Sin decir ni mu, Mimì Augello se levantó y abandonó la estancia.
—
Dottore
, creo que se lo ha tomado a mal —dijo Fazio.
Montalbano lo miró, lanzó un suspiro, se levantó y salió. La puerta del despacho de Augello estaba cerrada. Llamó suavemente, no hubo respuesta. Giró el tirador, la puerta se entreabrió y el comisario se asomó tan sólo. Mimì estaba sentado con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos.
—¿Te has ofendido?
—No. Pero lo que has dicho es verdad y me ha provocado una punzada de nostalgia.
Montalbano volvió a cerrar y regresó a su despacho. Fazio seguía allí.
—Ah, por cierto, ayer, mientras me dirigía a Piano Torretta, por el tráfico que había me vi obligado a pasar por Ciuccàfa. Y en el tejado del chalet de los Sinagra vi instalada una antena parabólica.
—¿En el tejado del chalet de los Sinagra?
—En el tejado del chalet de los Sinagra.
—¿Una antena parabólica?
—Una antena parabólica. Y deja de repetir mis palabras, de lo contrario el diálogo no podrá seguir adelante.
—Pero ¿no está deshabitado?
—Parece que no. Averigua a quién lo han alquilado. Y comunícamelo esta tarde.
—¿Es importante?
—No es que sea importante, pero tengo curiosidad. Lo que sí es importante, en cambio, es saber el porqué de las constantes peleas entre Belli y su cuñado Gerlando.
A las cuatro de la tarde llamó a la casa de los Mongiardino.
—Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con...
—Lo sé, comisario. Mi yerno Fernando, que ya esperaba la llamada, me manda decirle que todavía no se siente con ánimos, la fiebre sigue muy alta. Le telefoneará mañana por la mañana.
—¿Han avisado a un médico?
Montalbano percibió cierto titubeo en la voz del anciano que había contestado.
—Fernando no... no ha querido.
—¿Usted es el abuelo de Laura?
—Sí.
—¿Cómo está la niña?
—Mucho mejor, gracias a Dios. Está superando el trauma. Fíjese que ya ha empezado a hablar y a contar algo. Pero sólo a la psicóloga.
—¿Y a ustedes qué les ha dicho la psicóloga?
—No ha querido decirnos nada. Afirma que el cuadro es todavía confuso. Pero en cuestión de tres o cuatro días lo tendrá todo más claro y entonces nos lo dirá.
Fazio se presentó en la comisaría a las siete de la tarde, cuando Montalbano ya había perdido la esperanza de volver a verlo.
—Ha sido muy duro,
dottore
. En el pueblo nadie sabía nada de nada. Un tío me ha dicho que hace unos cuatro o cinco meses unos albañiles estuvieron trabajando en el chalet. A lo mejor lo estaban acondicionando.
—¿O sea que nos hemos quedado in albis?
Fazio esbozó una triunfal sonrisa.
—No, señor
dottore
. Se me ha ocurrido una brillante idea. Me he preguntado: si el
dottor
Montalbano ha visto en el tejado una antena parabólica, ¿dónde se compró esa antena?
—Excelente pregunta.
—Entre Vigàta y Montelusa hay algo más de quince tiendas que comercializan ese artículo según la guía telefónica. Me he armado de paciencia y he empezado a llamar. He tenido suerte, porque a la séptima llamada me han dicho que la parabólica de Ciuccàfa la habían vendido e instalado ellos. La empresa se llama Montelusa Electrónica. He cogido el coche y me he ido para allá.
—¿Qué te han contado?
—Han sido amabilísimos. He tenido que esperar un cuarto de hora a que regresara el técnico y me han permitido hablar con él. Me ha explicado que en el chalet encontró a una persona joven y elegante que hablaba siciliano pero con acento americano. Parecía uno de esos personajes italoamericanos que se ven en las películas. Puesto que por teléfono ya habían acordado el precio, el joven le entregó un sobre en cuyo interior había un talón que el técnico entregó a su vez al propietario del establecimiento. Entonces he ido a hablar con el propietario. Se llama Volpini Ar...
—Me importa un carajo cómo se llame. Sigue.
—El propietario ha consultado un registro y me ha dicho que se trataba de un talón de la Banca di Trinacria.
Estaba claro que Fazio iba a hacerle una importante revelación y disfrutaba teniéndolo en ascuas.
—¿A quién pertenecía la firma?
—Ahí está lo bueno, mi querido
dottore
.
—No seas cabrón. ¿A quién pertenecía?
—A Balduccio Sinagra.
—Pero ¿qué dices? ¿Y se pagó debidamente?
—Sí, señor.
—Pero ¿cómo es posible? ¡Balduccio está bien muerto y enterrado! ¿Qué chorradas me estás contando?
Fazio levantó las manos en gesto de rendición.
—
Dottore
, eso me han dicho y eso le digo yo a usted.
—Quiero saber algo más, es absolutamente necesario.
—Pero debe tener un poco de paciencia.
—¿Y eso qué quiere decir?
—
Dottore
, yo tendría dos caminos para resolver rápidamente la cuestión. El primero sería ir al Ayuntamiento y ver cómo están los asuntos de la familia Sinagra. Pero al día siguiente todo el pueblo se habría enterado de nuestro interés por esa familia. Y no me parece conveniente. El otro es tratar de obtener alguna noticia por parte de algún miembro de la familia Cuffaro, los mafiosos enemigos de los Sinagra. Y eso tampoco me parece oportuno.
—Pues entonces, ¿qué piensas hacer?
—No me queda más remedio que ir por el pueblo haciendo las preguntas apropiadas a las personas apropiadas. Pero eso requiere tiempo.
—Muy bien. ¿Y has conseguido averiguar el motivo de las peleas entre Belli y su cuñado Gerlando?
Fazio echó los hombros hacia atrás y se acomodó mejor en la silla con una sonrisa triunfal en los labios.
—
Dottore
, tengo un amigo que trabaja precisamente en la empresa de Belli. Di Lucia Ame...
La furibunda mirada de Montalbano lo obligó a detenerse.
—Este amigo me ha contado que la cuestión es universalmente conocida. Empezó hace un par de años, es decir, cuando ya hacía uno que la empresa funcionaba a pleno rendimiento.
—¿O sea?
—Belli, que había venido aquí a pasar unos cuantos días con su mujer y su hija, advirtió que no salían las cuentas. Habló de ello con su cuñado Gerlando y regresó a Roma. Al cabo de un mes, Gerlando le dijo por teléfono que, a su juicio, el responsable de los desfalcos era el director administrativo. Y Belli le envió al hombre una carta de despido. Sólo que, por toda respuesta, el director administrativo cogió un avión y se fue a Roma a hablar con Belli. Con papeles en la mano, demostró que él no tenía nada que ver con el asunto y que quien se llevaba el dinero era, en todo caso, Gerlando Mongiardino.
—Pero si Gerlando formaba parte de la sociedad, debía de ganarse muy bien la vida. ¿Qué necesidad tenía de birlar dinero?
—¡
Dottore
de mi alma, ése es un mujeriego de no te menees! ¡Y las mujeres le cuestan muy caras! Por lo visto les hace regalos bestiales, casas, coches... Y parece que su mujer es tremendamente tacaña, controla todos sus ingresos... Por eso el señor necesita disponer de dinero extra bajo mano. Así se explica la cosa.
—¿Qué hizo Belli?
—Regresó aquí y vio que el director administrativo tenía razón. Se tragó la carta de despido pidiendo disculpas y le concedió un aumento de sueldo.
—¿Y con el cuñado cómo se comportó?
—Quería denunciarlo. Pero intervinieron la mujer y los suegros. Resumiendo, lo puso bajo el control del director administrativo. Pero, a pesar de eso, Gerlando logró seguir birlando dinero. Tanto es así que el jueves pasado, cuando Belli acababa de llegar, hubo una pelea terrible, peor que las otras.
—
Dottori
? Perdone, pero hay aquí un señor y monseñor que quiere hablar con usted personalmente en persona.
¿Un alto prelado? ¿Qué podría querer?
—Hazlo pasar.
Se levantó, fue a abrir la puerta y se encontró delante de un sexagenario sonrosado, regordete, con manos lógicamente rellenitas, cabello liso y entrecano, gafas con montura de oro. No llevaba sotana ni alzacuellos, pero se veía desde un kilómetro de distancia que era un eminente hombre de Iglesia. Poco faltó para que a su alrededor se aspirara el aroma del incienso.
—Pase —le dijo respetuosamente Montalbano, apartándose a un lado.
El monseñor pasó por delante de él con dignos pasitos y fue a sentarse en el sillón que le indicaba el comisario. Montalbano se acomodó en el otro sillón que había delante, pero en el borde del asiento en señal de respeto.
—Dígame.
El monseñor levantó las regordetas manitas.
—Tengo que hacer una premisa —dijo, apoyándose las manos en la tripa.
—Hágala.
—Comisario, he venido aquí sólo porque mi mujer no me deja en paz.
¿Su mujer? ¿Un prelado casado? Pero ¿qué novedad era ésa?
—Disculpe, monseñor, pero...
El prelado lo miró perplejo.
—No, comisario, no Monseñor sino Bonsignore. Me llamo Ernesto Bonsignore. Tengo un estanco en Gallotta.
¡Habría sido un milagro que Catarella acertara un apellido! Montalbano, soltando en su fuero interno toda una letanía de tacos, se levantó de un salto. Bonsignore imitó su ejemplo, cada vez más perplejo.
—Sentémonos aquí, estaremos más cómodos.
Se sentaron como de costumbre, el comisario detrás del escritorio, Bonsignore en una de las dos sillas que había enfrente.
—Dígame —repitió Montalbano.
El hombre se removió incómodamente en su asiento.
—¿Me permite que empiece haciendo una pregunta?
—Hágala.
—¿Tuvieron ustedes conocimiento por casualidad del secuestro de una niña?
Montalbano sintió que se le tensaban repentinamente los nervios. Decidió contestar a la pregunta con otra pregunta, tenía que andarse con mucho cuidado.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Por una cosa que ocurrió ayer. Habíamos ido a pasar el lunes de Pascua a Sferrazzo con otros amigos. A primera hora de la tarde, como empezaba a llover, decidimos regresar. Estábamos circulando por la carretera que rodea Piano Torretta cuando el coche que tenía delante me señaló que iba a desplazarse al centro del carril para adelantar a un vehículo que estaba detenido con la puerta posterior abierta.
¡Pero qué precisión la del falso monseñor!
—Aminoré la velocidad. Y en aquel momento, del coche parado saltó una niña muy pequeña que echó a correr hacia nosotros. Parecía aterrorizada. Inmediatamente bajó un hombre del lado del conductor, agarró a la niña, que forcejeó para soltarse, y la arrojó literalmente al interior del coche.
—¿Y usted qué hizo?
—¿Qué quería usted que hiciera? Me puse de nuevo en marcha, entre otras cosas porque detrás de mí se había formado una gran hilera de vehículos. Justo cuando estaba adelantando al coche de la niña empezó a caer aquella especie de diluvio.
—Y mientras adelantaba, ¿pudo ver lo que ocurría en el interior de aquel coche?
—No podía mirar, tenía que estar atento a la carretera porque circulaban muchos automóviles en dirección contraria, pero mi mujer sí pudo.
—¿Y qué vio?
—Vio al hombre del volante mirando hacia el asiento de atrás. A lo mejor estaba hablando con la niña, que, sin embargo, no resultaba visible. Probablemente estaba en el suelo de la parte trasera.
—¿Por qué pensó su mujer en la posibilidad de un secuestro?
—La idea se le ocurrió en casa, por la noche. Volviendo a pensar en lo que habíamos visto, se puso a decir que aquel hombre no podía ser el padre de la niña, que la estaba tratando con demasiada...
—¿Con demasiada?
—Dureza. Aunque mi mujer dijo crueldad.
—Disculpe, señor Bonsignore. Pero ¿no podía tratarse de un desahogo natural, de la reacción excesiva pero lógica de un padre cuya hija empieza a ponerse pesada, baja del coche y echa a correr por la carretera en medio de un tráfico extremadamente peligroso?
Los ojos de Bonsignore se iluminaron:
—¡Es justo lo que yo le he dicho y repetido! ¡Pero no ha habido manera de convencerla!
Montalbano tenía una gran cantidad de preguntas que hacerle a Bonsignore, pero no quería ponerlo en guardia y que empezara a sospechar.
—Tranquilice a su mujer, señor Bonsignore. No tenemos constancia de ningún secuestro. Y no puedo por menos que agradecerle su interés. Por si acaso, ¿tendría la bondad de dejarme su dirección y su teléfono?
Ya era hora de regresar a Marinella. Pero, antes de abandonar la comisaría, se dirigió al despacho de Mimì Augello, el cual estaba redactando un informe sobre un misterioso tiroteo que se había registrado por la parte de la Lanterna.
—Mimì, a propósito de lo que has dicho...
—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? —replicó Augello irritado, entre otras cosas porque, para él, redactar informes constituía una tortura.
—¿Has dicho o no que el secuestro quizá podría haber sido provocado por una maternidad frustrada?
—¿Todavía tocándome los cojones con ese rollo?
—Simplemente quería decirte que, en todo caso, podría tratarse de un caso de paternidad frustrada.
Y le contó lo que le había explicado el estanquero Bonsignore.
—Interesante. ¿Le has pedido una descripción del hombre? Tuvieron que verle bien la cara.
—No.
—¿A qué se refiere ese no? ¿No lo vieron bien o no se lo has preguntado?
—No se lo he preguntado.
—¿Ni siquiera el tipo de coche que era?
—Ni siquiera.
—Virgen santa, ¿y se puede saber por qué?
—Pues claro. No quiero armar jaleo ni ruido. Si llego a hacer una pregunta más, dentro de una hora todo el pueblo estaría comentando el intento de secuestro. Total, los Bonsignore, marido y mujer, no olvidarán ni un solo detalle y se pasarán todavía muchos días comentando el asunto. En caso necesario, ya iremos a interrogarlos.
—Pero esto disipa cualquier duda que pudiera haber acerca de un intento de secuestro.
—Yo jamás lo he dudado —dijo el comisario—, pero no será esa certeza la que nos permita seguir adelante. Nos falta un dato fundamental.
—¿Cuál?
—Sería importante saber si fue premeditado.
—Explícate mejor.
—¿Aquel hombre secuestró a la chiquilla porque era la hija de Belli o quería apoderarse de una niña cualquiera, la primera que tuviese a mano?