—Sí, pero no sé cómo.
—A través de un talismán que obra por sí solo. Ya lo verás. Desde hoy pondremos en marcha un plan que va a transformar para siempre nuestras vidas.
—Estoy dispuesta.
—Empecemos entonces. Ahora acércame tu mano…
El tono de la conversación con Rávago no supuso novedad alguna en Joaquín Trévelez, que asistió esa misma tarde a uno de sus ya tradicionales análisis; faltos de mesura en sus crueles interpretaciones, llenos de afilados comentarios y en un entorno de cierta desconfianza.
En esta ocasión, también fue implacable en sus críticas por la muerte de la religiosa, y pretendió responsabilizarle de ella como de cualquier otra que se produjese en el futuro, debido a lo que de forma literal llamó «su franca ineficacia».
Lo único que atrajo su interés y cierta aprobación, aunque tampoco la tachó como suficiente, fueron sus flirteos con la mujer del embajador. A ello dirigió sus preguntas, requiriéndole todo lujo de detalles. Se felicitó al saber que tras su despacho, acudiría a verla para ganarse de nuevo sus favores.
También escuchó con menor interés, pero con bastante curiosidad, las deducciones a que había llegado Trévelez a partir del descubrimiento de la estrella flamígera en el cuerpo del inquisidor, de la que Rávago había oído hablar, aunque desconocía su trascendente significado para los masones.
Poco antes de caer la noche, Joaquín partía a caballo desde el palacio del Buen Retiro en dirección a la embajada inglesa. Retumbaban en su memoria las últimas palabras del confesor real: «Son muchos los que piensan que es en la razón donde el hombre debe buscar la verdad, y escriben sobre ello, sobre todo desde Francia y Alemania. No aceptan que nuestra santa religión dirija los comportamientos morales y la acción del hombre, en cuanto que no son producto del raciocinio y pertenecen a una esfera diferente; a la de la fe. Y reniegan de todo lo que no nazca de la lógica y el razonamiento. En esa sucia estrategia, veo a los masones como los principales propagadores de esa nueva filosofía; la más herética a la que nos hemos tenido que enfrentar. Por eso ha sido tan importante su extirpación de nuestro país, y es vital que detengamos a esos asesinos; su castigo serviría de escarmiento a todos aquellos que se han visto atraídos por su falsa apariencia benéfica. En cuanto he conocido por vos el importante significado de esa estrella, como símbolo del poder que pretenden conferir a la razón, se han confirmado mis anteriores presentimientos. Si ya antes os conminaba a prenderlos como fuera, empleando para ello cualquier medio que creyerais necesario, incluido el demérito de vuestra propia honra, o incluso de la mía, ahora os lo exijo. Buscadlos, prendedlos, matadlos, hay que destruirlos de raíz».
La cena con Catherine en la embajada, pasó de intrascendente en sus inicios a intrigante en los postres, cuando la mujer le propuso un pequeño anticipo de la información si a cambio la compensaba con alguna de Estado que tuviese suficiente trascendencia para Inglaterra.
Sin dudarlo, Joaquín le expuso las intenciones, planes y órdenes dadas por Ensenada contra la Marina Real británica fondeada en las cercanías de los puertos de La Habana y Cartagena de Indias, con la novedad de una posible respuesta bélica frente a ella. También le entregó el documento que eximía al embajador Keene de cualquier responsabilidad, relación o vinculación con los masones buscados.
Catherine memorizó hasta el último detalle de su revelación y valoró su suficiencia dentro del acuerdo a que habían llegado.
—Ayer estuve en su despacho y creo haber encontrado entre sus papeles algo que podría seros útil…
—Ardo en deseos por saber en qué consiste.
—Se trata del libro donde quedan registradas las visitas a esta legación. A falta de poder hablar con mi marido, que como sabéis sigue de viaje, se me ocurrió mirar en él y creo que hemos tenido suerte. Revisé los nombres que se anotaron en la fecha de la que hablamos, y aparecieron dos que podrían coincidir con los mismos que buscáis. Los he apuntado en un papel.
—¡Excelente ocurrencia! —Aplaudió su iniciativa—. Pero no soporto la espera, Catherine. ¡Dádmelos cuanto antes! —Trévelez no ocultaba su ansiedad.
—Acercaos a mí; tendréis que merecerlo. —Le miró con picardía.
Joaquín no dudó en besar con pasión a una Catherine que temblaba entusiasmada. Trévelez, recordaba las palabras de Rávago insistiendo en no dudar en cualquier pago, incluso con su propia deshonra si fuera necesario para obtener la preciada información.
Sentía asco de su propio comportamiento, además de un profundo rechazo por aquella mujer, aunque lo disimulaba como podía.
Ya entrada la noche, al salir de la embajada, Trévelez poseía por fin los nombres de los dos masones en un bolsillo de su casaca; Thomas Berry y Anthony Black. Catherine no le pudo dar ningún detalle más sobre ellos, aunque prometió completarle la información cuando volviera su marido.
Su pensamiento voló hacia María Emilia, lleno de remordimientos. Aquel sacrificio con la embajadora no había llegado todavía a su fin. Aún tendría que volver a verla pronto, pues así habían quedado en hacerlo. Pero en cuanto todo aquello terminase, se lo explicaría y, si conseguía su perdón, se prometió que la pediría en matrimonio.
Dos días después, refugiándose en la oscuridad de una cerrada noche, dos figuras encapuchadas recorrían el perímetro del muro exterior que resguardaba la casa palacio de los condes de Valmojada.
Tras una señal, y en completo silencio, se encaramaron sin ninguna dificultad por su lado más accesible y se dejaron caer sobre una acolchada alfombra de hierba que amortiguó el escaso ruido.
Afinaron el oído para asegurarse de la ausencia de vigilancia y no apreciaron más sonidos que el apagado eco de unas voces que procedían del interior de unos establos, a escasos metros a su derecha. Escrutaron después el resto del recinto sin detectar la presencia de ningún humano.
Desde un rincón, a resguardo, veían un sendero de tierra que unía los jardines con el edificio principal, abrigado en sus laterales por una ancha línea de setos de mediana altura y artística poda, suficientes para ocultarlos hasta que llegaran a uno de los laterales sin que fuera advertida su presencia.
La única luz que atestiguaba cierta actividad, la procedente de las caballerizas, se apagó. Sus retinas se adaptaron en escasos minutos a la luz de la luna. Con ella, el jardín cambió de apariencia transformándose en un escenario más sombrío, sólo festejado por los miles de destellos plateados que rebotaban en las hojas de los árboles.
Se mantuvieron vigilantes durante unos minutos más, en completo silencio, antes de emprender el camino hacia la residencia.
La misión no era sencilla, aunque el destino era muy concreto: matar a la condesa, una mujer de excepcional belleza de sólo treinta años y mujer de uno de los hombres de confianza de Ensenada; el conde de Valmojada.
Sin haber recorrido ni la mitad del sendero se detuvieron de golpe, pegándose contra el suelo, al advertir la inesperada presencia de dos hombres que iniciaron una conversación a escasos metros de su posición.
—Reconozco que la señora nos lo podía haber avisado esta tarde, y no a última hora de la noche como lo ha hecho.
—Tienes toda la razón —intervino el segundo—. Sabía que su marido llega de Roma la próxima semana, y que por tanto la otra carroza no estaba en condiciones para un uso tan inmediato. Pero ya sabemos cómo es; se le ha antojado que la tengamos lista y arreglada para primera hora de la mañana y como lo ha decidido ella, da igual que fueran las once de la noche.
—Mujeres… —El hombre pateó una piedra que cayó a escasos centímetros de su escondite.
—Dejemos el tema y vayamos a dormir; se nos ha hecho demasiado tarde.
En cuanto se alejaron y escucharon cerrarse la puerta que daba acceso a las dependencias del servicio, se incorporaron y siguieron camino hasta alcanzar el extremo del seto. Desde él hasta las paredes del edificio les separaban unos quince metros.
Conscientes del peligro que acarreaba esa maniobra, ya que quedaban a la vista, corrieron con la máxima precaución pero a toda velocidad hasta llegar a la esquina del palacete. Luego, y apoyándose en su pared, recorrieron una corta distancia hasta dar con un ventanuco a ras de suelo que les pareció bastante endeble y un inmejorable acceso al interior.
De un seco empujón, se abrió sin problemas hacia dentro, permitiéndoles su entrada. Permanecieron unos segundos hasta que se adaptaron a la oscuridad que reinaba en su interior; tras ello, comprobaron que estaban dentro de una pequeña habitación que servía de despensa. En su recorrido hacia la única puerta que parecía tener aquel cuarto, no supieron esquivar algunas piezas de jamón y se golpearon en varias ocasiones con ellas.
—Me alegro que no esté el conde; todo será más fácil. ¿Llevas la daga a mano?
—Sí. Espero no tener que utilizarla antes de llegar a la condesa.
—Descuida, iremos sin prisas y con el máximo tiento. Debemos encontrar unas escaleras que nos lleven a la primera planta; allí estarán los dormitorios de los condes, como ocurre en todas las casas nobles.
Abrieron la puerta sin hacer ruido, y como vieron despejado el pasillo por ambos lados, se decidieron a salir caminando con extremo sigilo hacia uno de sus extremos.
Un arco lo separaba de un amplio recibidor, desde el cual, y a su izquierda, ascendía una impoluta escalera de mármol cubierta por una suave alfombra de lana.
Tras comprobar el espacio y las distintas puertas que se abrían a él, tomaron la dirección del piso superior. La alfombra apagaba totalmente el sonido de sus pisadas.
La puerta que se correspondía con el dormitorio de la condesa no dejaba lugar a dudas, si se comparaba el adorno de sus marcos y molduras con el resto de las que había en la planta.
En absoluto silencio, consiguieron abrirla y entrar en su interior, conscientes de que aquél era el momento de mayor riesgo. Cualquier descuido o tropezón que coincidiese con el sueño ligero de la dama podía poner en pie a todo el palacio.
A los pies de una amplia cama, y con la rítmica y profunda respiración de la condesa como único sonido, se miraron y decidieron su forma de actuación entre susurros.
—Tú abórdala por el lado derecho de la cama. Encárgate de taparle bien la boca y que no se mueva; empléate en ello con todas tus fuerzas. Yo, desde el lado izquierdo, buscaré su pecho con rapidez y le clavaré la daga en el corazón. Morirá pronto, pero debemos resistir sus espasmos hasta que eso ocurra.
—Empecemos entonces; no perdamos más tiempo.
La condesa se despertó sobresaltada, al sentir la presión de una mano en su boca y otras que le empujaban contra el colchón. Al abrir los ojos apenas pudo ver nada, pero intuyó la presencia de dos cuerpos, uno a cada lado, y notó el tacto de unos dedos sobre su camisón, buscando uno de sus pechos. Trató de gritar en vano y se revolvió furiosa, advertida del peligro que corría, pero aquellas sombras no la dejaban apenas moverse.
Sintió cómo penetraba en su pecho un mortal filo, entre las costillas, y cómo éste se le clavaba muy dentro, hasta sentir un dolor último y agudo. Ahogada de angustia, supo que la vida se le escapaba sin entender por qué. Miró hacia aquellas sombras buscando una explicación, y sólo pudo apreciar un tenue reflejo en sus ojos, frío y calculador, sin compasión alguna.
La muerte le sobrevino rápida. Una vez que terminaron sus temblores, le extrajeron la daga y con ella le marcaron un símbolo en cada palma de sus manos, dejándolas luego hacia arriba y con sus brazos extendidos.
Antes de salir del dormitorio, sus verdugos se entretuvieron en ordenar la escena: le extendieron su melena sobre la almohada, arreglaron su desordenado camisón tapándola por entero, juntaron sus piernas y le introdujeron de nuevo la daga en la misma herida que la había matado.
Después de tomar todas las precauciones posibles para abandonar la casa sin hacerse notar, una vez en la calle, y al abrigo de la solitaria noche, se confesaron lo que sentían.
—Aún siento el sabor dulce de la venganza; el mismo que me invadía cuando la sujetaba contra su cama mientras mis brazos resistían sus postreros esfuerzos por vivir.
—También hemos respirado el aire que ha transportado su último aliento, antes de que la muerte lo enfriara todo. Con él he absorbido su fuerza, aunque lo único que lamento es no haber podido ver la expresión de su rostro mientras moría…
En Madrid.
Año 1751, 11 de octubre
E
l enjuto y sobrio semblante del alcalde Trévelez brillaba con especial intensidad cada vez que leía una sentencia; aquél era su momento estelar.
De pie y frente a él, con una expresión demasiado altiva a tenor de su pésima situación, se encontraba un hombre de mediana edad, tosco de modales y de apariencia ruda, que se tomaba con evidente poco interés la condena que le estaba siendo leída por el alcalde de Casa y Corte.
Después de haber sido demostrada su responsabilidad en el robo con asesinato que había perpetrado en una prestigiosa platería de Madrid, a Trévelez sólo le restaba dar fe pública del delito y dictar sentencia. Y así lo hizo.
Nada más terminar, miró al condenado con desprecio, le recriminó su irresponsable actitud, a mitad de camino entre burlesca y jocosa, durante la lectura de la pena, y ordenó a los guardias que le evitasen su presencia de inmediato.
Mientras se lo llevaban a rastras, pensó en lo absurdo que podía llegar a ser el comportamiento humano. Si este reo se había mofado del brazo de la ley cuando acababa de imponerle doscientos latigazos, cinco años de prisión y otros diez en galeras, otros se doblaban como juncos y le imploraban indulgencia con delitos menores y condenas mucho más livianas.
A pesar de ello se sentía orgulloso de su oficio, no sólo por poder aislar de la sociedad a determinados individuos defectuosos, pues así era como él los veía, sino también por el innegable placer que le producía su propio poder, el uso de la autoridad.
Con un golpe de mazo dio por terminada la sesión y se dirigió presuroso hacia su despacho.
Una vez allí, ya liberado de la toga, volvió a verse como tantas otras veces, tal y como era, lejos ya de su solemne imagen al frente de un alto tribunal de justicia.