El secreto de la logia (35 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
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—Es cierto, pero para la deteriorada causa de la masonería serviría idéntico argumento.

—Os daré dos razonamientos más que aún apoyarán mejor mi teoría.

—Adelante, probad a convencerme pues hasta ahora no lo habéis conseguido —le retó Trévelez.

—No me negaréis que el pueblo gitano es violento; practican el robo, se sirven de sangrientas venganzas entre ellos, frecuentan el engaño y la trampa. En definitiva, poseen una clara tendencia a lo delictivo. Y segundo, no sé si sabéis que muchos sitúan el origen de su extraña cultura en las remotas tierras de Egipto. ¿No son también las pirámides enormes triángulos simbólicos? —Le miró satisfecho de sus deducciones—. ¿Acaso necesitáis más argumentos?

—Está bien, capitán. He de reconocer que vuestras premisas tienen cierta solidez. Capturadlos cuanto antes y comprobémoslo.

—¡De acuerdo! Nos pondremos en marcha de inmediato. Realizaremos el registro dividiéndonos por barrios, casa a casa, hasta que los localicemos. Descuidad; os mantendré informado de cualquier novedad.

—De todos modos, si la ocasión lo requiere, desearía aprovechar vuestro profundo conocimiento sobre la masonería, siempre que me aseguréis que cuento con vuestra discreción y obediencia. Supongo que no se os ocurrirá hablar de esto con vuestros hermanos masones.

—Alcalde, antes que nada soy militar, y creedme que ya no me une nada con ellos. Contad conmigo para lo que creáis necesario.

Trévelez se sintió satisfecho por su determinación; le pareció sincero. Además, sabía que la guardia de corps debía su alto prestigio a una demostrada eficacia en todas sus misiones. En sus manos, la búsqueda estaba bien encomendada.

Sin embargo, al abandonar el cuartel, mientras repasaba algunos de los detalles de la conversación que acababa de mantener, las dudas le volvieron a asaltar. ¿Serían suficientes los argumentos esgrimidos por el capitán para hacer recaer toda la responsabilidad de los asesinatos en los gitanos? Su reconocida tendencia delictiva, la coincidencia del triángulo en sus orígenes, o su presencia, bien confirmada, en la noche del atentado, podían llevar a pensar que sí. Pero en su mente parecía hacer contrapeso la imagen de aquella estrella de la que habían hablado, pues cierto era que poseía un importante significado para los masones, tal y como éste había reconocido. El capitán había dicho que representaba el cénit de su doctrina; y sus cinco puntas, las virtudes deseables para todos sus miembros: belleza, fuerza, sabiduría, caridad y virtud.

Su instinto le llevaba a seguir esa pista. Además, estaba casi seguro que ese hombre no había contado todo lo que sabía.

—¡Qué agradable sorpresa, Joaquín! Pasa, no te quedes ahí fuera… —Le besó en los labios—. No te esperaba…

María Emilia Salvadores se percató de inmediato que su presencia no se debía a una espontánea ni amorosa visita. Su gesto hablaba por sí solo. Algo no iba bien y Joaquín no sabía disimularlo.

—¿Te encuentras bien?

—Sólo preocupado. —Joaquín entró en el recibidor con precipitación, sin esperar a que le fuera retirada ni la capa ni el sombrero—. La verdad es que hoy no tenía intención de venir, pero he pensado que podrías serme de ayuda.

María Emilia le observó algo intranquila. Ordenó a su paje que le retirara las prendas de abrigo.

—Necesito una opinión externa —continuó Trévelez—; de alguien que no esté dentro del fenomenal embrollo en el que me he metido.

—Bueno, no sé si sabré…

Le invitó a seguirla hacia su gabinete.

Al estudiar su rostro, María Emilia descubrió a un hombre desesperado; alguien desbordado por los acontecimientos.

—Han vuelto a hacerlo, ¿verdad?

—Hace pocas horas y con mayor crudeza si cabe.

—Antes de que sigas, voy a pedir que nos pongan un chocolate. Creo que te vendrá bien.

A la espera de la inmediata aparición de la doncella, decidieron guardar un prudente silencio. De todos modos, María Emilia no dejaba de observarle. Nunca le había notado tan tenso como aquel día; andaba de un lado a otro del salón y sus labios se movían sin parar, como si estuviese hablando consigo mismo. Parecía ausente, intranquilo, ansioso. Se empezó a poner nerviosa.

—¡Me estás preocupando, Joaquín! ¿Qué te ocurre?

—Tengo demasiados problemas para resolver y toda la Corte pendiente de cada uno de los avances o fracasos que produce mi investigación. Tan sólo hace unas horas, estuvimos muy cerca de detener a los posibles autores del atentado, pero se nos escaparon por segunda vez; ¡y en ambos casos por poco tiempo! —exclamó, irritado.

Se podía pensar que aquello era razón suficiente para que Joaquín se sintiese así, pero además, coincidía en él otra circunstancia que también le martirizaba. La proximidad de María Emilia le hacía recordar de un modo doloroso el vil cortejo con el que pretendía ganarse los favores de la mujer del embajador inglés. Por un momento pensó explicárselo todo, pero decidió no hacerlo; ahora sus prioridades eran otras aunque de todos modos aquello le hacía sentirse muy mal.

Los brazos de María Emilia le pararon en seco. Ella trató de tranquilizarle de la manera más convincente que pudo, pero nada parecía ser suficiente.

Aunque Joaquín acababa de tomar la determinación de dejar para otro momento explicaciones, allí, de cara a ella, mirándole a los ojos, los remordimientos le vencían.

¿Cómo podía explicar que había quedado con Catherine para un encuentro, más íntimo que el que ya había tenido, en la embajada y cuando no estuviese su marido presente? Se le antojaba difícil de aceptar por ella, aunque no hiciese demasiado tiempo de su distracción con aquel marino y él lo había tenido que asumir…

Le besó en la mejilla para tranquilizarla, y trató de centrar sus pensamientos en el asunto que le venía a proponer.

Con bastante oportunidad la doncella apareció con dos humeantes tazas de chocolate. En cuanto hubo terminado de servírselos, preguntó si necesitaban algo más de ella.

María Emilia le despidió con una negativa y a continuación invitó a Joaquín a explicarse.

—Lamento tener que contarte estas horrendas novedades. Si lo hago es porque confío en tu intuición.

—Descuida, Joaquín. Estoy preparada para escuchar cualquier cosa. —Sintió un poco de frío y le pidió que le acercase una toquilla de lana que tenía a su lado.

—Como te decía, han vuelto a cometer otro crimen esta misma mañana.

Trévelez hizo una larga pausa para calcular la manera más suave de exponer la brutalidad de lo que había presenciado.

—¿Y…? —María Emilia se mordía el labio a la espera de que se arrancase.

—Esta vez, el macabro albur ha recaído en la Secretaría de la Inquisición, en la persona de su alguacil mayor. Su cadáver apareció sentado y atado a una silla, los brazos anudados a su nuca por las muñecas. Su cráneo había sido aplastado por una maza de hierro que aún permanecía clavada en él, le habían seccionado una de sus orejas, y tenía una estrella de latón clavada en su pecho. También asesinaron al portero del palacio, tal vez para evitar que los identificara.

—¡Santísimo Dios! —María Emilia sintió primero asco; luego un respingo que recorrió todo su cuerpo.

—Es terrible, lo sé. Y el atrevimiento con el que operan es evidente, pues no han dudado en cometer su asesinato en la misma sede de la Inquisición.

—Antes he entendido que has podido estar muy cerca de capturar a los autores del pasado atentado. ¿Sigues pensando en aquellos gitanos? ¿También los haces responsables del resto de asesinatos?

—No tengo ninguna seguridad, pero lo cierto es que constituyen la única pista real con la que de momento cuento.

—¿Y en qué piensas que puedo serte de ayuda, si apenas sé lo que ha ocurrido? —María Emilia no quería defraudar sus expectativas, pero veía muy lejana su posible utilidad.

—Eso es justo lo que busco de ti; una visión sin antecedentes previos, limpia de influencias como las que padezco de parte de unos y otros.

Trévelez le resumió primero toda la información que disponía sobre los distintos crímenes. Luego, buscó un papel y en silencio, dibujó una extraña estrella con cinco puntas. Sobre cada una de ellas escribió cinco palabras. Al terminar, se lo pasó para que diera su opinión.

—Belleza, virtud, fuerza, caridad, sabiduría —leyó María Emilia—, en una estrella, cuyo diseño jamás he visto antes. Supongo que es la misma que ha aparecido en el pecho del alguacil. ¿Adónde quieres llevarme, Joaquín?

—Mi intuición me dice que de todas, ésta es la pista clave; la que puede hacernos entender el resto. Te explicaré por qué. Esta misma mañana, he estado conversando con el capitán Voemer de la guardia de corps. Mi único objetivo era pedirle, por orden de Ensenada, parte de sus tropas para buscar a los gitanos por Madrid, pero cuál ha sido mi sorpresa cuando he descubierto que era masón.

—¿Se definió como tal?

—No al principio, pero luego tuvo que reconocerlo. Por él he sabido que esta estrella posee un poderoso significado para la masonería.

—¿Crees entonces, que los masones son los responsables de este último asesinato?

Joaquín negó con la cabeza al notar que aquello no iba por buen camino.

—Querida María Emilia, necesito que tu cerebro actúe sin condicionantes; intenta no sacar conclusiones demasiado precipitadas, y ahora, ruego que te concentres sólo en esas cinco palabras. A primera vista ¿qué te dicen? ¿Hacia dónde te dirigen?

Ella recogió el papel y empezó a meditar en sus posibles significados.

De manera involuntaria, su atención se centró en la palabra caridad. Cerró los ojos y comenzó a notar que aquel término rebotaba en su cabeza, sin querer abandonarla, buscando una conexión que pudiera tener algún significado lógico. Joaquín la observaba con inquietud y también con esperanza.

A los pocos minutos empezó a hablar, con los párpados cerrados, desde un mundo de aparentes penumbras.

—La caridad es una acción propia del corazón. También es la virtud que se espera de un buen cristiano. Surge del ser humano al mezclarse la voluntad, o querer hacer, con el amor; desear el bien a los demás. Los religiosos encarnan como nadie esa virtud.

—El jesuita Castro lo era —apuntó Trévelez.

—Por eso le fue extirpado un órgano como el corazón —concluyó ella de un modo espontáneo.

Joaquín la miraba sorprendido.

—Fuerza. Esta es la segunda palabra que ha llamado mi atención. Puede originarse como consecuencia de una disciplina física, y tal vez sea ésta la respuesta más lógica a lo que buscamos. Pero también es propia del que posee abundantes riquezas. Hablo de otro tipo de fuerza; la del dinero. Si buscásemos quién la representa mejor, deberíamos pensar en un noble. —Esta vez se adelantó al comentario que imaginaba iba a hacer Joaquín—. Y mi vecino lo era. Al duque de Llanes le fue mutilado su órgano genital; la fuerza masculina.

María Emilia abrió los ojos para recoger la siguiente palabra. La saboreó durante unos minutos más, antes de volver a hablar.

—Sabiduría: la virtud más deseada por el hombre en su anhelo por parecerse al Creador. También se dice que es más sabio el que escucha y no el que habla mucho. Al alguacil le aplastaron su cerebro, donde reside el saber. También le seccionaron una oreja; por tanto la puerta de la verdadera sabiduría —concluyó María Emilia.

—¡Asombroso! No imaginé que pudieras llegar a tales conclusiones por evidentes que ahora parezcan. —Trévelez le besó en la mejilla encantado, hinchado de orgullo—. Si las correspondencias que acabas de hacer son ciertas, faltaría entender las dos últimas; belleza y virtud. Y con ellas, quiénes podrían ser sus destinatarios —apuntó Joaquín.

María Emilia le miró complacida. Lo pensó, y sin prisas se dejó arrastrar de nuevo por sus primeras sensaciones.

—Joaquín, volverán a matar. Tienen que completar su obra. Lo harán sobre otras dos personas que de algún modo encarnen los atributos que nos faltan; la belleza y la virtud. También les mutilarán, robándoles algo que pueda simbolizarlas.

Joaquín se felicitó por haber decidido implicarla en aquel juego.

—Me faltaba la piedra angular que soportara el resto de las pistas y tú has conseguido su encaje. Ahora, creo que he de buscar a los culpables entre los masones. No sé quiénes son, ni por dónde se mueven, pero me siento más cerca de ellos, y además, sus futuros movimientos empiezan a ser un poco más predecibles.

—Me alegro. Tampoco yo había imaginado poder llegar tan lejos —sonrió María Emilia.

—Hasta ahora —Joaquín quiso sumarse a sus deducciones—, sus víctimas representan las tres instituciones más responsables de su decreto de prohibición; inspirándolo, como es el caso de los jesuitas y la nobleza, o en su ejecución, y aquí encajaría la Inquisición, representada por el alguacil asesinado esta mañana. Podríamos prevenir sus futuras acciones si consideramos quiénes más han tenido un importante papel en la génesis de ese decreto, y después buscar su posible relación con los conceptos de virtud y belleza. La tarea no parece fácil, pero si lo logramos, dos vidas pueden depender de ello. ¿Quieres intentarlo conmigo?

María Emilia no puso objeción a ello, pero le instó a invertir los papeles; ahora le preguntaría ella.

—¿Qué te dice la palabra virtud?

—Mérito, entrega, eficacia. —Joaquín improvisó lo primero que le vino a la mente. Ella adoptó un gesto de decepción, recriminándole su insuficiencia—. También moralidad, honradez, sinceridad, integridad, castidad. —Joaquín declamó algunas actitudes humanas, que llevadas al extremo podían ser buenos ejemplos en la definición de aquella palabra.

—Correcto. Y ahora, ¿quién crees que podría simbolizar la práctica de la virtud?

—Un buen artista, por ejemplo el cantante Farinelli o Scarlatti, o cualquiera de los pintores de mayor fama de la Corte. Pero también cabrían, en igual consideración, ciertos religiosos; aquellos que practican la vida de clausura.

—Coincido contigo —acotó ella—. Supongo que no te sería difícil procurar una buena protección a los primeros, por su escaso número, pero con los segundos la cosa se complica; creo que en Madrid hay censadas más de tres mil monjas de clausura y otros tantos frailes. Poner vigilancia a todos es una tarea imposible.

—De acuerdo, pero ese número podría reducirse sólo con saber qué órdenes han influido más en la prohibición de la masonería. Si fijamos como autores definitivos de los asesinatos a los masones, debemos asumir que hasta ahora han actuado de un modo selectivo, a excepción del atentado en el palacio de la Moncloa. —Joaquín se detuvo, para continuar en voz alta lo que acababa de pensar—. Lo consultaré con Rávago; es el hombre más adecuado. Seguro que él conoce todos los vericuetos que condujeron a la firma del real decreto. Desde luego, si pudiéramos centrarnos en sólo una o dos órdenes, el problema sería más sencillo.

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