Empezó a diseccionarle la piel a lo largo de su pecho izquierdo, para luego dibujar, por debajo de él, un segundo corte que terminaba de dar forma a la cruz.
—¡Que por esta cruz de San Bartolomé se abra vuestro corazón a los buenos sentimientos!
Las dos mujeres parecían ebrias de impiedad. Se reían de él, se deleitaban en su dolor como si de un sabroso manjar se tratase, y chillaban cuando parecía estar a punto de desmayarse, para no permitirle ni un solo segundo de inconsciencia.
Ambas pasaban sus dedos por las heridas, pintándose después cruces por brazos, cara y escotes.
La mano de Beatriz que sujetaba el puñal se dirigió de nuevo hacia él. El religioso la miraba aterrorizado, pidiéndole a Dios que le regalara una muerte rápida.
—Os liberaremos de vuestro error por medio del mismo martirio que sufrió santa Justina; como el que provocasteis a mi propia madre. El mal os abandonará a través de las cruces que hemos marcado en vuestra piel; para que nunca más os acerquéis a él. Pero antes, quiero que sea purgada vuestra traición ante mí. —Beatriz blandía como una posesa el puñal practicándole nuevas cruces por todo su cuerpo.
—Sois las hijas de Satanás. —El hombre no pudo soportar tanto dolor y espanto, y explotó a llorar como un niño—. ¡Acabad ya conmigo! Os lo suplico —gimoteó espantado por su crueldad.
—Atenderé vuestros deseos con placer, pero habéis de responder a una última pregunta: ¿Faustina influyó en vos para interponer aquella delación?
El hombre pensó en las terribles consecuencias si daba una respuesta positiva, por lo que decidió seguir callado.
—Este silencio es prueba suficiente para mí. Ahora estoy más segura de su participación, y lo pagará.
Las dos mujeres se miraron, sujetaron con ambas manos el puñal apuntándolo después hacia su corazón. Se lo fueron clavando despacio, sintiendo la contracción de sus músculos, el calor de su sangre por sus manos, hasta tocar el vital órgano. Lo empujaron más a fondo, a la vez, y allí lo mantuvieron hasta que su corazón dejó de palpitar.
El hombre murió pronto, exhalando una mezcla de burbujas de aire y sangre, pidiéndole a Dios que le acogiera en su reino.
Beatriz se arrodilló, alzó los brazos y miró hacia un punto indeterminado. Amalia la imitó al instante.
—¡Madre!, acabo de vengar tu muerte. ¡Padre!, esta vida te la ofrezco como prenda de su traición. Señor de la oscuridad, tu voluntad se ha cumplido y nuestros corazones están felices por ello. Padres, en vuestro recuerdo os ofreceré una nueva víctima; a Faustina. Fue cómplice de vuestro sacrificio, y no debo permitir que el mal siga dentro de ella. La liberaré de él, mediante su muerte, con la ayuda de san Bartolomé.
Se deshicieron del cuerpo introduciéndolo con enorme esfuerzo en el interior de una barrica de buen tamaño, que por suerte encontraron casi vacía de vino.
Decidieron que, a la mañana siguiente, Amalia pediría ayuda a un par de pajes para transportarlo en carreta y deshacerse de él en algún punto discreto del río Manzanares, con la excusa de que estaba avinagrado. Sirviéndose de trapos y agua, limpiaron todos los restos de sangre que fueron capaces de ver e hicieron lo mismo con sus cuerpos. Metieron con el muerto todo aquello que pudiera recordar lo ocurrido y se aseguraron de dejarla bien cerrada.
—Estoy muy orgullosa de ti, Amalia. Cuando tus manos actuaban, me sentía en ellas, y cuando tus ojos atravesaban su conciencia, me veía en ellos. Hemos conseguido evitar al mundo la presencia de un ser despreciable: ¿Cómo te encuentras?
—No puedo olvidar lo que mi padre os causó. Me debo tanto a vos, que lo que acabo de hacer lo haría cien veces más si vos me lo pidieseis —le acarició, quitándole un resto de sangre seca de su frente—, aunque he de reconocer, que si la obediencia fue lo que me empujó en un principio, ya no es el exclusivo motivo que mueve mi voluntad. Mi entrega a esta bella y noble acción de venganza, es ahora racional, total, y reconozco que también placentera. Haré todo lo que vos deseéis de mí.
—Me alegra oírte hablar así. Recuerdas ese cuadro que he venido pintando desde hace tiempo, ¿verdad?
—El martirio de santa Justina; idéntico al padecido por vuestra madre —contestó Amalia.
—Quiero vivirlo de nuevo, Amalia. Será mañana por la tarde, cuando hagamos una visita a mi madre adoptiva. De todos los verdugos que asistieron a su crimen, ya he puesto rostro a dos; a la nobleza, con la condesa de Valmojada por su directo apoyo a la persecución de los masones que condujo a la detención de mi padre, y el de Parejas, por ser su delator y miembro del otro estamento que inspiró aquel decreto de prohibición, la Iglesia.
»Aún me falta poder dibujar otro rostro más; el que testimonie la participación del poder, del gobierno, de las influencias de Ensenada. Y ese tiene que ser el de Faustina, la falsa madre que he tenido desde entonces, la misma que, según he terminado de saber hoy, instigó la delación de mi padre, la que estuvo presente aquella noche al lado de Somodevilla. —Beatriz hizo un gesto, como si se clavase un puñal en el corazón—. Morirá igual que mi madre; como lo hizo también santa Justina.
—Si creíamos que con la detención y muerte de los masones y la captura de los gitanos se iba a dar fin a la serie de asesinatos que tanto nos ha conmocionado, por desgracia, este nuevo hecho demuestra lo muy equivocados que estábamos.
Trévelez contemplaba, atónito, el interior de una cuba de vino que se había estancado a orillas de un meandro del río Manzanares junto a María Emilia, a la que acompañaba en su habitual paseo por Recoletos cuando había sido informado del hallazgo.
—Detuvimos a Thomas Berry hace algo menos de una semana —observó con más atención el estado del cadáver—, y por su estado este hombre no lleva ni veinticuatro horas muerto.
Ordenó a sus ayudantes que extrajesen el cuerpo del interior del barril. Entre tres, tiraron con precaución de los brazos para liberarle de aquella prisión de madera. Como el cuerpo del fallecido se había hinchado, la presión que éste ejercía sobre las paredes estaba dificultando la operación.
Tras varios esfuerzos apareció un hombre desnudo con heridas por casi todo su cuerpo y una más mortal a la altura del corazón. Los restos de suciedad y la inflamación de su rostro hacían más difíciles las tareas de reconocimiento, pero aun así aquella cara no resultaba desconocida a Trévelez.
—No lo mires, querida; ¡su aspecto es repugnante!
María Emilia le desobedeció y se fijó en las heridas de su cabeza.
—Joaquín, ¿te has fijado en su frente, o en la forma que le han seccionado los labios? Parece como si le hubieran querido dibujar una…
—Una cruz, sí —le cortó Trévelez—; una cruz invertida. El mismo símbolo que presentaba en las manos la condesa de Valmojada.
—O muchas cruces. Observa sus piernas, el pecho, los brazos. Aunque están algo difuminadas por la suciedad, me da la impresión de que todas sus heridas tienen idéntica forma.
Trévelez ordenó a un soldado que trajese un cubo con agua del río.
Se ayudó de un palo para darle la vuelta a sus manos. En sus palmas descubrieron dos nuevas cruces.
María Emilia recordó aquella conversación que había mantenido con Beatriz en el cementerio, cuando asistían al entierro de la condesa de Valmojada.
—Ahora que lo recuerdo, no he llegado a hablarte de un curioso comentario que Beatriz me hizo no hace mucho tiempo, pues con las detenciones de los masones creí que todo había terminado y perdió su importancia, pero ahora…
—¿A qué te refieres?
Al rociar el cuerpo con el agua que acababan de traer, quedaron al descubierto seis nuevos cortes.
—¿Has oído hablar de la cruz de San Bartolomé?
—No. Pero ¿qué tiene que ver eso con Beatriz?
—Por lo visto el apóstol Bartolomé fue crucificado boca abajo y también desollado. Ella me lo contó cuando todavía buscábamos un significado a las cruces de la condesa. Por lo visto, en no sé qué libro, leyó que durante los primeros siglos del cristianismo algunos se marcaban las palmas de las manos con ellas, como si fueran talismanes, en la creencia de que esa cruz poseía un cierto poder contra la acción del demonio.
Mientras la escuchaba, Joaquín vertió más agua sobre la cabeza del fallecido. Sus facciones aparecieron por debajo del lodo, y su identidad surgió de inmediato.
—¡Es el padre Parejas, el capellán de los condes de Benavente! —exclamó con sorpresa—. ¿Lo conoces?
—Apenas le he saludado tres o cuatro veces —contestó María Emilia—, pero me viene a la mente una conversación con Ensenada, que le tuvo de protagonista. Somodevilla me explicó que Parejas fue quien firmó la delación ante el Santo Oficio contra su ayuda de cámara y padre de Beatriz, Antonio Rosillón, por pertenecer a la masonería. Joaquín, no me parece descabellado pensar que nos encontramos frente a una nueva venganza masónica.
Sin comentarlo en voz alta, a María le inquietó que el nombre de Beatriz volviera a aparecer por segunda vez a lo largo de la conversación.
—¿Qué puede significar todo esto, cuando sabemos que los dos masones no han podido ser los autores de este nuevo crimen?
Desde que fue avisado del hallazgo, Trévelez no había dejado de hacerse la misma pregunta.
—Pienso que podría existir un tercer masón, o incluso alguno más. Lo digo porque tras su detención, Thomas Berry se inculpó de todos los asesinatos, salvo del de la condesa de Valmojada. En su declaración aportó numerosos detalles; suficientes y tan precisos como para que desapareciera cualquier duda sobre su autoría. Sin embargo, en el caso de la condesa, creo que no ha mentido cuando asegura no haber participado en él.
—¿Quieres decir que podemos estar ante otro grupo que ha estado actuando en paralelo?
—Puede ser, María. Encuentro demasiadas similitudes entre éste y el crimen que le precede. Si lo pensamos bien, esas extrañas cruces no habían aparecido hasta ahora, y ninguno de los dos han presentado mutilaciones, a diferencia de lo que ocurrió con los primeros. Creo que nos enfrentamos a una segunda banda de masones, que actúa de un modo diferente pero con idénticos motivos; asesinar a los que les han perseguido, como es el caso del padre Parejas, o intervinieron en su prohibición y posterior espionaje, como ocurre con el conde de Valmojada, íntimo de Ensenada, cobrándoselo con la vida de su mujer.
—Deberíamos ir a casa de Francisco y Faustina para ponerles al corriente de lo ocurrido con su capellán.
—Estoy de acuerdo María Emilia. Tú espérame en el carruaje. Antes de partir, he de organizar con mis hombres los últimos detalles.
María Emilia subió la cuesta que le separaba de la carroza y se acomodó en su interior. Cerró los ojos para pensar sobre lo acontecido. Con inquietante oportunidad, recordó la violenta muerte de su hijo adoptivo Braulio, junto al irrefrenable sentimiento de venganza que provocó en ella.
Se volvió a ver en su cama, de nuevo acostada, durante días y días, cuando el único pensamiento y deseo que la reconfortaba era dar muerte a sus autores. En su imaginación les había sometido a terribles martirios, regodeándose en sus lentas agonías, dulcificándose en su dolor. En realidad, y durante aquellos largos días, lamentaba que aquellas imágenes sólo vivieran en su cerebro, que no pudieran degustar el verdadero sabor de la venganza en la realidad.
No habían pasado ni cinco minutos cuando apareció Joaquín. De inmediato dio la orden para que les llevasen hasta el palacio de los condes de Benavente.
María Emilia seguía ensimismada en sus conjeturas. A su saludo, respondió con una enigmática pregunta.
—¿Qué es la venganza para ti?
Trévelez, aturdido, pensó que estaba demasiado afectada por lo que acababa de ver.
—¿Una mala reacción ante un hecho doloroso?
—No me contestes con otra pregunta. ¿Crees que se trata sólo de eso?
—Supongo que sí. ¿Qué te dice a ti?
—Que es la forma de energía más excepcional que el hombre es capaz de producir y la más negativa de todas. Como la he vivido después de lo ocurrido con Braulio, puedo asegurarte que su fuerza llega a anularte por completo. Es la peor excusa que disponemos los hombres para realizar las acciones más atroces. Es el sentimiento más opuesto al amor. Comparten idéntico poder e intensidad, pero con la diferencia de su primera inspiración. He llegado a la conclusión de que detrás de la venganza se encuentra la representación más elevada del mal, como en el amor lo está la del bien.
—Te sigo, pero no sé adónde pretendes llegar. —Joaquín procuraba entender sus disquisiciones.
—A una crítica conexión. El deseo de dar muerte con mis propias manos a los responsables que destruyeron la vida de mi hijo y quebraron la mía, llegó a ser tan intenso, que si no lo hice tan sólo fue por una falta de oportunidad.
—Es el dolor que uno siente en esos casos; la rabia provocada por la impunidad de la acción… Saber que uno no puede dar marcha atrás en el tiempo…
—También, Joaquín, pero es algo más. Con la venganza el mal entra en ti y te posee. Para él, es su soplo de vida; la razón última de su ser. Su propia existencia se originó al no atender la voluntad de Dios, como venganza por haber sido expulsado del cielo. Es así como está escrito en los Santos Libros. Creo que si existe ese ser maligno, se hace carne en cada hombre cuando te embriagas con ese tipo de sentimiento. El mal es el responsable último de producir esa terrible energía, una fuerza que supera a la voluntad humana.
Le miró con una expresión profunda, sentida.
—Eso es lo que a mí me pasó; no sabía reconocerme. Su maldad me había cubierto con su sombra y no conseguía sacar de mi corazón ningún sentimiento noble, pues él no lo permitía.
—Con todo esto, ¿quieres decir, que todos esos crímenes han sido cometidos por hombres que están poseídos por el diablo? ¿Excusas de algún modo su barbarie?
—No sólo eso, que en parte sí. —Le agarró de las manos y las arrastró hacia sus mejillas, con un gesto tan lleno de complicidad como de ansias de ser comprendida—. Ya sabemos la razón principal que le impulsó a cometer los pasados asesinatos: la venganza. Eligieron a los que creyeron responsables de la destrucción de su sociedad. Y la prueba de su perversión, de su diabólica dominación, ha sido el empleo de varios símbolos satánicos, aunque ya son casos cerrados. Ahora, nuestro problema reside en no saber quién está detrás de estos dos últimos o, mejor aún, quién puede acumular la suficiente necesidad de venganza como para acometerlos.