte martillazo en su espalda de parte de un segundo, que consiguió romperle de un golpe la columna y hundirle el cráneo a continuación.

El fatídico resultado fue tan inesperado para todos que ambos contendientes se detuvieron unos segundos, entre miradas confusas, antes de volver a enfrascarse en una pelea aún más sangrienta y feroz, que terminó con la muerte de todos los sublevados y de otros diez infantes más.

Delante del marqués de la Ensenada, y a expresa pregunta suya, María Emilia le resumió sus sensaciones desde la noticia de su viudedad.

—Con el aviso de su muerte me sentí destrozada. En su entierro, aturdida por las diez series de veintiún salvas de cañón y la mezcla de olor a pólvora y tierra. Y hoy, extraviada durante su solemne funeral.

—Creedme que siento como propia la pérdida de vuestro esposo. —El marqués tenía la voz quebrada y recogía una lágrima que resbalaba por su mejilla—. Ha sido el más fiel de todos mis colaboradores, además de un buen y leal amigo.

Aquellas palabras de elogio, aunque eran sinceras y agradables a cualquier mujer que hubiese perdido a su marido, y de más calado partiendo de quien las decía, no conseguían mejorar el ánimo de María Emilia.

—Desconozco si habéis decidido qué hacer a partir de ahora, pero os pido que tengáis en cuenta el consejo que os voy a dar; veníos a vivir a Madrid, lejos de estos lugares tan cargados de oscuros recuerdos. Si lo hacéis, al sentirme en deuda con vuestro marido, me encargaré de buscaros casa, empleados, y suficiente renta para que podáis vivir sin estrecheces.

—Agradezco vuestro generoso ofrecimiento. —María Emilia valoró aquella inesperada propuesta durante unos segundos, hasta que se decidió a hablar—. Puedo adelantaros, que la idea no me desagrada —una nueva vida, en el sugestivo y animado Madrid, le resultaba interesante—, aunque necesite todavía algunos días más para poder madurar mi situación.

—Lo comprendo, y ahora debo dejaros. —Se levantó para tomar de nuevo camino hacia Madrid, donde le esperaban sus habituales asuntos de gobierno—. Pero si os decidieseis a seguir mi consejo, hacédmelo saber por carta y con cierto tiempo, para que todo esté preparado a vuestra llegada.

María Emilia Salvadores se cuidó de llevar luto riguroso y de encargar catorce misas por el alma de su difunto, tantas como años había durado su matrimonio, a las que acudía a primera hora de la mañana para reservarse el resto del día en pensar y organizar la laboriosa mudanza a Madrid. También dedicaba un rato, casi siempre al finalizar la tarde y asistida con escaso ánimo, a escribir numerosas cartas a familiares y amigos, informándoles de lo ocurrido.

Cuando un día supo que iba a salir un transporte a La Habana, escribió unas notas cargadas de nostalgia al capitán de navío Álvaro Pardo Ordúñez, solicitándole con verdadero ardor que la visitara en Madrid en cuanto le fuera posible. Para María Emilia, Álvaro no era tan sólo un amigo. Con él se había dejado arrastrar en una desenfrenada carrera llena de pasiones y secretos durante el tiempo que había estado destinado en el arsenal.

Una de aquellas tardes, mientras calculaba el número de baúles que podrían salir hacia su nueva casa, cuya dirección había sido ya decidida e informada en carta manuscrita del marqués, una de sus criadas le mencionó un asunto que había olvidado por completo.

—Si mi señora recuerda, el mismo día que falleció su marido, que Dios le tenga en su gloria, me solicitasteis una información sobre un chico gitano que ya dispongo desde hace días. He dudado si seguiría siendo de vuestro interés con todo lo ocurrido, pero prefiero que lo decidáis vos.

La evocación de la enternecedora estampa de aquel niño, hizo que María abandonara aquellos papeles que le habían ocupado toda la tarde.

—Por supuesto que sigo interesada. ¡Contadme qué habéis sabido de él!

—Se llama Braulio y de apellido Montoya. El chico dice tener trece años y ser oriundo de Almería, aunque no se imagina lo que me ha costado conseguir que hablara. Como nadie sabía nada de su familia, tuve que dirigirme a él para ganarme su confianza, lo que ha resultado de lo más espinoso por causa de las crueles experiencias por las que ha pasado en su corta vida, que luego os relataré. Antes, he de explicaros la causa del rechazo que padece por parte del resto de los gitanos; es por el color de su pelo.

—Recuerdo que era rubio y con abundantes rizos… —también enmarañado y sucio, pensaba María Emilia—, pero no entiendo qué tiene que ver con la exclusión a que haces referencia.

—Los gitanos no quieren mezclar sus sangres con ninguna otra raza y como el color rubio no es propio de su condición, entienden que el niño ha sido fruto de un matrimonio impío, y por tanto no reconocido por ellos.

—Ahora recuerdo que parecía caminar aislado del resto de los niños. —A María Emilia, saber que estaba desahuciado por los más desheredados de la tierra le resultaba tan cruel como irónico—. ¿Y qué has sabido de sus padres? ¿Tiene familia en alguna parte?

—Eso me llevó más tiempo y espanto, sobre todo cuando supe lo que les sucedió.

La criada le contó lo ocurrido.

—El treinta de julio del año anterior recibieron en su domicilio de Vera la visita de un alguacil y varios soldados con un mandato de detención. Me contó que en un primer momento su padre se puso a discutir la inoportunidad de aquella orden, al no ser gitano y no afectarle la pragmática, pero no consiguió convencerles y se dispusieron sin más excusas a arrestarles. Al ver la poca eficacia de sus protestas, el hombre se lanzó a un violento forcejeo contra ellos para distraer su atención sobre su mujer e hijo, a los que empujó para que escaparan hacia la iglesia a pedir refugio en ella. Así lo hicieron, perseguidos por tres soldados, hasta que consiguieron entrar y buscaron de inmediato el auxilio del párroco. En un primer momento, éste los recogió movido por la caridad, pero sin haber pasado ni una hora los entregó a las fuerzas militares acogiéndose a la dispensa de obligado refugio que había sido dictaminada contra los gitanos. Los soldados dijeron que habían perdido demasiado tiempo con ellos; ésa debió de ser la causa de su ira contra la madre, a la que asesinaron sin piedad en las mismas escaleras del templo y a la vista del niño. Su padre había corrido idéntica suerte un poco antes, y de no haber sido por la llegada del corregidor él mismo hubiera muerto a manos de uno de los soldados, que parecía decidido a teñir con más sangre sus manos y espada.

La criada acompañaba el relato con lágrimas, sobrecogida todavía por el relato del niño.

—¡Pobrecito! Tan pequeño como es y la vida le ha robado lo que a otros les es dado como normal; tener unos padres, crecer en afecto, jugar con sus amigos. —María Emilia se explicaba, en parte, su instintiva reacción de protegerle cuando le había visto por primera vez.

Una vez sola, pasaron por su mente las sensaciones que había experimentado aquel día y cómo había creído ver en él la llave que podría abrirle una nueva puerta en su vida. Le embargaba la idea de pedir su adopción, pues en sus circunstancias poca discusión le iba a llevar conseguirla, pero se sentía sin la necesaria disposición para cumplir un papel de madre y viuda, en una nueva ciudad desconocida para ella.

Los tres carruajes y su escolta abandonaban la que había sido residencia del almirante González de Mendoza y de su mujer María Emilia Salvadores, para emprender el largo recorrido que separaba las ciudades de Cádiz y Madrid.

Cuatro criadas acompañaban a la viuda del almirante que viajaba en la del medio, con la escolta de cinco infantes de marina y los salvoconductos firmados por el nuevo responsable del arsenal.

Desde su ventanuco, María Emilia observaba cada uno de los edificios por los que pasaba la comitiva, segura de que dejaba en ellos una gran parte de sus recuerdos y muchos sueños entre sus piedras. Lo había meditado despacio y dejaba también atrás la idea de adoptar a aquel niño, aunque ésa había sido una de sus más difíciles decisiones.

Recorrieron la avenida principal de las palmeras hasta la altura de los talleres, sin que María Emilia dejara de grabar aquellas imágenes que se iban sucediendo a su paso. Y allí lo vio; sus ojos se encontraron por un instante. Estaba en el suelo, rodeado de otros niños gitanos que pateaban entre risas su escuálido cuerpo, a la vista del que sabía que era jefe de guardia del arsenal.

Hizo detener el carruaje y bajó corriendo en su ayuda ante la sorpresa del resto. Su presencia asustó a los pequeños agresores que salieron de allí espantados al ver a la mujer y a los dos infantes que la seguían. María Emilia recogió el magullado cuerpo de Braulio y pidió explicaciones al hombre, que no encontró excusa mejor que la de manifestarse del todo desbordado por la sucesión de problemas que se le habían presentado aquel día para tener que atender una inocente riña infantil. Incluyó en su descripción, la fuga de dos peligrosos hermanos gitanos apellidados Heredia y un nuevo motín en uno de los talleres.

Subida en su carroza, María acariciaba con cariño aquellos rizos dorados, embargada por el remordimiento de no haber tomado antes aquella decisión.

Cuando el niño volvió a poner sus ojos en los suyos, entendió que aquella mujer iba a estar presente para el resto de su vida.

Embajada de Inglaterra

En Madrid.

Año 1751, 7 de julio

P
odía resultar impropio de un embajador recibir a una visita en los sótanos de su palacete, entre miles de botellas dormidas en su crianza y dos grandes toneles llenos de whisky de Escocia, pero aquel asfixiante calor que soportaba Madrid por esas fechas apenas cedía pocos grados durante la noche, y para Benjamin Keene, su máximo responsable, la húmeda bodega de la embajada era el único rincón donde encontraba cierto alivio.

Su invitado e influyente amigo, el teniente general Fernando de Silva Álvarez de Toledo, duque de Huéscar y heredero del ducado de Alba, parecía verse poco afectado por las incomodidades de la mohosa estancia, mientras disfrutaba de un nuevo whisky que había sido muy alabado por su anfitrión. Además, aquel recóndito lugar convenía a ambos, como declarados enemigos del marqués de la Ensenada, para proteger la necesaria discreción de los delicados asuntos que iban a tratar.

El duque había llegado hacía dos días desde la embajada de España en París, y apenas una hora antes, con el ánimo contrariado, de despachar con el secretario de Estado Carvajal, responsable de la política exterior del rey Fernando VI.

—Acabo de saber que pasado mañana se producirá un nuevo atentado a los baldíos esfuerzos por conseguir ilustrar esta arcaica sociedad.

El apuesto y joven embajador se jactaba de su estrecha amistad con Rousseau y otros librepensadores franceses, e intimaba desde hacía un tiempo con los más altos responsables de la masonería en la logia del Gran Oriente de Francia de París, reconociéndose bastante próximo a sus principios.

—Nuestro amigo Somodevilla tiene preparado un Real Decreto que prohibirá la masonería en España por motivos religiosos. —Soltó la noticia sin más preámbulos, al tanto de su previsible reacción.

—¡Odio con toda mi alma a ese hombre! —se arrancó Keene, estallando su copa en la chimenea—. ¡Un día, los ingleses le haremos pagar caro sus intrigas! —Ni sus cincuenta y cuatro años ni su excesivo peso parecieron ser suficiente freno para incorporarse de su asiento con la agilidad con que lo hizo—. Hace dos años nos mandó al científico y matemático Jorge Juan a los astilleros de Londres para espiar nuestros proyectos de construcción naval, haciéndose pasar por un estudiante con el estúpido nombre de Sublevant, y aunque a punto estuvo de ser detenido, más tarde supimos que se trajo planos, diseños industriales, y a cerca de cincuenta de nuestros mejores ingenieros y técnicos. Sabemos que los han llevado a trabajar a los astilleros de La Carraca y Ferrol donde se está proyectando una nueva flota de guerra con las seguras intenciones de combatir algún día a la nuestra. —Iba enumerando cada uno de los argumentos, señalándose sus gordezuelos dedos—. Y ahora, pretende prohibir esa noble sociedad, que nació inglesa y sin otra pretensión que buscar el bien de la humanidad. —Su gesto no podía demostrar una mayor contrariedad—. Estoy seguro que ese decreto conlleva motivaciones políticas, que no religiosas, aunque imagino que detrás de ello estará también la mano del confesor del Rey, ese jesuita Rávago.

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