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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (26 page)

BOOK: El secreto de la logia
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—Conmigo podéis ahorraros vuestras muestras de caridad. Centraos mejor en explicarnos cómo y cuándo han abandonado vuestra casa, o cualquier otra pista que nos ayude a determinar su nuevo destino.

—Pero ¿de qué se les acusa? —probó por última vez al alcalde para decidir qué opción tomar: callar o contárselo todo.

—Repito que no debe preocuparos eso. Colaborad con nosotros explicando todo lo que sepáis y olvidaos del resto. Lo conoceréis a su debido tiempo. —Sin saberlo, Trévelez le acababa de empujar hacia la primera opción.

—Han salido al alba a caballo con sus pocas pertenencias. Tomaron dirección a Madrid y, como os he dicho, no me explicaron nada más. Debéis creerme. Con su marcha, me han dejado sin la mano de obra que necesito para atender los muchos encargos que tengo pendientes. Y aunque se lo recriminé con toda severidad, después del favor que les había brindado en su momento, no cambiaron de opinión, y se fueron sin casi despedirse. Además de sentirme defraudado, desconozco su paradero.

—De acuerdo. Pero os advierto que si tenéis cualquier noticia de ellos, ahora o en el futuro, y no nos avisáis de ello, caeremos sobre vos como perros carroñeros.

El acalde ordenó que registrasen a fondo todas las estancias para buscar cualquier pista que les ayudase a localizar a aquellos hombres. Luego, montó su caballo y mandó a cuatro de sus ayudantes que lo acompañaran hasta Madrid. Su primera parada sería en palacio, para ver a Rávago y Somodevilla.

De camino, Joaquín consideraba la pista de los gitanos como una esperanzadora noticia que podía cambiar el actual curso de sus investigaciones, cerraría otras líneas y le centraría para alcanzar una pronta conclusión. Al menos tenía sus nombres, y eso le ofrecía más posibilidades de localización. También le asaltó el áspero recuerdo de su ruptura con María Emilia. Había tenido que afrontarla sin remedio. Sabía que era lo correcto, pero su corazón se resistía a perderla para siempre. Trataba de imaginar cómo se sentiría también ella después de aquella amarga noche.

—¡Sal de mi cama! —María se revolvía entre las sábanas escapando del cuerpo de Álvaro, que acababa de entrar en su habitación y se había colado a su lado—. Ayer te dije que esto se había terminado. ¡Déjame sola y vuelve a tu dormitorio!

Trató de levantarse, pero las manos del marino la agarraron de la cintura sin permitirlo.

—¿Cómo quieres que lo haga si ardo en deseos por ti? No te atormentes más, verás como consigo que olvides todos tus problemas.

La apretó hacia él y empezó a besarla por el cuello.

—No, esto no puede ser… De verdad… —Sus bocas se encontraron, y ella se opuso con menor rechazo—. Estamos cometiendo un error, Álvaro.

Él levantó su camisón hasta sacárselo por la cabeza, sin atender a sus palabras.

—El más dulce error que he conocido.

María Emilia cerró los ojos entregándose una vez más a aquella locura. Álvaro había despertado su parte más irracional como mujer, y conseguía vencer cualquier reflejo de su cerebro. Adoraba verse amada por él, lo ansiaba a diario, aunque sabía a qué precipicio la llevaba.

A la vez que su cuerpo se abría al placer, su conciencia se rompía en pedazos y crecía una herida que la partía en dos.

En aquel inicio de la mañana, rendida por entera a él, vio el rostro de su amado Joaquín y le lloró. Las lágrimas salpicaban sus mejillas y se mezclaban con el sudor de Álvaro. Aquella locura no tenía ningún sentido. Lloraba a su verdadero amor sin dejar de disfrutar de ese hombre.

Su pasión fue larga, decidida y ajena al mundo exterior, hasta que un coro de gritos que venían de la calle les despertó de su narcótico estado. María Emilia salió de la cama y sin cubrir su desnudez descorrió las pesadas cortinas para saber qué motivaba aquel alboroto.

Frente a ella, en uno de los balcones que recorrían la fachada del palacio donde vivía Beatriz desde su reciente boda, se encontraba la causa de aquel alboroto.

Álvaro llegó a su lado, le pasó por encima la sábana que lo tapaba, y la abrazó protegiéndola de la espantosa imagen que parecía ser la obra del mismísimo diablo.

—Por Dios Bendito; es el duque de Llanes…

María Emilia, horrorizada, apartó la vista de aquel cuerpo semidesnudo y crucificado a los barrotes de forja del balcón, y cayó desmayada al imaginar a Beatriz ante parecido destino.

Las tripas del anciano duque colgaban de forma obscena, desbordándose desde una larga herida triangular que presentaba su vientre.

Casa palacio del duque de Llanes

En Madrid.

Año 1751, 22 de agosto

E
l alcalde Trévelez daba las órdenes a su equipo desde el dormitorio principal de la residencia del duque.

—¡Cortad esas cuerdas que lo sujetan al balcón y llevadlo con cuidado al interior! No puedo soportar que siga ahí, expuesto a la morbosa mirada del público.

A su lado, Somodevilla no conseguía disimular su consternación ante la barbarie cometida contra uno de sus más íntimos allegados, don Carlos Urbión, duque de Llanes, con el agravante de no haber pasado casi ni una semana desde su boda. Por fortuna, su asesino se había detenido en él y no en su esposa Beatriz, pues ésta había sido llevada a una cámara contigua, donde quedó inconsciente por efecto de un fuerte golpe en la cabeza.

Los dos acababan de llegar del palacio del Buen Retiro después de haber mantenido un despacho urgente, convocado por Trévelez, para hablar de la posible y sorprendente implicación gitana en los atentados sufridos en el palacio de la Moncloa.

Sin tiempo suficiente para valorar las consecuencias que podría acarrear esa nueva pista ni poner en marcha otras medidas fueron informados de aquel nuevo suceso, acaecido durante la noche y en pleno centro de Madrid.

—Este asunto se nos está yendo de las manos, Trévelez.

Ensenada se tapó la boca con un pañuelo de mano sin apenas conseguir contener sus náuseas.

El desgarrado cuerpo del anciano duque fue introducido por cuatro guardias en la habitación y depositado en el suelo sobre una sábana limpia.

Con un gesto de asco, uno de ellos recogió sus intestinos como pudo para dejarlos encima de su vientre.

—Debo partir de inmediato para informar al Rey en persona —continuó Ensenada—, pero en cuanto terminéis, os quiero en mi despacho para una reunión de urgencia. ¡Esto tiene que acabar cuanto antes! —Observó por última vez el lamentable aspecto del cadáver del duque—. Debo reconoceros que, si no fuera porque estoy viviendo este desastre en primera persona, pensaría que se trata de una horrible pesadilla; la peor de mi vida. Me siento abrumado.

Trévelez observaba con gesto destemplado el cuerpo del noble. Su mirada se había quedado como congelada ante la barbarie cometida. El resto de su equipo se mantenía a la espera, observándole, confiados en su demostrada capacidad y entereza. Su profesión le exigía no perder el temple en esas situaciones, y por ello, como tantas otras veces lo había hecho, consiguió aislarse de aquella cruel realidad convirtiéndola en un mero estudio y restándole de ese modo toda trascendencia.

Recorrió con la mirada las profundas incisiones que se abrían debajo del esternón, hacia ambos lados del abdomen, en forma de triángulo. Su base, unida todavía al vientre por la propia piel, aparecía revertida y vuelta hacia abajo. A través del agujero se podía ver el estómago y un fragmento de hígado, por encima de sus revueltos intestinos. El resto del cuerpo sólo mostraba magulladuras y hematomas, seguramente provocados durante la agresión.

A la vista de las tremendas heridas e imaginándose la violencia que tuvo que acompañarlas, a Trévelez le parecía imposible que nadie de la casa hubiera escuchado ruido alguno, tal y como ya habían declarado a sus colaboradores antes de su llegada. También se preguntaba cómo habría conseguido el asesino llegar hasta ese dormitorio sin ser advertido por nadie.

En la habitación contigua se encontraba Beatriz, acompañada por su madre Faustina, que había llegado desde su cercano palacio nada más saber lo ocurrido. Antes de entrar en el escenario del crimen, Trévelez había estado conversando unos minutos con Beatriz; primero para interesarse por su estado y también para hacerle unas primeras preguntas. La infortunada joven tenía en un lado de la cabeza una estrecha brecha de la que brotaba un fino hilo de sangre. Con una sorprendente entereza y sin ningún ánimo de retrasar su necesaria declaración, le explicó lo poco que recordaba.

—De madrugada me desperté al sentir que alguien se abalanzaba sobre mi cuerpo y no me dio tiempo de ver nada más. Fuera quien fuese, me tapó con una manta y me golpeó con algún objeto en la cabeza, lo que hizo que perdiera el conocimiento durante bastante tiempo. Al alba, cuando desperté, me encontré tumbada en el suelo en otra habitación, y de pronto recordé lo ocurrido. Me dirigí a la carrera hasta mi dormitorio y es allí donde encontré en el balcón a mi marido, asesinado de una forma abominable. Grité con todas mis fuerzas hasta que vinieron las primeras personas del servicio y luego me sacaron de allí.

Mientras Trévelez comprobaba el tipo de cordaje que se había usado para atar al duque a las rejas del balcón, rebotaba en su mente la pregunta que Beatriz había dejado flotando en el aire y en la conciencia de todos los presentes, antes de abandonar aquella estancia e ir al dormitorio principal: «¿Por qué ha de recaer tanta desgracia sobre mí?».

Apenado por la verdad de sus palabras, Trévelez se puso a pensar en los posibles motivos que habrían llevado al asesino a procurar al cadáver una pública exposición. Mientras especulaba sobre ello, miró distraído por el ventanal y vio a María Emilia. Fue sólo un instante, pues un visillo la escondió al saberse descubierta. Aunque sabía que vivía en el palacio de enfrente, no había advertido la proximidad de las ventanas de ambos dormitorios. Al conocer el gran afecto de María Emilia por Beatriz y Faustina y extrañado de que no estuviera todavía con ellas, decidió visitarla en cuanto terminase con los interrogatorios.

De vuelta al interior de la habitación, se concentró en el cuerpo del duque. Su mente evaluaba la notoria coincidencia de aquel triángulo con el del cuerpo del jesuita Castro. No había comparación con el atentado del palacio del duque de Huáscar, sobre todo por su distinta magnitud y otras evidentes diferencias, pero entendió que en este asesinato subyacía la aparición de un símbolo común con el del general de los jesuitas, aunque con una diferencia no demasiado importante que le hizo pensar. En la herida que presentaba el duque, la base del triángulo no era recta como la de Castro; en el aristócrata dibujaba un arco casi perfecto.

Trévelez repasaba los macabros detalles que habían caracterizado al anterior crimen de la ribera del Manzanares, y se sobresaltó al recordar la desaparición del corazón del religioso. Le sobrevino entonces una impetuosa necesidad por comprobar si aquella macabra firma pudiese estar también en aquel cuerpo, pues tras una primera inspección nada había llamado su atención en ese sentido.

Sus ayudantes contemplaron estupefactos los intentos del alcalde por escudriñar hasta el último rincón del cadáver sin saber qué motivaba su búsqueda. Se puso a hurgar entre las vísceras del duque, poniendo a prueba sus conocimientos de anatomía, por si faltase alguno de sus órganos. Pero no extrañó ninguno.

De forma instintiva recordó la conversación que había mantenido con María Emilia cuando dedujeron los mensajes que los asesinos habían querido dejar en el crimen de Castro. Sin evitar el dolor que aquel nombre todavía le producía, recordó sus palabras, cuando se refería a los posibles motivos de la extirpación de su corazón.

«Los asesinos han querido dejar por escrito en este crimen un mensaje que tiene que ver con la Compañía de Jesús, que puede significar su odio hacia la Orden que venera el Sagrado Corazón.»Joaquín se sentó en un sillón, intentando averiguar qué le faltaba a aquel escenario para ser equiparado al del jesuita.

—Triángulo equilátero en uno, y un arco en éste…

Empezó a recopilar las similitudes que presentaban ambos sucesos en voz alta.

—La caperuza que ocultaba el rostro de Castro, y ahora una pública exposición del duque de Llanes, simulando una crucifixión. Uno religioso, el otro un importante miembro de la nobleza. Al jesuita le fue extraído el corazón, ¿y a éste…? ¿En apariencia nada?

Cada vez que se veía bloqueado en un caso por no saber cómo interpretar las pistas encontradas, sentía la misma sensación de impotencia, sobre todo cuando se encontraba a escasos metros de la víctima y sabía que en ella yacían todas las respuestas.

Reconocía que era algo ridículo, pero en ocasiones se imaginaba hablando con ellos, preguntándoles por lo ocurrido, obteniendo sus testimonios.

—¡Hablar…! —Aquella palabra retumbaba en su cabeza una y otra vez—. Si pudiesen hablar… si me diesen su testimonio. —La luz al final del túnel se acercaba a toda velocidad.

—Claro, ¿cómo no he caído antes en ello?

De un salto se levantó del sillón y fue hacia el cuerpo del duque. Se agachó y comenzó a desabrocharle el calzón ante el asombro de los presentes, mientras mascullaba las palabras testimonio, testigo. Lo bajó hasta donde pudo y con gesto triunfante exclamó:

—¡Ahí está!

Trévelez, mostró con alivio su descubrimiento; el asesino había seccionado uno de los testículos estrangulándolo con un cordel como era costumbre hacer en las castraciones de bueyes y otros animales de labor.

Si una mutilación siempre poseía una cierta significación en la perturbada mente de un criminal, Trévelez había deducido cuál era la del duque gracias a la etimología de la palabra testículo, o testiculus, cuya traducción era «prueba de testigo». Aunque ya no era una práctica común, en la antigüedad, y para determinados juramentos, los hombres se agarraban sus genitales como signo de veracidad.

Joaquín Trévelez había imaginado una vez más, como solía hacer, aquella irreal posibilidad de obtener del fallecido su propio testimonio. Lo que había sido fruto de una simple casualidad, después le llevó a atar los cabos necesarios para dar al final con ello.

El guardia que estaba a su lado comprobó el limpio corte y la ausencia de uno de sus genitales sin comprender cómo había llegado a deducir aquello. Le miró con admiración. Había que reconocer que sus métodos no siempre daban iguales resultados, pero aquel hombre poseía un don especial, una rara habilidad para encontrar pistas donde los demás no veían nada y una genialidad fuera de toda duda. Le felicitó por el hallazgo.

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