Lo cual significaba que la playa que se extendía delante de su casa de Marinella estaría invadida por un enjambre de ruidosas familias y música a todo volumen, por cuyo motivo resultaría imposible pensar en una tranquila comida en la galería. Por eso, en previsión de todo aquel jaleo, había llamado a la
trattoria
de Enzo y se habían puesto de acuerdo.
A las nueve de la mañana del lunes de Pascua, su coche fue el único que se dirigió al pueblo, circulando en dirección contraria a la de la enorme serpiente de automóviles, motocicletas, furgonetas y bicicletas que se desenroscaba desde Vigàta. La comisaría, cuando llegó, estaba semidesierta. Mimì Augello había salido de Vigàta con Beba, pero regresaría por la noche, Fazio se había ido de excursión al campo, y hasta Catarella se había largado a los espacios abiertos.
Al entrar, le dijo al telefonista:
—Messineo, no me pases ninguna llamada.
—¿Y quién quiere que llame? —contestó sabiamente el hombre.
Había llevado consigo dos libros: una colección de ensayos y artículos de Borges y una novela de Daniel Chavarría ambientada en Cuba. Uno para la mañana y otro para la tarde. Sí, pero ¿por cuál de ellos empezaba? Decidió, puesto que tenía la cabeza despejada y todavía no embotada por la digestión, que lo mejor sería sin duda comenzar por Jorge Luis Borges, que siempre y en cualquier caso te obliga a ejercitar la inteligencia. Se puso a leer cómodamente sentado en el pequeño sofá que había en un rincón del despacho.
Cuando consultó el reloj, comprobó con incredulidad que ya habían transcurrido más de tres horas. Las doce y media. ¿Cómo era posible? Observó que no había pasado de la página 71, allí se había detenido para reflexionar acerca de una frase:
El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante.
«Eso es cierto —se dijo—, en líneas generales.» Pero en su caso particular, es decir, de policía, la selección entre lo que interesa y lo que no interesa no ha de ser contemporánea a la percepción; habría sido un grave error. La percepción de un hecho en una investigación no puede consistir en una elección contextual, tiene que ser absolutamente objetiva. Las elecciones se hacen después, con mucho esfuerzo, y no por percepción, sino por medio de razonamientos, deducciones, comparaciones, exclusiones. Y no está dicho que no comporten el mismo riesgo de error, antes al contrario. Sin embargo, porcentualmente, la posibilidad de error es más baja en comparación con una elección debida a una instintiva selección perceptiva. Pero por otra parte y si bien se miraba, ¿en qué consistía aquello que Hammett llamaba «el instinto de caza» sino en la capacidad de una fulmínea selección en el propio acto de la percepción?
Pues entonces ¿qué habría podido escribir y aconsejar un ideal «Manual del perfecto investigador»? ¿Acaso la virtud estribaba en la mediocridad, como de costumbre (y se enfureció consigo mismo por la frase hecha que le había acudido a la mente)? Es decir, que la elección perceptiva debía tenerse muy en cuenta, pues era lo primero que había que discutir hasta llegar a su negación.
Complacido por las alturas filosóficas alcanzadas, notó que le estaba entrando apetito. Entonces llamó a la
trattoria
. Le contestó un camarero.
Voz desconocida, debía de ser un ayudante llamado para echar provisionalmente una mano.
—Soy Montalbano. Pásame a Enzo.
En segundo plano un guirigay de voces, gritos, carcajadas, llanto de niños, tintineos variados de vasos, platos, cubiertos.
—
Dottore
, ha acertado al no venir aquí —dijo Enzo—. Un follón tremendo. No nos queda ni un sitio libre. Su comida está lista. Dentro de un cuarto de hora como máximo se la mando llevar.
Dedicó el cuarto de hora de espera a retirar de la superficie del escritorio todas las cosas que había y a cubrirla con las páginas de un periódico viejo. Con unos cuantos minutos de retraso se presentó un muchacho con dos bolsas de plástico. Dentro había tres fiambreras de gran tamaño, una con la pasta, otra con el pescado y la tercera con los entremeses, aparte del pan, media botella de vino, media de agua mineral, cubiertos y vasos. El muchacho dijo que pasaría al cabo de una hora para llevarse las cosas sucias y se fue para seguir echando una mano en la
trattoria
. Montalbano disfrutó tomándoselo con calma. Cuando terminó, las fiambreras relucían como si acabaran de salir de la fábrica. Introdujo lo que quedaba en las bolsas, retiró las páginas de periódico, volvió a ordenar el escritorio, abandonó el despacho, entregó las bolsas al agente de guardia diciéndole que pasaría un muchacho por ellas y añadió:
—Voy a dar una vuelta.
El bar que había cerca de la comisaría estaba abierto, pero no había ningún cliente. Se tomó un café y, caminando por unas calles donde no había ni un alma, se dirigió al muelle para dar su habitual paseo hasta el faro. Se sentó en la roca aplanada, se llenó una mano de piedrecitas y empezó a arrojarlas una a una al agua. Observó que desde poniente se estaban acercando a gran velocidad unas densas y negras nubes de agua. El tiempo estaba cambiando rápidamente.
Quién sabe qué estaría haciendo Livia en aquel momento. Había decidido irse de excursión a Marsella con unos compañeros de la oficina y había insistido mucho en que él también formara parte del grupo.
—Perdóname, Livia, pero de verdad que no puedo. Es un período de mucho trabajo.
Era una trola, jamás había tenido tan pocas cosas que hacer como aquellos días. Pero no le apetecía conocer a otras personas, el placer de estar con Livia quedaría anulado por el malestar de tener que convivir, aunque sólo fuese durante tres días, con gente que a ella le era familiar, pero absolutamente desconocida para él.
—La verdad es que te estás haciendo viejo —replicó Livia cuando él decidió confesarle que la verdadera razón de su negativa era justamente aquélla.
¿Y qué? ¿Qué coño quería decir? Si uno se hace viejo, ¿por qué no disfrutar de los privilegios que otorga la vejez junto con las molestias que conlleva? ¿Era dueño o no de no querer hacer nuevas amistades?
Comenzó a soplar un viento muy desagradable. Mejor regresar a la comisaría. Una vez en su despacho, se instaló mejor acercando un silloncito al sofá donde pensaba tumbarse para apoyar las piernas en él.
Volvió a tomar el libro de Borges. Pero al cabo de unos diez minutos escasos los ojos empezaron a cerrársele, resistió heroicamente la lectura todavía un ratito y después, sin saber cómo, los párpados se le cerraron de golpe cual persianas metálicas.
Un ruido espantoso lo despertó y lo hizo levantarse de un salto, presa del pánico. Jesús, pero ¿qué estaba ocurriendo? ¿Por qué estaba tan oscura la estancia? Entonces se dio cuenta de que se había desencadenado un temporal, que el agua del cielo caía como si la arrojaran con baldes y que fuera se estaba desarrollando un impresionante juego de truenos y relámpagos. ¡Aquello era algo más que el ligero encapotamiento previsto por la televisión! Pero ¿cuánto rato llevaba durmiendo? El reloj marcaba las cuatro. Quizá fuera mejor regresar a Marinella, seguramente el temporal habría vaciado la playa de excursionistas. Fue a abrir la puerta del despacho y se estaba poniendo la chaqueta cuando un fuerte grito a su espalda lo dejó helado.
—¡Miiiiiiiiiii!
Se giró. Era Catarella, que se agarraba con ambas manos a la jamba para no caer de rodillas.
—
Dottori
! ¿Usía estaba aquí? ¡Nada me ha dicho el muy cabrón de Messineo! Ay,
Dottori
, ¿qué ha sido?
Mejor no decirle la verdad, no la habría comprendido.
—Esperaba dos llamadas que ya he recibido. Y ahora me marcho a casa. ¿Has pasado bien el lunes de Pascua?
—Sí, señor
dottori
. He estado con los familiares de la familia de ella.
—¿De qué ella, Catarè?
—De ella de mi novia,
Dottori
, o sea con su padre y su madre de ella, su hermano de ella, su hermana la chica y su hermana la mayor, suyas de ella, que ha ido con su marido suyo de ella, o sea, de la hermana mayor, en sus campos de él en Durrueli.
—¿Suyos de quién, Catarè?
—Del marido de la hermana mayor de mi novia,
dottore
. Cabrito al horno hemos comido. Después ha cambiado el tiempo y hemos regresado. Y yo he vuelto al servicio.
—Muy bien, nos vemos mañana.
* * *
Tal como le había ocurrido por la mañana, tuvo que circular en sentido contrario al de la enorme serpiente de coches, ciclomotores y furgonetas que trataban de entrar de nuevo en Vigàta. El temporal lo estaba poniendo de mal humor, no hacía más que soltar tacos, dedicar gestos groseros y lanzar maldiciones a los automovilistas que se creían unos expertos e intentaban adelantar a la serpiente invadiendo su carril.
Cuando llegó a Marinella y salió a la galería, su mal humor se acentuó. Cierto que en la playa no había nadie, pero la horda había dejado a su paso bolsas, vasos y platos de plástico, botellas vacías, latas de cerveza, trozos de rosquillas, cacas de niños y papeles. Hasta donde alcanzaba la vista, no había ni un solo centímetro de arena que no estuviera sucio. Y la lluvia resaltaba la porquería. «El próximo diluvio universal no será de agua, sino de toda nuestra basura acumulada a lo largo de los siglos. Moriremos asfixiados en nuestra propia mierda.» Semejante idea empezó a provocarle picor por todo el cuerpo. Se puso a rascarse. ¿Sería posible que con el solo hecho de pensar en la suciedad uno se sintiera sucio? Por si acaso, fue a ducharse.
Cuando salió otra vez a la galería, observó que el temporal se había alejado con la misma rapidez con que había llegado. El cielo se estaba aclarando. Experimentó una irracional simpatía hacia aquel temporal aguafiestas, cosa totalmente insólita en él, que con el mal tiempo no quería tener absolutamente nada que ver. Sonó el teléfono. Estuvo tentado de no contestar. ¿Y si fuera Livia que lo llamaba desde Marsella?
—¿Diga?
—Soy Fazio,
dottore
.
—¿Dónde estás?
—En Piano Torretta. Lo estoy llamando por el móvil.
—¿Y qué haces tú en Piano Torretta?
—
Dottore
, habíamos decidido pasar juntos el lunes de Pascua Gallo, Galluzzo y yo con nuestras familias. Y nos hemos dirigido hacia Sgombro.
—¿Y qué?
—Después el tiempo ha empezado a cambiar y hemos vuelto a subir al coche para regresar a Vigàta.
—¿Qué habéis comido? —preguntó Montalbano.
Fazio se sorprendió.
—¿Cómo? ¿Quiere saber lo que hemos comido?
—Me parece importante, puesto que te empeñas en presentarme un informe sobre cómo habéis pasado el día de fiesta.
—Disculpe,
Dottore
, pero le estoy contando la cosa en orden cronológico. A la altura de Piano Torretta hemos visto que había jaleo.
—¿Qué clase de jaleo?
—Pues no sé... mujeres que lloraban... hombres que corrían...
—¿Qué había ocurrido?
—Ha desaparecido una chiquilla de tres años,
dottore
.
—¿Cómo que ha desaparecido?
—No la encuentran,
dottore
. La estamos buscando. Gallo, Galluzzo y yo nos hemos puesto al frente de tres grupos de voluntarios... pero dentro de dos horas oscurecerá y, si no la localizamos a tiempo, habrá que organizar mejor la búsqueda... Quizá sería mejor que usted se acercara por aquí.
—Voy ahora mismo.
En la carretera de Montereale había mucho tráfico; esa vez él también formaba parte de la gigantesca serpiente del retorno. Pasada una curva, se vio perdido. Por delante de él había un centenar de vehículos bloqueados. Apenas tuvo tiempo de frenar cuando detrás paró un autocar holandés. Ahora estaba atrapado y no podía moverse ni hacia delante ni hacia atrás. Bajó del coche soltando tacos y sin saber qué hacer. En aquel momento, circulando a gran velocidad en sentido contrario y abriéndose un pasillo entre las dos hileras de automóviles, apareció un vehículo de la policía de tráfico. El agente que iba al volante lo reconoció y frenó.
—¿Puedo ayudarlo en algo, comisario?
—¿Qué ha pasado?
—Un TIR que circulaba demasiado rápido ha derrapado a causa del piso mojado y ha invadido el carril contrario mientras se acercaba un coche con cinco personas a bordo. Dos han fallecido.
—Pero ¿es que los TIR pueden circular los días festivos?
—Sí, cuando transportan productos perecederos.
—¿El conductor del TIR cómo está?
El agente lo miró desconcertado.
—En estado de shock, pero no se ha hecho nada.
—Menos mal.
El agente se sorprendió todavía más.
—¿Lo conoce?
—¿Yo? No. Pero tratadlo bien, sobre todo. Ya conocéis el interés de nuestro ministro, ese que quiere obligarnos a correr a ciento cincuenta kilómetros por hora, por los conductores de los TIR. Les hace incluso descuento en las multas.
Con la ayuda del agente de tráfico, pudo salir con gran dificultad de la hilera, describir una peligrosa curva y retroceder para tomar una carretera alternativa que, sin embargo, era un poco más larga.
Así fue como se encontró circulando al pie de una colina llamada Ciuccàfa, en cuya cumbre se levantaba el enorme chalet de don Balduccio Sinagra, donde él había estado una vez cuando investigaba la desaparición de dos ancianitos durante una excursión a Tindari. La gran familia mañosa de los Sinagra se había disgregado; al parecer sólo quedaba un superviviente, un nieto de don Balduccio, un tal Pino, llamado El Acordador, tanto por la habilidad diplomática de que solía hacer gala en los momentos delicados como por lo que se decía de él en el sentido de que una vez había estrangulado a un hombre con una cuerda de piano, aunque el tal Pino se había trasladado hacía tiempo a Canadá o Estados Unidos. Todos los bienes de los Sinagra habían sido embargados (o, por lo menos, eso decían). Orazio Guttadauro, el histórico abogado de la familia elegido ahora por clamor popular diputado al Parlamento dentro de las filas del partido de la mayoría, había conseguido salvar (o eso se decía por lo menos) el chalet de Ciuccàfa. Sobre cuyo tejado el estupefacto comisario vio asomar una gigantesca antena parabólica. Pero ¿cómo? ¡Si el chalet llevaba años cerrado! ¿Quién se había ido a vivir allí? A lo mejor lo habían alquilado.
Piano Torretta era, inexplicablemente, un pedazo de Suiza que se daba de bofetadas con el resto del paisaje. Un gran prado de forma casi circular, cubierto de verde hierba y árboles, delimitado por arbustos de plantas silvestres de gran tamaño que lo protegían también de las carreteras que lo rodeaban. Para entrar en el prado había tres pasos que se abrían en el cinturón formado por los matorrales. El comisario cruzó el primer paso que encontró, detuvo el coche y bajó. Perplejo, se dio cuenta de que estaba solo. Ni un coche, ni una persona. Nada. La verde hierba del prado, ya martirizada por las ruedas de los automóviles, aparecía ahora alfombrada por la misma masa de desechos que cubría la arena de Marinella. Un asco. El único ser que se movía era un perro que buscaba entre los restos de la gran comilona colectiva. Montalbano sacó el móvil que llevaba y marcó el número de Fazio.