—¿Dónde puedo cortarme el pelo? —le preguntó a Fazio una mañana con el mismo tono con que alguien podría preguntar dónde está la empresa de pompas fúnebres más cercana.
—El mejor para usted es el salón de Totò Nicotra.
—¿Qué significa el mejor para mí? Vamos a aclararlo, Fazio. Yo jamás pondré los pies en un salón todo lleno de espejos y dorados, en un sitio de lujo; lo que yo quiero...
—... es un salón discreto, un poco a la antigua —dijo Fazio, terminando la frase por él.
—Exactamente —confirmó Montalbano, mirándolo con admiración.
—Por eso le he dicho Totò Nicotra.
Aquel Fazio era un policía de verdad: le bastaba apenas nada para conocer por dentro y por fuera a una persona.
Cuando llegó a la barbería de Nicotra, no había clientes. El barbero era un sexagenario más bien taciturno y melancólico. Hasta que llegó a la mitad del corte no abrió la boca. Después se atrevió a preguntar:
—¿Qué tal se encuentra en Vigàta, comisario?
A aquellas alturas, ya todo el mundo lo conocía. Y de esa manera, hablando y hablando, se enteró de que uno de los chalets de Marinella estaba libre porque el hijo de Nicotra, Pippino, se había casado en Nueva York con una americana que hasta le había encontrado un trabajo.
—¡Pero vendrá en verano a pasar las vacaciones!
—No, señor. Ya me ha dicho que el verano va a pasarlo en Miami. ¡El hijo se acabó! ¡Y yo que lo hice enlucir y limpiar para nada!
—Bueno, siempre podrá ir usted.
—¿A Miami?
—No; me refería al chalet.
—A mí no me gusta el aire del mar. Mi mujer es de Vicari, ¿lo conoce?
—Sí, es un lugar alto.
—Justamente, mi mujer tiene una casita allí. Vamos de vez en cuando.
Montalbano sintió crecer la esperanza en su corazón. Cerró los ojos y se lanzó en picado:
—¿Su hijo estaría dispuesto a alquilármelo para todo el año?
—¿Y qué pinta aquí mi hijo? Me dio las llaves y me dijo que hiciera lo que quisiera.
—Mery, ¿a que no sabes la novedad? ¡He encontrado una casa!
—¿En el pueblo?
—No, un poco apartada. Un chalet de tres habitaciones, cocina y cuarto de baño. En la playa de Marinella, a pocos metros del mar. Tiene un solárium y una galería en la parte de delante donde se puede cenar por la noche. Una maravilla.
—¿Ya te has instalado allí?
—No, a partir de pasado mañana. He llamado a Mascalippa para que me envíen mis cosas.
—Tengo ganas de verte.
—Yo a ti también.
—Oye, el sábado que viene podría ir a Vigàta por la tarde. Y regresar a Catania el domingo por la noche. ¿Qué te parece? ¿Quieres alojarme?
El día siguiente era jueves. Un día precioso que lo puso de buen humor. Al entrar en su despacho de la comisaría, vio encima de la mesa una especie de tarjeta dirigida a él con el membrete del Tribunal de Montelusa. La fecha correspondía a quince días atrás. Había tardado quince días en recorrer los seis kilómetros de distancia entre Vigàta y Montelusa. Lo convocaban para el lunes siguiente a las nueve. Se le pasó la alegría de golpe, no le gustaba tener que tratar con jueces y abogados. ¿Qué coño querían de él? En la tarjeta no decía nada, excepto la sección en la que debería presentarse, la tercera.
—¡Fazio!
—A sus órdenes,
dottore
.
Le mostró la citación del tribunal. Fazio la leyó y después miró al comisario con expresión inquisitiva.
—¿Podrías averiguar de qué se trata?
—Pues claro.
Regresó al cabo de unas dos horas.
—
Dottore
, antes de iniciar su servicio aquí, usted pasó casualmente por este lugar, ¿verdad?
—Sí —reconoció Montalbano.
—¿Y fue testigo de una discusión entre dos automovilistas?
¡Cierto! Lo había olvidado por completo.
—Sí.
—Lo llaman a declarar.
—¡Vaya, menuda lata!
—
Dottore
, se ve que usted es un buen ciudadano. Y los buenos ciudadanos que declaran suelen tropezar con molestias. Por lo menos por esta zona.
¿Acaso Fazio le estaba tomando el pelo?
—Entonces, ¿sería mejor no declarar?
—
Dottore
, pero ¿qué preguntas me hace? Si tengo que hablar como policía, declarar es un deber. Pero si hablo como ciudadano, digo que declarar es siempre una gran molestia. —Hizo una pausa—. Y a veces una molestia lleva a otra, como cuando se comen cerezas.
—¡Pero si es una chorrada! Fue un incidente trivial; un prepotente le rompió la nariz a un...
Fazio levantó una mano para interrumpirlo.
—Conozco la historia porque me la ha contado el guardia urbano.
—¿El que anotó el número de la matrícula?
—Sí, señor. Me dijo que él había apuntado mal el número y que usted se lo hizo corregir.
—¿Y qué?
—De no haber sido por usted, que era la segunda vez que venía a Vigàta y todo el mundo sabía ya que era comisario, el número equivocado habría sido correcto.
Montalbano lo miró desconcertado.
—Pero ¿qué coño estás diciendo?
—
Dottore
, el guardia dice que era bueno que aquel número se anotara mal.
Montalbano empezó a ponerse nervioso.
—Fazio, me estás haciendo un razonamiento incomprensible. ¿Podrías hablar claro, por favor?
Él contestó con una pregunta:
—¿Puedo cerrar la puerta?
—Ciérrala —asintió perplejo Montalbano.
Fazio cerró y tomó asiento en una de las dos sillas que había delante del escritorio.
—Mientras acompañaba al anciano a urgencias, el guardia trató de convencerlo para que no presentara una denuncia. Pero el viejo, que vive en Caltanissetta, se empeñó en hacerlo.
—Perdóname, Fazio, pero ¿ese guardia es un fraile franciscano? ¿Alguien que busca la paz universal?
—Busca la paz, eso sí, pero no la paz eterna.
—Fazio, nosotros dos nos conocemos poco. Pero si dentro de tres minutos no me lo explicas todo con claridad, te agarro por los hombros y te echo de este despacho. ¡Y presenta un informe a quien te dé la gana, al sindicato, al jefe superior, al Papa!
Fazio se introdujo tranquilamente una mano en el bolsillo, sacó un trocito de papel doblado en cuatro, lo extendió, lo alisó y leyó.
—Giuseppe Cusumano, hijo de Salvatore y de Maria Cuffaro, nacido en Vigàta el dieciocho de octubre de...
Montalbano lo interrumpió.
—¿Quién es?
—El que soltó la hostia.
—¿Y a mí qué coño me importan sus datos personales?
—
Dottore
, su madre Maria Cuffaro es la hermana menor de don Lillino Cuffaro, y Giuseppe es el nietecito predilecto de abuelo, don Sisìno Cuffaro. ¿Me he explicado?
—Perfectamente.
Ahora lo entendía todo. El guardia temía enfrentarse con el retoño de una familia mafiosa como la de los Cuffaro y por eso había transcrito el número de la matrícula voluntariamente equivocado. De esa manera, jamás se habría podido identifica al agresor.
—Muy bien, gracias, puedes retirarte —le dijo secamente a Fazio.
El viernes por la mañana hizo la maleta, en realidad eran tres y bastante grandes, por cierto, las colocó en el coche, pagó la cuenta y se fue a su casa de Marinella. Le parecía increíble. La víspera, el barbero Nicotra le había entregado las llaves y él no había resistido la tentación y había pasado por allí antes de irse a dormir por última vez al hotel. El chalet estaba aceptablemente amueblado, no había muebles impresionantes propios de gatopardos o emires árabes, es más, todo obedecía a cierto buen gusto. El teléfono ya estaba conectado; se ve que habían tenido un poco de consideración porque era comisario. En la cocina, el frigorífico vacío funcionaba debidamente. La bombona del gas estaba por estrenar. Desde la galería, con espacio suficiente para una banqueta, dos sillas y una mesita, se accedía directamente al comedor a través de una cristalera. Tres escalones unían la galería con la playa. Montalbano se sentó en la banqueta y se pasó una hora disfrutando del aire del mar. Con qué gusto se habría quedado a dormir allí.
Tras haber dejado las maletas, volvió a subir al coche y se dirigió a la comisaría para avisar a Fazio de que tenía cosas que hacer y regresaría a última hora de la mañana. En una tienda compró sábanas, fundas de almohada, toallas, manteles y servilletas; en un supermercado hizo acopio de ollas, cazuelas y cazuelitas, cubiertos, platos, vasos y todo lo que pudiera necesitar. Además, compró algo de comida para guardar en el frigorífico. Cuando regresó de nuevo a Marinella, su coche parecía el de un vendedor ambulante. Descargó todas las cosas y se dio cuenta de que todavía le faltaban muchas más. Entonces hizo otro viaje. Llegó a la comisaría pasado el mediodía.
—¿Hay alguna novedad? —le preguntó a Fazio, que, a la espera de la llegada de un subcomisario, ejercía provisionalmente sus funciones.
—Ninguna. Ah, ha llamado un par de veces el honorable Torrisi desde Roma. Lo buscaba a usted.
—¿Y quién es ese honorable Torrisi?
—
Dottore
, es uno de los diputados elegidos aquí.
—¿Y cuántos son esos diputados?
—En la provincia hay muchos, pero los que captaron más votos en Vigàta son dos, Torrisi y Vannicò.
—¿Pertenecen a dos partidos distintos?
—No, señor
dottore
. Los dos pertenecen a la misma formación política, democristianos.
Le volvieron desagradablemente a la memoria las palabras pronunciadas por el jefe superior en el transcurso de su único encuentro con él.
—¿Ha dicho qué quería?
—No,
dottore
.
Dedicó la última hora de la tarde y parte de la noche a arreglar un poco la casa, cambiando incluso algún mueble de sitio. Antes de regresar a Marinella había ido a cenar a la
trattoria
San Calogero, tal como era ya su costumbre. Al principio de sus tareas domésticas se había sentido completamente fuerte, pero cuando se fue a dormir, tenía las piernas y la espalda destrozadas. Durmió con un sueño de plomo, denso y pesado. Despertó poco antes del amanecer, preparó café, se bebió media taza, se puso el traje de baño, abrió la cristalera y salió a la galería. Casi casi le entraron ganas de llorar: durante muchos meses en Mascalippa había soñado con una vista como aquélla. ¡Y ahora podía disfrutarla cuando quisiera! Bajó a la playa y se acercó a la orilla del mar.
El agua estaba fría, aún no era momento de bañarse. Pero disfrutó en cuerpo y alma. Al final decidió regresar al chalet y prepararse para la jornada que tenía por delante.
Llegó a la comisaría un poco tarde, pues antes de salir de casa había llevado a cabo una especie de reconocimiento general y había escrito una nota con todas las cosas que todavía faltaban. Después había pasado por un carpintero (que le había indicado Fazio, naturalmente) y había concertado una cita con él para que le cubriera toda una pared de estanterías para los libros que llegarían de Mascalippa y los que tenía intención de comprar.
Llevaba sentado detrás de su escritorio cosa de una hora cuando Fazio se presentó diciendo que el honorable Torrisi quería hablar con él.
—Pásamelo —repuso Montalbano, levantando el auricular del teléfono.
—No,
dottore
. Está aquí. Dice que llegó anoche de Roma.
¡O sea, que el honorable estaba auténticamente empeñado en tocarle los cojones!
No había ninguna ruta de fuga, lo único que se podía hacer era saltar por la ventana de la planta baja. Durante un instante estuvo tentado de hacerlo, pero después pensó que habría sido una indignidad. Y, además, ¿por qué toda aquella animadversión si ni siquiera conocía todavía al honorable e ignoraba lo que quería de él?
—Bueno, pues hazlo pasar.
El honorable era un cincuentón grueso y de baja estatura, un tanto desaliñado y con una cara tirando a sonriente que no conseguía ocultar la gélida y taimada mirada de sus ojos. Montalbano se levantó y fue a su encuentro.
—¡Queridísimo! ¡Queridísimo! —exclamó el honorable, tomando su mano y agitándole el brazo arriba y abajo con tal fuerza que el comisario temió quedarse con el hombro dislocado para toda la vida.
Lo invitó a sentarse en uno de los dos sillones de una especie de saloncito que había en un rincón del despacho.
—¿Le apetece beber algo?
—¡Nada! ¡Nada! No puedo tomar nada hasta dentro de dos meses: le he hecho una promesa a la Virgen. Me he pasado por aquí sólo para conocerlo e intercambiar unas palabras con usted. ¿Sabe?, aquí en Vigàta he recogido una abundante cosecha de votos y considero un deber moral....
—También al honorable Vannicò le fue muy bien por aquí —lo interrumpió con toda su mala idea Montalbano, poniendo cara de memo incurable de nacimiento.
—Bueno, sí, a Vannicò también... —reconoció Torrisi en voz baja. Y después añadió, repentinamente preocupado—: ¿Ya ha tenido usted ocasión de conocerlo?
—Todavía no he tenido el placer.
Torrisi pareció tranquilizarse.
—¿Sabe, comisario?, yo me preocupo mucho por los problemas, por el malestar de los jóvenes de hoy en día. Y debo reconocer, muy a pesar mío y con gran dolor de mi alma, que tampoco aquí en Vigàta las cosas van demasiado bien a ese respecto. ¿Sabe lo que falta?
—No. ¿Qué falta? —preguntó el comisario, con la cara propia de alguien a la espera de una revelación que cambiará su vida.
—Esto —respondió el honorable, tocándose con la yema del dedo índice el lóbulo de la oreja derecha.
Montalbano lo miró desconcertado. ¿Qué quería decir? ¿Que tenías que convertirte en maricón para comprender el malestar juvenil?
—Disculpe, honorable, pero no acabo de entender lo que falta.
—El oído, mi querido amigo. Nosotros no escuchamos, no estamos atentos a la voz de los jóvenes. Por ejemplo, tendemos a juzgarlos apresurada e irrevocablemente por cualquier acto que cometan, aunque sea equivocado...
Fiat lux
! ¡Y se hizo la luz! En un abrir y cerrar de ojos, Montalbano comprendió el propósito de la visita del honorable y adónde quería ir a parar.
—Y eso es un error —dijo, adoptando una severa expresión mientras se tronchaba de risa por dentro.
—¡Un gravísimo error! —corroboró el honorable, cayendo en la trampa como un pardillo—. Ya veo que usted, comisario, es una persona que comprende. ¡Ciertamente ha sido el Señor quien lo ha enviado aquí!
Torrisi se pasó media hora hablando en términos generales. Pero la esencia de su razonamiento oculto fue: «En tu declaración ante el tribunal, procura no cargar demasiado las tintas. Procura entender el malestar de un joven, a pesar de ser muy rico, a pesar de pertenecer a una poderosa familia, a pesar de haberle partido la cara a un viejo». La familia Cuffaro había enviado a su embajador plenipotenciario. Por lo visto, el otro honorable, Vannicò, era el plenipotenciario de la familia Sinagra. El jefe superior lo había comprendido muy bien.