Deambuló por una avenida arbolada desde la cual podía verse todo el Valle de los Templos y, al fondo, la línea del mar. ¡Nada que ver con los paisajes casi suizos de Mascalippa! Cuando regresó a la plaza, vio que había un autocar parado con la indicación «Montelusa-Vigàta» en uno de sus costados.
Las puertas estaban abiertas. Subió por la de delante y, en el primer peldaño desde el cual se podía ver el interior del vehículo, se detuvo. Lo que lo indujo a detenerse no fue el hecho de que el autocar estuviera vacío a excepción de una pasajera, sino el hecho de que aquella pasajera fuese nada menos que la chica del tribunal.
Estaba en uno de los dos asientos situados detrás del conductor, el de la ventanilla, miraba fijamente hacia delante y no parecía haberse dado cuenta de la presencia de un pasajero que permanecía de pie en la escalerilla. De hecho, Montalbano se estaba preguntando si no convendría recurrir a una provocación para convertir en efectiva la presencia-ausencia de la chica, yendo a sentarse precisamente a su lado cuando en el autocar había cuarenta y nueve plazas libres.
Pero ¿qué motivo tendría para comportarse de aquella manera? ¿Qué hacía la muchacha de malo? No hacía nada. ¿Pues entonces?
Subió y fue a sentarse en uno de los otros dos asientos delanteros: aunque fuera de perfil, desde allí podía seguir viendo el rostro de la chica. Inmóvil, ella sujetaba el bolso sobre las rodillas con ambas manos.
El chofer se dirigió a su asiento y puso en marcha el motor. Y justo en aquel momento se oyeron unos gritos:
—¡Pare! ¡Pare!
Unos cuarenta y tantos japoneses, todos sonrientes, todos con gafas y todos con la cámara fotográfica en bandolera, precedidos por una agobiada guía, corrieron al abordaje del autobús y ocuparon todas las plazas vacías.
Sin embargo, ningún japonés se sentó ni al lado de Montalbano ni de la chica. El autocar inició la marcha.
En la primera parada no bajó ni subió nadie. Los japoneses se disputaban las ventanillas para disparar fotografías en una guerra en la que no faltaban los golpes, aunque todo se hiciera con las armas de una letal cortesía. En la segunda parada, el conductor tuvo que levantarse para ayudar a subir a una pareja de casi centenarios.
—Usted siéntese aquí —le dijo el chofer a Montalbano, señalándole el asiento del lado de la chica.
El comisario obedeció y los dos viejos pudieron acomodarse juntos y compadecerse mutuamente.
La joven no se había movido en absoluto, y para ocupar el asiento, Montalbano tuvo necesariamente que rozarle la pierna, pero ella no reaccionó al contacto y se limitó a dejar la pierna donde estaba. Azorado, el comisario orientó su cuerpo hacia el pasillo central.
Por el rabillo del ojo le miró las compactas tetas, que subían y bajaban debajo del vestidito de algodón al ritmo de su respiración, y sobre aquel movimiento sintonizó el oído. Era un truco que le había enseñado el comisario Sanfilippo: lograr percibir un rumor haciendo que el oído se armonizara con la vista. En efecto, poco a poco, por encima del parloteo de los japoneses, por encima del ruido del motor, empezó a percibir cada vez con más claridad la respiración de la chica. La cual era prolongada y regular, casi como si estuviera durmiendo. Pero ¿cómo armonizar aquella respiración con la petición desesperada, sí, desesperada, que se leía en sus ojos? Las manos que aferraban el bolso tenían unos dedos largos, ahusados y elegantes, pero su piel estaba martirizada por las duras tareas del campo; las uñas rotas aquí y allá conservaban todavía unos vestigios de esmalte rojo. Estaba claro que desde hacía algún tiempo la chica no se cuidaba. Y otra cosa observó el comisario, otra contradicción con su aparente compostura: el pulgar de la mano derecha temblaba de vez en cuando sin que ella se diera cuenta.
En la parada de los templos la comitiva japonesa bajó. El comisario habría podido cambiar de sitio y ponerse más cómodo, pero no se movió. Tras haber dejado atrás la señalización que indicaba el comienzo del territorio de Vigàta, la chica se levantó.
Se mantuvo un poco inclinada para no golpearse la cabeza contra la redecilla del equipaje. Estaba claro que pretendía bajar, pero se quedó mirando a Montalbano sin pedirle permiso ni abrir la boca. El comisario tuvo la sensación de que ella no lo miraba como a un hombre sino como a un objeto, un obstáculo indefinido. Pero ¿dónde tenía él la cabeza?
—¿Quiere pasar?
La chica no dijo ni que sí ni que no. Entonces Montalbano se levantó y salió al pasillo para dejarle sitio. Ella llegó a la altura de la escalerilla y allí se paró, sujetando el bolso con una mano mientras apoyaba la otra en la barra metálica que discurría delante de los dos asientos donde permanecía la pareja de ancianos.
Tras recorrer unos cuantos metros, el chofer se detuvo, accionó la puerta automática y la chica bajó.
—¡Un momento! —dijo Montalbano, con un tono de voz tan agudo que el conductor se giró a mirarlo con extrañeza—. No cierre, tengo que bajar.
La decisión había sido repentina. Pero ¿qué estupidez estaba haciendo? ¿Por qué estaba tan obsesionado? Miró a su alrededor; se encontraba en la antigua periferia de Vigàta, donde no había edificaciones nuevas ni rascacielos enanos, sino tan sólo casas ruinosas o que todavía se mantenían en pie sostenidas por las vigas, casas habitadas por gente que vivía pobremente, no de las tareas portuarias o los negocios de la ciudad, sino de los cultivos del mísero campo de la zona interior del pueblo.
La chica caminaba lentamente por delante de él, casi como si no le apeteciera regresar. Mantenía la cabeza inclinada como si estuviese contemplando con atención la tierra que pisaban sus pies. Pero ¿veía realmente la tierra que miraba? ¿Qué veían realmente sus ojos?
Giró a mano derecha, adentrándose en una especie de callejón que de noche debía de ser una escenografía ideal para una película de fantasmas. A un lado, una hilera de almacenes sin puertas y con los techos hundidos; al otro, una serie de casuchas deshabitadas y agonizantes. No pasaba literalmente ni un perro.
«Pero ¿qué estoy haciendo aquí?», se preguntó el comisario como despertando de una pesadilla.
E hizo ademán de volver atrás. Pero justo en aquel momento la chica se tambaleó, pareció perder el equilibrio, soltó el bolso y se vio obligada a apoyarse en la pared de una casa. En un primer momento, el comisario no supo qué hacer. Pero inmediatamente después comprendió con toda claridad que la joven debía de haber sufrido un mareo o algo parecido, no había dado un traspié ni había tropezado con ninguna piedra. En cualquier caso necesitaba ayuda, y ahora su intervención estaba más que justificada. Se le acercó.
—¿Se encuentra mal?
El fuerte grito que emitió la muchacha al oír su voz fue tan repentino y desgarrador que Montalbano, pillado por sorpresa, saltó hacia atrás, asustado. La chica no lo había oído acercarse y sus palabras la habían devuelto de golpe a la realidad. Ahora miraba al comisario con los ojos muy abiertos y lo veía como lo que era, un hombre, un desconocido que acababa de decirle algo.
—¿Se encuentra mal? —repitió él.
Ella no contestó. Empezó a inclinarse hacia delante como a cámara lenta, con el brazo extendido y la mano abierta para recoger el bolso.
Montalbano fue más rápido que ella y lo cogió primero. Su intención era hacer un gesto de cortesía y por eso lo sorprendió la reacción de la muchacha, que, utilizando esa vez las dos manos, trató de arrebatárselo.
Instintivamente, Montalbano lo retuvo con fuerza. La muchacha lo miró a los ojos y él leyó en ellos una desesperación decididamente salvaje. Durante unos momentos, ambos se entregaron a un absurdo y ridículo tira y afloja sin palabras. Después, tal como era de prever, la costura lateral del bolso se abrió y todo lo que había dentro cayó al suelo. Un objeto muy pesado golpeó el dedo gordo del pie izquierdo del comisario, que dobló la cabeza para mirar. Vio fugazmente un revólver de gran tamaño, pero la chica, que ya había recuperado una gran rapidez de movimientos, se le adelantó a recogerlo. Montalbano la agarró por la muñeca, se la torció, pero el revólver se mantuvo firmemente en la mano de la chica. Entonces el comisario, con todo el peso de su cuerpo, la empujó contra la pared y la inmovilizó de tal manera que la mano que sujetaba el revólver y la suya que le agarraba la muñeca se encontraron fuertemente apretadas entre la pared y la espalda de la chica. Esta reaccionó con la mano libre, arañando el rostro de Montalbano. El comisario consiguió agarrársela también por la muñeca y mantenerla en alto, empujándola contra la pared al igual que la otra. Ambos jadeaban como unos amantes que estuvieran haciendo el amor; Montalbano, con la parte inferior del cuerpo entre las piernas separadas de la chica, comprimía fuertemente su vientre y su pecho, y el olor un tanto áspero de su sudor no le resultaba en modo alguno desagradable, ni siquiera en aquella situación. Que no parecía tener ninguna salida. De pronto el comisario oyó a su espalda un ruido de frenos y una voz que gritaba:
—¡Quieto ahí, marrano! ¡Policía! ¡Deja a la chica!
Y entonces comprendió que aquel policía creía estar presenciando un acto de violencia carnal, un estupro. La confusión estaba más que justificada. Volvió ligeramente la cabeza y reconoció a uno de sus hombres, el agente Galluzzo. Galluzzo lo reconoció a su vez y se quedó petrificado.
—Co... co... co... —balbució. Quería decir «comisario», pero en su lugar estaba cacareando como una gallina.
—¡Ayúdame! ¡Va armada! —exclamó Montalbano entre jadeos.
Galluzzo era hombre de decisiones rápidas. Sin decir ni pío, soltó un puñetazo contra la barbilla de la chica. Ésta cerró los ojos y cayó desmayada, resbalando por la pared. Montalbano la sujetó con delicadeza, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para apoderarse del revólver. Los dedos de la chica se negaban a soltar el arma.
El carnet de identidad, caído al suelo junto con las demás cosas que contenía el bolso, decía sin posibilidad de error que Rosanna Monaco, hija de Gerlando y de Concetta Marullo, domiciliada en Vigàta, via Fornace 37, era desde hacía pocos meses mayor de edad. El carnet era muy nuevo, señal de que la chica se lo había sacado nada más cumplir la mayoría de edad. Ante la ley era, por tanto, plenamente responsable de sus actos. Estaba sentada en una silla delante del escritorio del comisario, con la cabeza gacha mirando al suelo y los brazos colgando, y desde hacía dos horas no había manera de que abriese la boca.
—¿Quieres decirme de quién es el revólver?
—¿Lo tenías como defensa?
—¿De quién querías defenderte?
—¿Lo tenías para pegarle un tiro a alguien?
—¿A quién querías pegarle un tiro?
—¿Por qué esperabas a la entrada del tribunal?
—¿Esperabas a alguien?
Nada. Después de la fuerza, la agilidad, la rapidez repentinamente recuperada durante aquel silencioso forcejeo que a Montalbano le había parecido en algunos momentos un intento de relación amorosa, la joven había regresado a aquella especie de atormentada impasibilidad que había despertado la curiosidad del comisario ya desde la primera vez que la viera. Sí, Montalbano sabía muy bien que «atormentada impasibilidad» era un estúpido oxímoron, pero no encontraba otras palabras para definir lo que la actitud de Rosanna le evocaba.
Tomó una decisión; no podían seguir adelante de aquella manera.
—Colócala en régimen de seguridad —le ordenó a Galluzzo, que estaba sentado delante de la máquina de escribir para redactar el acta y sólo había conseguido teclear la fecha—. Y llévale algo de comer y beber. —Y después, levantando la voz, añadió—: Yo voy a hablar con sus padres.
Había anunciado claramente su intención de forma deliberada, pero la chica ni siquiera pareció haberlo oído. Antes de abandonar la comisaría, le preguntó a Fazio dónde estaba la via Fornace, le dijo que hiciera unas cuantas cosas, salió, subió al coche y se fue.
La calle era la segunda a la derecha después de aquella en la cual se había producido el incidente del revólver. No estaba asfaltada y era más bien un sendero. El número 37 era una casa de una sola planta con un almacén al lado ligeramente más espacioso que una caseta de perro, pero menos ruinosa que las demás. La puerta no estaba cerrada, y a medida que se acercaba, Montalbano oyó un confuso y alterado griterío cada vez más fuerte. Desde el umbral, creyó encontrarse delante de algo intermedio entre una guardería infantil y una escuela de primaria. Allí dentro había como media docena de chiquillos entre uno y siete años.
Junto a los fogones de una cocina de leña había una mujer de edad indefinida que tenía en brazos a un recién nacido. No se veía un teléfono, no se veía un frigorífico, no se veía un televisor. Pero no se trataba de pobreza, pues los críos iban adecuadamente vestidos y del techo colgaban toda una serie de quesos y salchichones; debía de tratarse de atraso, de una mentalidad atrincherada en la ignorancia.
—¿Qué quiere? —preguntó la mujer.
—Soy Montalbano, comisario de policía. ¿Está su marido?
—¿Qué quiere de mi marido?
—¿Está o no está?
—No, siñor, no está. Está en el campo, trabajando con los hijos mayores.
—¿Y cuándo volverá?
—Esta tarde cuando oscurezca.
—¿Usted es la señora Concetta Marullo?
—Sí, siñor.
—¿Tiene una hija llamada Rosanna?
—Tingo esa disgracia.
—Mire, hemos detenido a su hija porque...
—Mi importa un carajo.
—No he entendido.
—Pues yo si lu ripito: mi importa un carajo. Pa mí, la puede ditener, mitirla en la cárcel, llevarla a la horca...
—¿Vive aquí con ustedes?
—No, siñor, hace tris años la eché de casa.
—¿Por qué?
—Porque es una disvirgunzada.
—¿Por qué dice que es una desvergonzada? ¿Qué ha hecho?
—Lo que hizo, hizo.
—¿Y sabe dónde vive ahora?
—Aquí al lado. Mi marido, que tiene buen corazón, li dio la pucilga para durmir. Y ella istá bien allí porque la pucilga es su virdadera casa.
—¿Podría verla?
—¿La pucilga? Pues claro. La puerta no está cerrada.
—Oiga, ¿sabe si su hija tiene algún motivo para sentir rencor contra alguien?
—¿Y yo qué coño sé? Le digo que hace años que no la trato. No sé nada.
—Una última pregunta: ¿su marido tiene un arma?
—¿Qué arma?