El conde ordenó que ensillaran dos caballos para acudir a las Salas de Justicia, encontrar a Trévelez, y proponerle que la buscaran juntos. Eran conscientes de que el tiempo jugaba en su contra y que aquellos asesinos no dudarían en cumplir con sus abominables planes.
En cuanto fue informado, Trévelez no lo dudó. La única posibilidad de salvar a Faustina, con suerte de llegar a tiempo, pasaba por ir a la embajada de Inglaterra y conseguir, al precio que fuera, las señas de los masones. Estaba seguro de que allí las encontraría.
Nada más salir del palacio de Justicia se cruzó con su prometida y el marido de Faustina. No fueron necesarias muchas palabras para entender el grado de preocupación que todos compartían por la suerte de la condesa.
Trévelez les contó adónde iba y para qué, sin explicar cómo pretendía conseguirlo. Aunque Francisco se invitó a acompañarle, Trévelez lo rechazó rogándoles que le esperaran en su despacho.
—Informen de inmediato a doña Catherine que necesito verla. —Trévelez había manejado las riendas con destreza para conseguir el máximo rendimiento de su caballo en el recorrido a la embajada. Acababa de alcanzar sus puertas al galope, ante la sorpresa de sus vigilantes. Descabalgó de un salto y se precipitó sobre los dos soldados que la custodiaban.
Le acompañaron hasta el vestíbulo de entrada de la vivienda de los embajadores, y allí aguardó a Catherine, entre nerviosos paseos y sesudas meditaciones sobre cómo haría para conseguir lo que necesitaba. Sabía que Benjamin Keene había vuelto de Inglaterra, también que además de tener que pedírselo y contar con su beneplácito, necesitaba que la mujer actuara con la mayor rapidez.
Catherine apareció con el semblante descompuesto y se le acercó susurrándole al oído.
—Ya os dije que mi marido había vuelto. No puede veros por aquí; sospechará. Haced el favor de iros… —Trató de empujarle hacia la salida.
—¡No! —le gritó en tono desafiante—. He venido a por la dirección de los dos masones.
—Hoy no puede ser, amado mío. —Le acarició la mejilla, asegurándose antes de no ser vista—. Ahora está en su despacho y es allí donde guarda esa información.
—Pues decidme dónde está ese despacho; se la exigiré en persona.
—Esperad, esperad… ¿A qué vienen tantas prisas ahora? Yo misma podría hacerlo, pero si no me atosigas.
—Han capturado a la condesa de Benavente no hace ni dos horas, y aparte de ser una amiga personal, tengo la certeza de que la matarán si no doy antes con ellos. Sabréis lo que le ocurrió a la de Valmojada hace poco más de una semana…
—Sí, lo escuché. Pero de verdad lamento no poder ayudaros ahora. Mi marido se encuentra despachando con sus colaboradores, y jamás permite una interrupción. Mañana por la mañana podemos vernos fuera de aquí, si os parece en vuestra casa. Para entonces, espero daros la información. Esta tarde trataré de convencerle; le transmitiré los planes de Ensenada que me revelasteis a cambio de lo que con tanta urgencia necesitáis.
—¡Imposible! Mañana sería demasiado tarde. Insisto; ¡tiene que ser ahora!
Catherine se empezó a enfadar ante la impertinencia de Trévelez.
—Parece ser que no entendéis nada de lo que estoy diciendo… —Le puso un gesto huraño.
—La que no parece entenderlo sois vos. —Le agarró de los dos brazos y le clavó la mirada—. Como no vayáis ahora mismo y me traigáis la información que os he pedido, le haré saber qué tipo de relaciones hemos mantenido a sus espaldas, y sin ahorrarle ningún detalle.
—Me parece de lo más innoble. —Catherine le cruzó una bofetada, indignada por la ignominiosa coacción, que le abrió una herida en su mejilla.
—Ya lo sabéis; o venís pronto con lo que quiero, o arriesgaros a perder vuestro honor. Creedme que lo haré, en este momento me dan igual las consecuencias.
Trató de abofetearlo de nuevo asqueada por su bajeza moral. Esta vez, Trévelez consiguió frenarla a tiempo.
—Dedicad mejor vuestros esfuerzos a lo que os pido, y volved pronto. Hoy no tengo demasiada paciencia.
La mujer se alejó furiosa y sin haber pasado ni quince minutos volvió a aparecer con un trozo de papel, doblado entre sus manos. Joaquín se lo arrebató con brusquedad y lo leyó con rapidez.
—Espero no tener que veros jamás, alcalde Trévelez.
Joaquín le dio la espalda sin ninguna cortesía y se dirigió hacia la salida, encantado de no tener que volver a verse envuelto entre sus redes.
—¡Hasta nunca, Catherine! Por fortuna no tendré que seguir fingiendo lo que nunca llegué a sentir por vos.
Las calles y avenidas que iba dejando atrás, en el rápido y forzado galope de su caballo, se le antojaban semejantes a sus ya superados devaneos y deslealtades.
El viento parecía llevárselos a unos y a otros del mismo modo, perdiéndose a sus espaldas y en el pasado. O así quería verlo él, sabiéndose un hombre nuevo, alejado ya de las sucias intrigas y complicaciones a que había tenido que llegar con la mujer del embajador, por el único motivo de conseguir de ella aquella dirección.
De vez en cuando miraba a alguna de las damas que se detenían a su paso, y en todas parecía reconocer a su querida María Emilia; como si sus sentidos fueran incapaces de distinguir nada que no fuera ella. A pesar de la gravedad del momento, y de la necesidad de pensar en cómo resolver lo de Faustina, sólo deseaba verla y estrecharla entre sus brazos para transmitirle su más sentido amor.
A María Emilia le extrañó el efusivo saludo con el que se regaló nada más aparecer por el patio de la Sala de Justicia, donde le esperaba junto al conde y una tropa de élite preparada para entrar en acción.
Todos los presentes notaron la herida en su rostro, sin suponer una causa diferente a las dificultades que habría podido tener para conseguir la información.
Se entretuvo unos minutos en explicar a sus efectivos cómo pensaba liberar a la condesa. La manzana donde podía estar retenida era la doscientos ochenta y cinco, en un edificio anejo al palacio del conde de Torrehermosa, al que se accedía por la calle del Sauce, en las cercanías del nuevo convento de las Salesas Reales.
Les advirtió de la extrema peligrosidad de los ingleses, para que no dudaran en su proceder contra ellos sin poner en peligro la vida de la mujer.
Una veintena de hombres armados seguía a Trévelez por las calles de Madrid, algo adelantados a María Emilia y al conde, a los que le resultó imposible convencer para que se quedaran en su despacho esperándole. El alcalde tuvo que acceder a sus deseos, después de asistir a sus persistentes súplicas y bajo la promesa de que se mantendrían a una prudente distancia de la casa.
El edificio tenía tres plantas y un aspecto bastante deteriorado si se comparaba con el resto de las viviendas que formaban la manzana. Quedaba pared con pared con el palacio del conde de Torrehermosa.
Dejaron los caballos a dos manzanas de distancia y se dirigieron a pie, distribuyéndose a lo largo de todo el perímetro de la finca, pues ésta parecía contar con una huerta en su parte trasera y un alto muro que la rodeaba, por donde podían escapar. Trévelez estudió con detenimiento la fachada, los alrededores, y los posibles puntos de fuga, y dispuso que el conde de Benavente y María Emilia se resguardaran dentro de la entrada de carruajes del palacio anejo, por ser el emplazamiento más seguro y discreto que encontró.
Se armó de una pistola, y en compañía de diez hombres entraron en el interior del portal. A su izquierda nacía una endeble escalera de madera con la mitad de sus escalones carcomidos, cuando no rotos. Aunque entendieron que les sería difícil pasar inadvertidos, empezaron a subir con el mayor sigilo y cuidado hasta llegar a la segunda planta. En ella, había una única vivienda que se correspondía con las precisas indicaciones obtenidas en la embajada.
Trévelez se situó frente a la puerta y comprobó que todos estaban bien dispuestos, a cada lado de la misma y pegados a la pared para no ser vistos. Les lanzó una última mirada de aviso y después usó el llamador de la puerta con fuerza. En pocos segundos escuchó unos pasos al otro lado, sin que ésta se abriera.
—Os traigo un aviso de la embajada. ¡Ruego que me abráis para poder dároslo! —Trévelez intentó ser convincente dándole una cierta entonación inglesa a sus palabras.
—Volved en otro momento. Ahora no puedo recibiros… —La voz les llegaba débil y nerviosa.
—Me manda el embajador Keene, con el expreso deseo que lo tengáis hoy. Parece urgente.
Trévelez pensó que aquel nombre ejercería un efecto por sí mismo. Si les abría la puerta, con el factor sorpresa a su favor, podrían inmovilizarle sin dar tiempo a que pudiese reaccionar.
Con la respiración contenida y los músculos en tensión, todos los presentes observaban la puerta. Si actuaban en absoluto silencio contra él, dispondrían de una oportunidad para encontrar viva a Faustina, pero si cometían el más mínimo error, advertirían de su presencia al segundo, lo cual podría ser nefasto.
—Esperad un momento, os abriré.
Los pasos se alejaron de la puerta y aunque retornaron a los pocos segundos, debido a la enorme tensión, pareció que había tardado horas.
Trévelez sintió una punzada en el cuello, como reflejo de su rigidez muscular.
Escucharon descorrer un cerrojo, luego otro. La puerta rechinó y empezó a moverse. Thomas Berry la abrió del todo sin imaginar la avalancha humana que de pronto cayó sobre él.
Sin tiempo de reaccionar, consiguieron taparle la boca e inmovilizarle por el cuello, tórax, cabeza y piernas. La fuerza que ejercían sobre él apenas le dejaba respirar, y era tal, que lo único que conseguía mover con cierta libertad eran los ojos.
Iba vestido con un extraño hábito de color rojo, de una sola pieza, y un mandil con símbolos masónicos. Un ancho cordón de lana con siete nudos le rodeaba la cintura. Comprobaron que no llevaba ningún instrumento cortante u otro tipo de arma, y con él se quedaron cuatro soldados decididos a no permitirle el más mínimo movimiento. Dos dagas apuntaban a sus yugulares, dispuestas a abrirse camino al menor movimiento.
La modesta vivienda se abría desde aquel recibidor en forma de cuadrilátero, a través de tres puertas que permanecían cerradas. Cualquiera de ellas podría ser el lugar donde guardaban a Faustina, o como camino intermedio hacia otras habitaciones.
Joaquín agudizó el oído en cada una de ellas, pero sólo en la del medio escuchó algo de sonido. Los seis hombres restantes se repartieron a espaldas suyas, preparados para actuar. Trévelez abrió aquella puerta con decisión, y armado con una afilada espada se encontró la escena más pavorosa que jamás había visto. Sobre una de sus paredes se encontraba Faustina, con los brazos extendidos hacia arriba y las piernas abiertas, desnuda por completo, y clavada a la misma por sus cuatro extremidades. Anthony Black se encontraba a sus pies, colocando unos vasos para recoger la sangre que goteaba de sus heridas. Al volverse hacia ellos, se incorporó con rapidez y recorrió el suelo con su mirada, hasta localizar una daga. Se abalanzó hacia el metal y lo agarró, mientras profería un alarido que estremeció a todos los presentes. Miró a Faustina y dirigió la daga hacia su corazón, al tiempo que Trévelez corría hacia él. Se interpuso y recibió en su propio vientre el filo que iba camino de la condesa con la suerte de producirle un escaso efecto. El inglés, en cambio, acogió la hoja de su espada que le atravesó de lado a lado, desplomándose en el suelo. Dos soldados le sujetaron por precaución, mientras Joaquín, junto al resto, se apresuraron a estudiar cómo podían soltar de la pared a Faustina. Seguía viva, aunque sin conocimiento. Comprobaron que los gruesos clavos, que atravesaban sus muñecas y pies, apenas cedían en un primer intento.
Trévelez descubrió con asco que en cada uno de los clavos, además de mantener colgada a la condesa, habían insertado los órganos mutilados de sus anteriores crímenes. Allí estaba el corazón del jesuita Castro medio putrefacto, el testículo y una oreja en los otros dos, y la cabeza de la pobre monja, que colgaba del último, atada a su cabello.
Faustina parecía vencida. En su abatido rostro había desaparecido la belleza; sólo lo ocupaba una sombra de angustia y de pánico. Joaquín ordenó a dos de los guardias que la mantuvieran en alto, para evitar que su propio peso siguiera ejerciendo más dolor sobre sus manos y pies. Aquello pareció producir tanto alivio en ella que hizo que despertara. Sus ojos, temerosos por encontrarse con sus verdugos, se iluminaron cuando halló la esperanzadora mirada de su amigo Trévelez. Comprobó con rubor la presencia de otros hombres a su lado, y pidió que le taparan hasta verse separada de aquel cadalso. También pidió un poco de agua.
Trévelez analizó la compleja situación. Ordenó a uno de los soldados que fuese a buscar un médico, a otro, que localizase con urgencia unas sólidas tenazas, y a un tercero le mandó que avisara al conde y a María Emilia ofreciéndoles que subieran. Aunque imaginaba el fuerte efecto que aquello les podría producir, creía en la ayuda que supondría su presencia para Faustina.
—Joaquín, retiradme cuanto antes estos repugnantes restos humanos; no puedo seguir soportando su penetrante olor.
Mientras Trévelez los separaba con su daga, apenas lograba contener las ganas de vomitar. Incapaz de imaginar el tremendo suplicio que habría padecido Faustina, Joaquín no se atrevió a preguntar qué le habían hecho antes de colgarla en tan dolorosa postura. Nada más terminar la desagradable tarea, la miró con afecto y se encontró un limpio reguero de lágrimas que brotaban de sus ojos verdes. Le acarició las mejillas pidiéndole que mantuviera su fortaleza y que tuviera paciencia.
Su marido entró a la carrera en la habitación, pero se detuvo en seco, aturdido. Vio a su mujer clavada en una de las paredes, a medio metro del suelo, y cubierta por una larga sábana blanca que le tapaba casi todo el cuerpo a excepción de los brazos. Un fino reguero de sangre a medio coagular descendía pegado a la pared, por debajo de cada mano. Sus ojos reflejaban la tremenda angustia pasada, y su rostro el agotamiento físico.
Cada poco tiempo sus brazos se agitaban de un modo involuntario por el efecto de los agudos calambres que contraían sus músculos.
Tras unos pocos segundos, apareció María Emilia. Al ver la escena, la mujer no pudo evitar un grito de espanto. Se abrazó a Joaquín para saber cuál era la gravedad de su amiga. En susurros, Joaquín le dijo que si no conseguían bajarla en pocos minutos podría fallecer allí mismo. En un pavoroso silencio, y a la espera de poder hacer algo más útil que estar mirándola, sólo se escuchaba un extraño borboteo a ritmo de la dificultosa respiración de Faustina, lo que hacía temer un peligroso encharcamiento de sus pulmones.