—Correcto, Thomas. ¡Mañana mismo empezaremos!
Anthony soñaba con poder capturar a esa mujer. Además de ser la última de sus víctimas y dar así por terminada la misión, pretendía servirse de ella como noble ofrenda a su adorado señor de las tinieblas. Sabía que era la más hermosa de las mujeres de Madrid, y por ello el mejor tributo que podría ofrecer a su señor.
Con su cuerpo extendido formaría una estrella flamígera, y en cada uno de sus vértices colocaría los órganos que había ido extrayendo de sus anteriores víctimas.
Se recreó al imaginar la sangre de la noble dama mezclándose con aquellos restos, en esa postrera ceremonia, en la que invocaría al máximo poder de la oscuridad y ante él pronunciaría por tres veces la palabra secreta.
La escarcha que dejaban los primeros fríos de otoño sobre la hierba crepitaba bajo el paso de la comitiva que portaba el féretro de la condesa de Valmojada, doña Asunción Robles, al mausoleo familiar del cementerio de San Isidro.
Muchos adormilados rostros le seguían; algunos por la larga vigilia en compañía del marido y ahora viudo, otros, por la temprana hora del mismo, las siete de la mañana del dos de octubre, por el expreso deseo del afligido conde de Valmojada, que conoció la noticia a su llegada de Roma, casi una semana después del crimen, lo que hacía imposible demorar más el entierro del cuerpo.
La importancia del noble apellido junto a sus estrechas relaciones con las más altas esferas del gobierno habían atraído a la mayor parte de la nobleza de Madrid y a buena parte de la clase gobernante. Aunque no asistió el rey Fernando, que por aquellos días estaba aquejado de unas molestias digestivas, sí lo hizo la reina Bárbara y de riguroso luto. A su lado, los dos secretarios principales del gobierno, Ensenada y Carvajal, y detrás el confesor Rávago.
Con miras de mantener el debido protocolo, que apenas pudo ser organizado, les seguían los grandes de España y después unos ochenta títulos nobiliarios que tenían morada en la Villa de Madrid.
Los condes de Benavente acudieron para dar cristiana despedida a una de sus más queridas amigas. Lo hacían en compañía de su hija Beatriz.
Flanqueada la comitiva por un destacamento de guardias valones y otro de corps, disponían sus enseñas y banderas a media altura, en reconocimiento y honra a los presentes y como tributo a la fallecida.
Estando Trévelez ocupado en la seguridad del cortejo fúnebre, María Emilia Salvadores acudió sola, así que se unió al grupo de sus amigos.
Del brazo de Beatriz, a la que no había vuelto a ver desde que ésta perdiera a su hijo, le asaltaban los recuerdos del sepelio de Braulio con un renovado dolor. Tan sólo una mirada les bastó para saber que en las dos anidaban los mismos sentimientos y secretos. Entre ellas flotaba el afecto, la identificación, la comprensión de un modo tan palpable que ni el silencio estorbaba su complicidad.
Beatriz vestía un sobrio traje negro, con capa y guantes de idéntico color, que le daba apariencia de más edad. María Emilia descubrió en sus ojos la huella de las últimas desgracias, sin aquel brillo que constituía su principal seña de identidad.
Tampoco ella era la misma. Desde su estancia en Cádiz, su vida fue repartiéndose entre sucesivas desgracias y esperanzas. Tras la muerte de su marido en el arsenal de La Carraca, apareció una preciosa razón para congraciarse con el mundo; Braulio. Luego llegó su brutal desaparición, y a la vez que ella, un nuevo amor, Trévelez.
Hasta en su estabilidad había jugado con altos riesgos, como con su viejo amigo Álvaro. Si entre esa serie de infortunios y alientos parecía haberlo vivido casi todo, aún faltaban por venirle nuevos acontecimientos, algunos felices, como la aparición de un inesperado nieto en el vientre de Beatriz, pero demasiado breves, por su posterior muerte.
También a ella le había pasado factura todo aquello, y su rostro ya no mostraba la dulzura que en otros tiempos era el mejor exponente de su poder de atracción.
Tres eran los sacerdotes que oficiaban el entierro. Mientras sus plegarias en latín se dispersaban entre el gran círculo de los asistentes, suma de letanías y responsos, María Emilia se arrimó a Beatriz invitándola a conversar unos minutos entre susurros, al abrigo de una breve confidencia.
—¿Qué te ha quedado por dentro, Beatriz?
—Nada —le respondió sin darle demasiada importancia.
—No te entiendo. ¿Cómo que nada?
—María Emilia, en mí, ahora sólo existe lo inmediato. No me imagino nada después, para mañana, o para la semana que viene, y mucho menos en un año. Vivo sólo de hoy.
—Te comprendo. También espero poco del futuro. Cada día veo cómo ser feliz, de hacer felices a los demás.
—No es así como yo lo siento. De hecho ya no percibo las cosas de la misma manera que antes. Mis estímulos han cambiado, y vivo de un único motivo grande, estimulante y distinto, de enorme poder sensorial.
María la miró desconcertada. Sin entenderla, disculpaba aquellas manifestaciones, atribuyendo su rareza a la cercanía de su drama. Decidió cambiar de tema.
—¿Conocías a la condesa?
—Muy poco. Sé más por referencias que por el escaso trato que llegué a tener con ella, aunque era buena amiga de la casa de Benavente e íntima de mi madre antes de su matrimonio.
—Ha sido un crimen terrible y a la vez misterioso.
—Desconozco lo que le ocurrió.
—Le abrieron el corazón con una daga mientras dormía. Además, sus asesinos marcaron en sus manos unos símbolos que parecen obra del mismo demonio.
—¿A qué símbolos te refieres? —le preguntó Beatriz.
—A dos cruces invertidas; la señal de Lucifer.
—O la cruz de San Bartolomé —afirmó con seguridad.
Los oficiantes dieron la señal para que los seis empleados del cementerio introdujeran el ataúd en la fosa. Dispensaron minúsculas gotas de agua bendita sobre él, siseando unas últimas bendiciones para emprender su viaje definitivo a la oscuridad, al descanso eterno.
Terminada la ceremonia, los asistentes formaron una larga fila para dar el pésame al conde. María Emilia separó a Beatriz de los suyos sin ningún deseo de cumplir con la formalidad de las condolencias, y sin embargo ansiosa por indagar los significados de aquel comentario que había hecho Beatriz.
—¿Por qué has dicho que se puede tratar de la cruz de San Bartolomé? —Le miró intrigada—. ¿Qué cruz es ésa?
—San Bartolomé fue uno de los doce apóstoles de Cristo, al que llamaban Natanael; del que Jesús dijo «He aquí un verdadero israelita en el que no hay engaño». Se llamaba Natanael Bar-Tolmai, el hijo de Tolmai; el hijo del labrador.
—Pero ¿de qué sabes todo eso? —María Emilia no salía de su asombro.
—De un libro. Un gran libro, el mayor de los libros; el
Martirologio
.
—No lo había escuchado nunca. —María tragó dos veces saliva para poder suavizar la sequedad de su garganta.
—Es el libro de la vida de los santos y de los mártires. En él se cita la vida de san Bartolomé y su apostolado, tanto en las bárbaras tierras del Este como en la India, hasta donde se supo que llegó. Fue martirizado en tierras persas por el gobernador de Albanópolis por predicar contra los ídolos que éstos adoraban. Dos fueron los medios empleados para agotar su vida; le desollaron vivo y luego le crucificaron boca abajo. Por eso, su cruz se dibuja en esa posición, y ha sido al escuchar lo ocurrido a la condesa, cuando de pronto me ha venido a la mente.
—He tenido la fortuna de prestar una cierta ayuda a mi prometido Trévelez en la interpretación de los extraños símbolos que han aparecido en esos horrendos crímenes acaecidos en Madrid. Se sospecha que son obra de dos masones muy peligrosos, sobre los que supongo ya has escuchado algo.
—Sí, pero poca cosa.
—Ahora sería demasiado largo de explicar, pero creemos que en cada uno han escenificado un deliberado ritual, de corte casi satánico. Sabemos que los masones desarrollan en sus logias una liturgia cargada de simbolismos, parte de los cuales coinciden con los descubiertos en las víctimas. Por eso, hemos pensado que las dos cruces tendrían un significado semejante. Desde luego, a nadie se le ha ocurrido verlo desde tu punto de vista.
—No digo que lo sea, sólo lo he recordado de repente.
—La cruz de San Bartolomé… —María Emilia meditó sobre ello unos segundos y a continuación expresó sus pensamientos en alto—. ¿Qué podría significar una cruz de martirio para unos locos asesinos?
—No lo sé, María —contestó Beatriz—; habría que estar dentro de su mente para entenderlo. Pero si te sirve de ayuda, sé que durante varios siglos y en muchos lugares, la gente empleó ese tipo de cruz, grabándosela en sus manos, como amuleto para ahuyentar de ellos los efectos del maligno.
—Eso me suena a superchería.
—Bien, pero ¿no me acabas de decir, que los masones son dados al uso de todo tipo de símbolos y rituales extraños? No me parece descabellado pensar que éste sea uno más, cuando existe la coincidencia de su presencia sobre las manos de la pobre condesa.
—Es cierto… Lo comentaré con Joaquín.
María Emilia la miró preocupada. Habían hablado de los masones, cuando se suponía que Beatriz no sabía que su padre también lo había sido, y que por esa causa había encontrado la muerte, al igual que su madre.
La naturalidad de sus comentarios no daba pie a pensar que estuviera al tanto de aquello, pero aun así, María se quedó intranquila. No acababa de entender qué razones habían movido a Beatriz para instruirse en esos extraños conocimientos, tan impropios de su juventud. De todos modos, se felicitó por haberle hablado del crimen, pues le había facilitado una nueva interpretación a esas dos cruces.
—¿Sabes alguna otra cosa que pueda resultarnos importante sobre san Bartolomé o su símbolo?
—No recuerdo mucho más, pero lo miraré en ese libro. Si sé algo nuevo, te tendré al corriente.
Faustina se acercó a ellas, amonestando a Beatriz por la poca delicadeza de su comportamiento delante de todos los asistentes.
—Te ruego que me acompañes y le des tus condolencias.
—Lo que tú mandes. —Se agarró de su brazo y se despidió de María Emilia con un guiño.
Ya había pasado una semana de la triste pérdida de la condesa de Valmojada, y sin embargo Faustina no conseguía dejar de pensar en ella ni un solo minuto. Como había encargado una novena por su alma en el convento de la Reencarnación, cada mañana se dirigía a escuchar la primera misa en su oratorio, con la única compañía de una docena de monjas de clausura y el oficiante.
De rodillas, asistía llena de piedad al momento de la consagración sin abandonar el luto por su amiga, ni tampoco las sentidas oraciones que ofrecía por ella.
Durante la comunión recordó las dos cruces que marcaron sus asesinos en sus manos y se fijó en la que presidía el ábside, una valiosa talla renana. Le pidió consuelo para el conde y misericordia hacia la condesa, para que la acogiera en Su reino.
Acabada la ceremonia, se recogió unos minutos más en oración antes de abandonar el templo, donde la esperaba su paje y un soldado al lado de la carroza.
Entró en ella, sin advertir la presencia de dos hombres que la vigilaban desde hacía unos días.
Ordenó al paje que se pusiese en marcha sin obtener ninguna respuesta. Le llamó por su nombre, pero tampoco escuchó nada. Cuando se disponía a abrir la portezuela para entender lo que pasaba, un hombre se adelantó y se introdujo en su interior tapándole la boca de forma violenta. Dio una orden y se pusieron en marcha. De reojo, desde su ventana, vio a su paje malherido en el suelo y al soldado con el cuello abierto.
Al fijarse en los ojos de su captor, comprendió, llena de pánico, que podía tratarse de uno de los masones. Se revolvió con furia, pero la fuerza de aquel individuo la tenía inmovilizada. Respiró su aliento y sintió que despedía muerte y odio.
—¡No os mováis o moriréis aquí mismo! —Anthony le recriminó un nuevo intento por zafarse de él. Sus ojos azules la observaron, maravillado de la belleza que poseía—. Sois preciosa; sé que seréis del agrado de mi señor. —Se rió con una cruel carcajada—. ¡Thomas! —le gritó desde el ventanuco—, apura a los caballos; deberíamos desparecer de las calles cuanto antes y llegar a casa.
El paje de la condesa de Benavente los vio desaparecer calle abajo, en dirección sur. Se levantó con enorme dificultad del suelo, sujetándose la grave herida de su vientre que sangraba con profusión. Varios viandantes se acercaron en su auxilio, pero él insistía en que sólo necesitaba un transporte que le llevara con urgencia hasta la plaza de la Vega, a la residencia de su señora.
Le subieron entre varios en un carro de mercancías, uno de los muchos que habían parado llenos de curiosidad por el revuelo formado, y de allí partieron a toda velocidad.
Sus entrañas sufrían el traqueteo del empedrado; le parecía que en cada golpe se le iba un fragmento de vida. El mercader que le transportaba, parecía haberse tomado el encargo con tanta observancia que el paje temía verse rodar por el suelo tras volcar en alguna de las curvas, por tal y como las tomaba. Se miró la herida con preocupación. Le pareció ver, entre sus bordes, parte de sus intestinos. Un intenso y agudo dolor le hizo perder el conocimiento durante unos minutos.
Cuando se despertó, se encontró con varios rostros conocidos, todos agobiándole a preguntas en un ambiente de incontenible tensión. Entre ellos el conde, y la amiga y vecina de palacio María Emilia que, nada más saber lo ocurrido, había mandado a uno de sus hombres para que avisara a Joaquín, y otro a Beatriz.
—Explicadnos otra vez qué ha pasado, ¡pronto! —La voz pertenecía a don Francisco de Borja, su señor.
—Dos hombres de aspecto extranjero se la han llevado… —Tosió con fuerza, desgarrándose en dolor. Esperó unos segundos en recuperar el habla, y al hacerlo, miró al conde—. Ha sido a las puertas del convento de la Encarnación; después de oír misa.
—Pero ¿dónde estaba entonces la protección?
—No pudimos verles venir. Nos abordaron en el preciso momento que subíamos a la carroza, al darles la espalda. Al soldado lo mataron en el acto, al igual que lo intentaron conmigo, aunque con menos suerte. Ha sido todo tan rápido…
—Súbanle a sus habitaciones de inmediato. El médico ya está avisado y llegará en breve.
Francisco buscó a María Emilia para debatir qué hacer. Con idéntica expresión de angustia en sus rostros, ambos compartían la misma determinación de no quedarse al margen de la búsqueda.