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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (38 page)

BOOK: El secreto de la logia
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Volvió la vista hacia ella y encontró su dulce sonrisa, siempre dispuesta a complacerla.

—Disculpadme, acabo de recordar algo que me obliga a volver de inmediato a mi casa.

A la duquesa de Arcos le extrañó aquella inminente decisión. Beatriz llamó a Amalia.

—Espero no haberos asustado. Entiendo que no todos los gitanos son como aquellos…

—Mi urgencia nada tiene que ver con eso. Acabo de recordar que tengo una visita y debe estar al llegar. No se trata de nada más.

—Me tranquilizáis. ¡Marchad entonces! Yo seguiré con mi paseo.

Tras despedirse, Beatriz y Amalia tomaron camino de vuelta hacia su casa. A los pocos pasos, la doncella leyó en su rostro una seria preocupación. Entendió que se trataba de algo de enorme gravedad.

—Perdonadme mi señora, pero hay algo en vos que os está turbando y me preocupa. ¿Puedo ayudaros?

—No estoy segura, Amalia. He sabido algo que te podría afectar…

—Como vos decís, dejad que yo misma sea la que lo juzgue.

—No sé… De verdad que es una terrible noticia y…

—Señora, no me evitéis por más tiempo saber de qué trata.

Amalia hizo que se sentasen en un banco de piedra, al lado de la entrada de una iglesia. Beatriz pensó la manera de dar la noticia atenuándole el golpe.

—La duquesa de Arcos acaba de explicarme que conoce a tu padre y a tu tío.

—¿De qué les puede conocer esa mujer?

Amalia empezó a pensar. Se preguntaba qué tendría aquello de desfavorable.

—Han trabajado para ella durante unos pocos días…

—Qué casualidad, parece gracioso…

—¡No! —gritó Beatriz sin contenerse—. ¡Es terrible!

—No os entiendo señora…

—El día que te encontraste con ellos, en realidad huían para evitar ser detenidos.

—Ya os lo conté. Los gitanos estamos siendo perseguidos. No veo nada preocupante en ello…

—Se piensa que fueron los responsables del atentado en el palacio de la Moncloa, en la fiesta en la que murió Braulio. Ellos lo asesinaron…

—Pero… ¡no puede ser! —Los ojos de Amalia se turbaron con un velo de lágrimas—. Mi padre no es capaz de hacer daño a nadie…

—Pues lo pudo hacer, Amalia. Él y tu tío colocaron la pólvora que mató a varios de los presentes y me robaron el amor de mi vida.

Amalia buscó en sus ojos la expresión de sus sentimientos. Beatriz interpuso un tapiz de rencor, tan tupido como imposible de traspasar.

—¿Puede existir alguna duda todavía?

—Parece que no. Poseen serias pruebas contra ellos.

—¡Lo siento, señora! —Acarició sus manos, implorándole su comprensión—. Repudio la acción de mi padre con todo mi corazón, debéis creerme…

—Posees su misma sangre. No sé hasta qué punto eres sincera conmigo. Desde que te conozco, he visto en ti el amargo impulso de la venganza por todo lo que os han hecho. En el fondo, tu padre sólo ha ejecutado lo que también tú sientes por dentro. Digamos que él ha sido más consecuente.

—Pero mató a su Braulio… y a otros, y eso no tiene perdón.

—Por ese motivo le odio, con todo mi ser, con todas mis capacidades y posibilidades, hasta dolerme el aliento. Él destruyó mi esperanza, lo único que me hacía sobrevivir.

Amalia acarició una de sus mejillas con gesto suplicante, implorando perdón para los suyos, reclamándole algo que ni siquiera ella era capaz de lograr. Su piel le pareció áspera, insensible, y sus ojos infinitos; miraba hacia ningún sitio y hacia todos a la vez, perdida en su mundo interior.

—Sois para mí mucho más que un ama, y vos lo sabéis. En todo momento me habéis dirigido con ternura y no con disciplina. Os habéis prodigado en comprensión cuando podíais haberme tratado con indiferencia. También me habéis abierto vuestra alma sin pudor y yo os he correspondido con la misma devoción. Os lo ruego por lo mucho o poco que he supuesto hasta ahora para vos: no puedo seguir viéndoos así, con esa mirada que despierta vuestro dolor más oscuro. Pedidme lo que queráis, por más extraño que sea, lo haré, pero abandonad ese camino que habéis emprendido.

Aquello despertó a Beatriz de su ensueño de angustia, de sus más tortuosos pensamientos.

—Gracias, Amalia —se abrazó a ella indiferente a la curiosidad que producía en los viandantes—, me acabas de demostrar mucho. Te siento tan cerca de mí…

—Odio a mi padre…

—No digas eso —le tapó la boca—, déjame para mí ese sentimiento. No lo hagas tuyo.

—Sois tan buena…

—Vayámonos a casa; éste no es el lugar más adecuado para seguir hablando.

Un fuerte viento, húmedo y racheado, azotó a las dos mujeres durante el recorrido por las calles que las separaban de la plaza de la Vega. La molestia del aire les hacía detenerse a cada poco, a resguardo de algún portal, hasta que éste parecía bajar de intensidad.

A escasas dos manzanas de su palacio empezó a llover con tanta fuerza, que apenas las basquiñas les resguardaban. Los techos de los pocos carruajes que pasaban a su lado sonaban como un coro de tambores, y sus ruedas salpicaban el agua que iba acumulándose en la vía. Con los vestidos empapados llegaron hasta la puerta de su casa. Les extrañó la presencia de una carroza detenida en ella, pero no repararon en más detalles; sólo deseaban llegar cuanto antes al interior y ponerse a resguardo.

—¡Amalia…! ¡Espera! —Esa voz, resultaba tan familiar…

Amalia se volvió atrás, a la vez que Beatriz, y lo que vio le asestó un duro golpe. Su padre bajaba de la carroza vestido con noble traje y le sonreía triunfal. A su lado estaba Silerio, con idéntica expresión.

—Hija, hemos venido a buscarte para irnos juntos, todos. ¡Llama a tu hermana Teresa, y no os demoréis mucho!

Amalia miró a Beatriz, entre el manto de agua que caía con increíble furia sobre sus cuerpos, y descubrió la tensión de sus músculos, la ira en sus pupilas. Luego, todo ocurrió en un instante. Beatriz se lanzó furiosa, gritando, hacia Timbrio.

Le clavó las uñas a escasos milímetros de sus ojos, y sacó de sus entrañas una inesperada fuerza empujándole contra uno de sus caballos. El hombre cayó al suelo, en parte sorprendido por aquella insólita reacción y también por el efecto del envite.

—¡Sucio asesino!

A Beatriz sólo le dio tiempo a pegarle una violenta patada en la cara que le abrió el labio, pues sin más posibilidad de seguir contra él era aferrada por Silerio cuando éste acudía en ayuda de su hermano.

—¡Suéltame si eres hombre!

Beatriz trataba de zafarse de él dándole patadas por doquier, pero el gitano sólo respondía sujetándola con más fuerza. Amalia corrió hacia ellos entre sollozos.

—Tío Silerio, ¡déjala! ¡Dejadla en paz los dos!

Timbrio se levantó del suelo, nervioso por el humillante ataque de la dama, y se dirigió hacia ella con los puños bien apretados.

—¡Ahora vas a saber lo que es la ira, furcia!

No fue suficiente el grito de Amalia, ni sus esfuerzos por detener el brutal puñetazo que recibió Beatriz, primero en su nariz y luego en su bajo vientre. Silerio la soltó, mientras Amalia pataleaba furiosa a su padre, luchando como podía contra él.

La sangre corrió caliente por la boca y la barbilla de Beatriz, sus ojos miraron un momento a Timbrio, cargados de odio, y después se cerraron, cuando perdió el conocimiento. Aquel golpe bajo le había producido un agudo dolor muy superior a sus exiguas fuerzas. Se derrumbó contra el suelo, empapada en agua y ausente. Amalia se lanzó hacia ella, palmeándola en la cara, chillando para despertarla, besándole las mejillas.

Los dos gitanos le recriminaron el tiempo que estaban perdiendo. Gritaban que la dejase, que buscase a su hermana para irse de allí cuanto antes, alarmados por el alto riesgo de que acudieran las tropas en cualquier momento.

—¡Idos de aquí! No sois más que unos malditos asesinos.

—Amalia, hemos venido para llevarte con nosotros. No nos iremos solos.

—¡Padre! —le gritó furiosa—. Desaparece de mi vida. No quiero seguirte a ninguna parte. ¿Lo entiendes?

Varios sirvientes del duque de Llanes aparecieron en la puerta, advertidos por el escándalo, entre ellos Teresa. Se alarmaron al ver a Beatriz en el suelo y corrieron a recogerla. Teresa, al ver a su padre, se dirigió emocionada a abrazarle.

—¡Amalia, es tu última ocasión! ¿Vienes con nosotros o te quedas? —Timbrio había metido en la carroza a Teresa, y Silerio estaba en el pescante, haciéndose con las riendas.

—Ésta es mi casa. No iré con vosotros.

Se volvió hacia Beatriz, que ya parecía haber recuperado el conocimiento, y le sostuvo la cabeza mientras dos pajes la levantaban del suelo para llevarla al interior de la casa. Sus miradas se cruzaron y Beatriz le susurró algo que no pudo oír. Se acercó más a ella.

—Juro que te compensaré por lo que acabas de hacer…

Mojada por completo, con el rostro ensangrentado y dolorido todo su cuerpo, Beatriz se desmayó de nuevo. Amalia, asustada, ordenó a uno de los pajes que fuera a avisar a un médico.

—La señora os espera en el salón de trofeos. Seguidme, por favor.

Trévelez escudriñaba intranquilo todo el recorrido por el interior de la embajada, con la esperanza de no ser reconocido por nadie.

A pesar de ser la primera vez que visitaba aquella sede diplomática, no era capaz ni de admirar los abundantes tesoros artísticos que lucían sus paredes; se limitaba a seguir con pocas ganas los pasos del paje, sintiéndose igual que una víctima que camina al cadalso.

No quería ni imaginar cómo terminaría aquella cita con Catherine, la mujer del embajador. Se había propuesto dejar de pensar en las consecuencias personales que acarrearía su acción, haciéndose a la idea de que sólo se trataba de trabajo.

Fue observando los retratos de los embajadores que a lo largo de los siglos Inglaterra había destacado en Madrid, a cada lado de un ancho pasillo. Entre los últimos, vio el de sir Benjamin Keene. Por motivos obvios se fijó más en él, y si no fue un desliz de su imaginación, creyó ver en su mirada un gesto de desaprobación; como si estuviera al tanto de la deshonra a que iba a ser sometido.

Trévelez decidió borrar de su mente aquellos penosos pensamientos y se dispuso a esperar, ante una bella puerta de nogal, a que le fuera permitida la entrada. Por encima de los requerimientos a que tuviese que enfrentarse, su objetivo último era claro; obtener cualquier información, dato, o testimonio sobre aquellos masones que según Rávago podían tener alguna relación con el propio embajador.

—Podéis pasar. —El paje se inclinó con respeto abriéndole la puerta del salón.

Al menos dos docenas de cornamentas de las más variadas especies colgaban de sus paredes, intercaladas entre varios cuadros con vivas escenas de caza y un verdadero arsenal de armas antiguas. La luz de la tarde entraba, moderada, desde dos peculiares ventanas redondas que, guardando una reducida distancia entre ellas, curiosamente conseguían un efecto extraordinario en la iluminación de la habitación. Antes de localizar a Catherine en una de sus esquinas, a Trévelez se le antojó que se asemejaban a dos grandes ojos, como si la sala tuviera un ser propio que podía ver todo lo que pasase en su interior, espectador de su seguro lance con la dama. Esa sensación hizo que aún aumentase su anterior incomodidad.

—¡Mi querido Trévelez, por favor, acercaos hasta mí.

La mujer estaba espléndida: vestido a la francesa de color salmón, generoso escote, peluca blanca, un aparatoso collar de piedras de colores, y unos pendientes a juego que completaban su arreglo. Sin levantarse, le extendió la mano ofreciéndole a continuación asiento a su lado; en el estrecho hueco que le restaba por llenar aquel sillón.

—Catherine, estaba deseando veros. ¡Estáis bellísima!

Trévelez se acomodó, guardando la mayor distancia posible, sin querer imaginar los alcances de aquel enredo. Aun con el demérito de su excesivo peso, tuvo que reconocer que la mujer estaba atractiva.

—Sois demasiado amable conmigo. —Le cogió ambas manos con una expresión llena de ternura.

—Catherine, mi corazón se inflama con vuestra presencia. He odiado cada hora y cada día que me he visto lejos de vuestro dulce alcance.

Joaquín Trévelez calculó que para entrar en los asuntos que le convenían, tenía antes que ablandarla en romanticismos.

—¡Qué galán…! Siempre os dirigís a mí con bellas palabras. —Su rostro era el reflejo de la más absoluta satisfacción.

Trévelez se extrañó de sí mismo ante la escasa profundidad de su conversación. La estudió en silencio, temiéndose que su capacidad no daría para mucho más.


What have you seen on me…
? Perdonadme, a veces olvido hablar en vuestro idioma; me resulta más fácil en inglés. ¿Qué habéis podido ver en mí que tanto os inflama?

—En vos está unida toda la perfección que cabe en una mujer: la suavidad de un cutis tan frágil como sedoso, la profundidad de una mirada sosegada, de un azul casi imposible. ¿Qué fría voluntad habría de tener para frenarme ante vos? —Catherine se ruborizaba ante aquellas palabras, ocultándose detrás de su abanico—. Si sólo pudiera estar de cada día, cinco minutos a vuestro lado, mi vida se vería más llena de felicidad…

—¡Oh! Nunca había escuchado nada igual… Mi corazón estalla de emoción. —Arrastró sus manos hacia su pecho, para que Joaquín sintiera sus latidos.

Ahora, el rubor le abordó a él. Pensó, que si seguía seduciéndola, y ella respondiendo de ese modo, no iba a ser capaz de frenar la situación.

—Pero por desgracia, mi vida tiene otros momentos llenos de tribulaciones y problemas. —Decidió dar un giro a la conversación.

—Imagino no ser yo quien os los produce.

—No, no se trata de eso. Son más bien asuntos de enorme complejidad que ocupan mi trabajo.

—Lo lamento, si yo pudiera ayudaros…

Le acarició con timidez su barbilla, en un acto inconsciente de cercanía hacia él. Él le respondió de igual modo haciendo resbalar la suya por su fino cutis.

—Aprecio vuestra generosidad, pero supongo que no serviría de mucho.

—¿Por tan poco me tenéis? —Se mostró ofendida.

—¡Nada más lejos de mi pensamiento! Lo digo, porque sería demasiado casual que supieseis algo sobre ellos.

Joaquín pensó que su maniobra podía empezar a encajar en ese preciso momento.

—¿Ellos…?

—¿Habéis escuchado algo sobre los crímenes que están atemorizando a todo Madrid?

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