Los guardias le miraban con unos temblores más propios de niños que de aguerridos soldados.
—¿Quién podría imaginar que dos religiosos llegasen a hacer esto?
—Aparte de inútiles, ¿qué sois, unos descerebrados? —Las venas de su cuello parecían ir a explotar de cólera—. No eran sacerdotes; sólo venían disfrazados. ¡Seréis estúpidos!
Trévelez ordenó que se los llevaran de allí y entró en la celda. La observó de frente. Habían buscado la cabeza por todo el convento aunque supuso que no la encontrarían. Los guardias habían visto salir a los religiosos con un bulto envuelto en una manta. Se asombraba, que ni eso hubiera llamado su atención. Armado de valor, inspeccionó el cuerpo por si hubiese alguna otra muestra de su abominable crueldad. No vio nada más. Estudió el corte del cuello y descubrió con espanto la precisión de su sección. Por el estado de los tejidos, decidió que habían usado un cuchillo bien afilado y algo de paciencia, para después de cortar arterias, esófago y tráquea, ir abordando las partes más duras, abrirse espacio entre dos vértebras cervicales, y aislar y cortar finalmente la médula espinal.
Se acercó al ventanuco enrejado por el que entraba algo de aire puro, y lo inhaló con una ansiedad casi enfermiza, para apartar de sí aquel olor a muerte.
—Han completado el cuarto significado de la estrella; la que representa la virtud —exclamó en alto, ante la incomprensión que sus palabras producían en el resto de los presentes—. ¡Aunque esta vez lo sabíamos, lo han vuelto a conseguir!
—Señor… La superiora del convento pregunta por vos.
Uno de sus ayudantes le tocó en el hombro con prudencia.
—Dígale que no quiero hablar con ella, o mejor, explíquele usted mismo lo que crea conveniente. En estos momentos no me siento con fuerzas para consolar a nadie. Yo ya me voy de aquí; no me queda más que ver. Tomad declaración a esos estúpidos guardias; al menos que nos den sus descripciones.
Trévelez montó en su caballo, a las puertas del convento, con una única obsesión, sin poder dirigir su pensamiento hacia otro destino que no fuera la última punta de la estrella flamígera; la que respondía a la belleza.
«¿Quién podía ser su máximo exponente y que hubiera influido, además, en la ruina de la sociedad francmasónica? —se preguntaba—. ¿La Reina, tal y como le propuso María Emilia? o ¿se trataría de otra…?» Se alejó meditando sobre ello. A varias manzanas del convento le asaltó una preocupante idea. Azuzó al caballo hundiéndole las espuelas. Su pensamiento se centró en Faustina, la condesa de Benavente; la más bella entre todas las mujeres de Madrid y aliada conocida del marqués de la Ensenada, responsable último del decreto de prohibición de la masonería junto al rey Fernando VI.
En Madrid.
Año 1751, 21 de septiembre
E
l marqués de la Ensenada había accedido encantado a la invitación de sus amigos los condes de Benavente para comer ese sábado en su residencia. Le agradó en especial saber que también acudiría María Emilia Salvadores y su prometido y alcalde de Casa y Corte Joaquín Trévelez.
Aquel grupo era uno de los pocos círculos de confianza que mantenía y, aunque sólo fuera por eso y al estar atravesando uno de los peores momentos de credibilidad en sus deberes de gobierno, vio en ello una oportunidad de disfrutar de su compañía y olvidar sus muchas preocupaciones de Estado.
Además, había sido informado de la pérdida del hijo que esperaba Beatriz de su difunto marido el duque de Llanes, y no había podido dar el pésame a sus padres en persona.
Don Zenón de Somodevilla desconocía, de todos modos, que el verdadero promotor de aquella comida no había sido otro que el alcalde Trévelez. Después del crimen de la monja franciscana, había convencido a Faustina a hacerlo con el fin de abordar juntos algunos puntos, que sólo Ensenada conocía y que podían resultar determinantes para el definitivo esclarecimiento de aquellos asesinatos, sobre los cuales Trévelez estaba casi seguro de su firma masónica.
No había querido atemorizar a Faustina con sus últimas sospechas, que la señalaban como posible objetivo de aquellos locos asesinos, pero había mandado reforzar la vigilancia de su palacio junto a otras precauciones.
María Emilia y Joaquín llegaron antes que Ensenada. Le esperaron en compañía de los condes; ella podía disimular la profunda tristeza que le embargaba por la desgracia de Beatriz y la pérdida del que hubiera sido su nieto.
Aunque el rostro de Faustina testimoniaba su tormento, con esas huellas que nacen de las interioridades del alma, su rotunda belleza seguía emergiendo sin excesiva erosión.
Con una fina copa en sus manos, el conde de Benavente hablaba de ese vino de Jerez y de su rápida aceptación en las islas Británicas después de haber ayudado a introducirlo pocos años atrás. Nadie le escuchaba demasiado, a pesar de su decidida actitud de poner normalidad donde no la había.
Trévelez participó en la conversación con algunos comentarios sin trascendencia, aunque su pensamiento galopaba entre aquella comida, la incómoda reunión con Rávago a la que acudiría después y la cita, antes del anochecer, con su cortejada Catherine en la sede de la embajada inglesa.
Llevaba dos días atormentado e inmerso en una maraña de dudas. En su haber sumaba un comportamiento poco ortodoxo con la mujer del embajador, el espionaje sobre Ensenada como canje de una información que le había prometido Catherine y los remordimientos por su deslealtad hacia María Emilia y Ensenada, cuando se suponía que gozaba de la confianza de ambos.
Aunque señalaba a Rávago como máximo responsable de sus tribulaciones, no podía dejar de pensar que era su débil carácter el que al final le había llevado a tan absurda situación.
En su escala de valores, bastante deteriorada desde hacía unos días, ya no prevalecía su espíritu de lealtad, de disciplina de vida o de amor desinteresado. Ahora, primaba un deber mayor; el de detener a esos asesinos. Y si para ello tenía que enfangarse en vías subterráneas de actuación, sucias estrategias o prácticas irregulares, todas le parecían igual de buenas si resultaban eficaces. Por ese motivo había decidido convocar aquella comida: para obtener de Ensenada cualquier información que por delicada o interesante a Inglaterra pudiera serle útil a Benjamín Keene.
—Ruego me disculpen; acaba de llegar el excelentísimo marqués de la Ensenada.
El aviso del mayordomo produjo en todos un cambio de temple. Dejaron a un lado tristezas y preocupaciones para recibir a don Zenón de Somodevilla con el ánimo distendido.
—Hacedle pasar —contestó Francisco de Borja, conde de Benavente, como anfitrión de la casa.
Somodevilla entró en el gabinete de un modo decidido, aprestándose a dar su pésame a los condes.
—Creedme lo mucho que lamento la penosa noticia. —Besó la mano de la condesa y a continuación estrechó con fuerza la mano de Francisco de Borja Alonso Pimentel—. Aún me resulta más dolorosa cuando pienso en la pobre Beatriz, pues no ha dejado de sufrir infortunios desde que la conocemos.
Tomó la mano de María Emilia y la saludó con afecto. Luego le tocó el turno a Trévelez, al que amonestó en voz baja por no haberle informado todavía del último y brutal crimen, ni de la fuga de los dos gitanos.
—Debéis disculparme; no os falta razón, pero he preferido hacerlo durante esta comida. Lo entenderéis…
—Sería mejor en mi despacho y mañana mismo. —El marqués le miró extrañado. No le parecía el lugar ni la compañía más adecuada para que le diera cuenta de sus investigaciones.
—No pretendo desobedeceros pero veréis como tengo razón.
—Podemos pasar al comedor. —Faustina suavizó el ambiente—. Me encanta teneros con nosotros, y más en estos difíciles momentos.
Una bella mesa de caoba les esperaba dispuesta con cinco servicios. El camarlengo indicó al marqués su asiento entre las dos mujeres, después de haberlas ayudado primero a sentarse. Frente a él lo hicieron los dos varones cruzados con sus parejas.
El conde ordenó al servicial joven que trajese dos botellas de Burdeos.
—Son el mejor descubrimiento de mi último viaje a París —les comentó a todos, seguro de haber acertado en su elección.
—Ahora que habláis de París, y siendo vos uno de los más notables protagonistas de los negocios con los que contamos, desearía saber vuestra opinión sobre el funcionamiento del Real Giro y su nueva sucursal en aquella ciudad. —La ambiciosa idea de tener, por primera vez en España, un banco cuya titularidad era del Estado, se estaba convirtiendo en uno de sus más notables éxitos como secretario de Hacienda.
—No puede ser mejor, mi querido Somodevilla. Desde su fundación se han venido utilizando sus servicios para realizar los pagos de las mercancías compradas en Europa, al encontrar en él unas mayores garantías e intereses más bajos que antes. Como bien sabréis, la sucursal de París ha captado la casi totalidad de las transacciones económicas entre ambos países. Y he de añadiros que posee unos empleados eficacísimos, y si no, sirva como ejemplo el poco tiempo que han tardado en ganarse el respeto y la credibilidad de nuestros más duros socios comerciales franceses. Ha sido una excelente y brillante idea y os felicito por ello. —El conde de Benavente animó a todos a brindar en homenaje de su más ilustre comensal.
—Agradezco el cumplido. Cierto es que estoy muy satisfecho con ese banco. Sólo el año pasado produjo para la Corona casi dos millones de escudos de beneficio. Pero lo más determinante es que los comerciantes puedan ver en él un instrumento útil para pagar y cobrar en el extranjero sin las bárbaras comisiones que solía imponer la banca privada, que si no recuerdo mal llegaban hasta el veinte por ciento.
—En ocasiones se ha pagado hasta más…
—Hemos abierto nuevas sucursales en Roma y Ámsterdam y pretendo ahora llegar a San Petersburgo y Londres.
—También sabréis que el Real Giro os ha atraído nuevas y peligrosas enemistades…
El conde de Benavente ordenó al copero que llenara los vasos de vino; todos lo habían elogiado sin reservas.
—Reconozco que el saldo de los que quieren verme fuera del gobierno resulta cada vez más numeroso. Tengo frente a mí a la alta nobleza, que ve peligrar sus privilegios una vez hechas públicas sus riquezas a través del catastro. A los ingleses, por levantar una nueva y poderosa armada y por los tratados que dificultan su comercio con las Indias. A los masones, por su prohibición y persecución en España. Y a los gitanos, por el intento fallido de exterminio que hemos puesto en marcha. Y ahora, a todos los anteriores, se suman los grandes banqueros españoles y europeos por haber perdido sus lucrativas operaciones desde la entrada en funcionamiento del Real Giro.
—¿No os faltan otros? —intervino Faustina.
—Seguro, pero en este momento no sé a quién os referís.
—Algún que otro embajador, tanto propio como foráneo.
—¡Cierto! No recordaba a Keene ni a nuestros embajadores en Inglaterra y Francia; Ricardo Wall y el duque de Huáscar. Al final, sólo tengo como verdaderos aliados, además del Rey, y más aún la Reina, mi firme dedicación al progreso de España, la eficacia de mis medidas, y los pocos amigos que como vosotros espero mantener hasta mi muerte.
—Perdonad mi intromisión, pero vuestra mención a los masones me anima a sacar un espinoso asunto que entre todos podríamos terminar de enfocar.
Trévelez forzó esa conversación, para informar de sus avances a Ensenada y prepararles para la noticia que tenía que dar.
—Vos diréis cómo y en qué podemos ayudaros —contestó Zenón.
—Creo haber dado un respetable avance a las investigaciones sobre los crímenes que todos tenemos en mente, incluido el último de la monja de clausura, sor Fernanda, acaecido hace tan sólo dos días. —El resto de comensales le miraron intrigados—. Tengo la plena seguridad de que esas pavorosas muertes fueron cometidas por dos masones de nacionalidad inglesa, que al parecer han operado en orden a un sombrío proyecto de su gran maestre Wilmore, por suerte fallecido.
Dos pajes entraron en el comedor con sendas soperas para empezar a servir el primer plato del cocido.
—Con este frío, he pensado que sería reconfortante para todos —apuntó Faustina.
Todos aplaudieron su oportunidad.
—Trévelez, decíais algo sobre un oscuro proyecto. —El marqués de la Ensenada no quiso que fuera pasado por alto aquel comentario—. ¿Podríais explicaros mejor?
—Cada uno de los crímenes, a excepción del atentado en el palacio de la Moncloa, que pudo tener motivaciones diferentes, fueron teñidos con una carga de inusual simbolismo que entronca con una de las máximas que posee esa sociedad.
Me refiero a los cinco grandes valores que al parecer presiden sus más elevadas aspiraciones: la belleza, la fuerza, la sabiduría, la virtud y la caridad. No dimos cuenta de ello hasta que apareció la estrella flamígera clavada en el pecho del difunto alguacil. —Miró con complicidad a María Emilia.
—Disculpad mi ignorancia, pero no os acabo de entender —le cortó Faustina.
—Fue la que despejó los significados del resto. He sabido que esa estrella reúne en sí misma los principios más sólidos de la fe masónica, y por tanto puede ser prueba suficiente de su responsabilidad. Debo decir, que todo lo que sé procede de una circunstancial entrevista mantenida con un mando de la guardia de corps, el capitán Voemer, que resultó ser masón. —Miró al marqués de la Ensenada—. Ya os informaré sobre ello en privado.
El conde de Benavente pidió la palabra, y para sorpresa de todos comenzó a dar más información sobre ella.
—Para algunos antiguos filósofos la estrella flamígera ha sido la forma más completa de la manifestación de la luz; el centro místico, el mismo emblema de la divinidad. Y para un masón, simboliza la iluminación del mundo a través de la razón, como medio y clave para disipar las sombras de la ignorancia. Sus cinco puntas o vértices coinciden con las características que fundamentan la divinidad, o el poder en su máximo exponente. Como decía Joaquín, virtud, belleza, caridad, fuerza y sabiduría son los valores a los que aspira esta secreta sociedad, ahora prohibida, pero además son las representaciones más exclusivas de la deidad, y los masones parece adoran a un dios primigenio; el que precede al propio de los cristianos, musulmanes y budistas. A ese Dios, anterior a todos, lo identifican con la letra G que en hebreo se corresponde con la Yod, una forma abreviada del tetragrama IHVH o Yahvé. Por lo que he podido saber, el masón pretende sustituir lo que ellos identifican como falsas ideas y dogmas sustentados por la religión, para encontrar la auténtica verdad y alumbrar al mundo con el solo uso de la razón.