El primer caso de Montalbano (25 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: El primer caso de Montalbano
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Se congratuló. ¡Berenjenal! Pero ¿de dónde coño le habría salido aquella palabra? Torrisi también se congratuló, estaba convencido de tener al comisario en el bolsillo.

—Veo con agrado que es usted un hombre extremadamente razonable. Puesto que el registro, la incautación del arma y la detención de Brucculeri no constan en ningún sitio, no hay nada por escrito, usted puede ponerlo tranquilamente en libertad. Si así lo hace, podrá beneficiarse de la tangible, repito, tangible, gratitud de ciertas personas influyentes de este lugar. Por otra parte, usted parece haberse dado cuenta de que su actuación no es conforme a la ley.

—Sí, me doy cuenta, tiene usted muchísima razón, pero tengo una duda que usted como abogado podría resolverme.

—Dígame.

—El hecho de que me peguen un tiro, tal como hizo la otra noche Brucculeri, ¿ha de considerarse intento de homicidio o simple advertencia?

El honorable sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.

—¡Qué palabras tan gruesas! ¡Intento de homicidio! ¡Vamos, por Dios! Usted se encontraba en el interior de su coche y estaba...

—Alto ahí, honorable. ¿Quién le ha dicho a usted que yo me encontraba en el interior de mi coche? ¿Quizá el otro hombre que acompañaba a Brucculeri y estaba cenando con él en el restaurante?

Torrisi se desconcertó. La sonrisa desapareció. ¿A que el muy cabrón, con toda su aparente disponibilidad, lo había hecho caer en una trampa?

—Con coche o sin coche, se trata de un detalle irrelevante.

—Muy cierto.

Montalbano se levantó de la silla, se acercó a la ventana y se puso a mirar fuera.

—¿Y bien? —dijo al poco rato Torrisi.

—Estaba pensando en cómo podría hacer para arreglar las cosas. Usted ha dicho que no hay nada por escrito, pero no es así.

—¿Qué es lo que hay por escrito?

—Ordené enviar el arma incautada a Brucculeri y la bala extraída de la cubierta del neumático a la Jefatura Superior de Montelusa. En la petición por escrito figuraban el nombre y el apellido del propietario.

—Eso no habría tenido que hacerse.

—Podría haber una solución. Usted podría convencer a Brucculeri de que asumiera la responsabilidad. Usted podría defenderlo diciendo que estaba bebido, que no se encontraba en condiciones normales, que quiso gastarme una broma pesada... Y de esa manera la cosa se detiene y no pasa de ahí.

Los ojos del honorable se convirtieron de repente en dos ranuras estrechísimas. Sus orejas se levantaron como las de los gatos cuando oyen un leve ruido.

—¿Por qué? ¿Acaso podría pasar de ahí?

Azorado, el comisario, que aún se hallaba de pie junto a la ventana, se miró las puntas de los zapatos.

—Pues sí.

—Explíquese.

—¿Sabía usted que el teléfono del restaurante de Racalmuto estaba pinchado desde hacía unos cuantos meses por otro asunto?

Había disparado al azar, una trola colosal, acababa de ocurrírsele en aquel momento, pero Torrisi, trastornado, se tragó el anzuelo.

—¡Coño! —Y pegó un brinco en la silla con el rostro congestionado, a punto de sufrir un ataque.

—Por consiguiente —prosiguió Montalbano—, la orden de dispararme que Pino Cusumano le dio a Ninì Brucculeri cuando éste lo llamó para comunicarle mi presencia en la
trattoria
quedó...

—¡... grabada! —dijo entre jadeos el honorable, en pleno ataque de asma.

—Con ese joven que es tan impulsivo —añadió en tono comprensivo el comisario—, su padre y su abuelo tendrían que andarse con mucho cuidado. Acabará por hacer algún disparate. Puede que reparable, pero siempre impropio y vergonzoso para una familia como los Cuffaro. Como el que cometió hace tres años con una muchacha menor de edad a la que violó.

Un repentino disparo de revólver en la estancia habría tenido menos efecto.

—¡¿Qué hizo?! —preguntó, aflojándose el nudo de la corbata y desabrochándose el cuello de la camisa aquel pimiento de color rojo y morado que antaño fuera el honorable Torrisi.

—¿No lo sabía?

—No... ¡no lo sabíamos!

Utilizó el plural. Por consiguiente, ni siquiera la familia tenía conocimiento de la ocurrencia de su queridísimo Pino.

—La chica ha esperado a alcanzar la mayoría de edad para hablar de ello —expuso Montalbano—. El otro día se presentó aquí y me reveló que había sido secuestrada, molida a golpes y repetidamente violada por Pino Cusumano. Justo tres días antes de su boda.

—¿Es un delito todavía perseguible? —consiguió preguntar Torrisi.

—Abogado, ¿le falla la doctrina? Pues claro que es todavía perseguible y, además, perseguible de oficio, tratándose de una menor de edad en el momento de los hechos.

—¿Ha presentado una denuncia en toda regla?

—Todavía no. Depende de mí. Estoy tratando de evitar que la familia Cuffaro sea expuesta a la picota. ¡Un miembro de una familia tan venerada y respetada, comportándose como un pequeño delincuente cualquiera! ¡Es como para perder para siempre la dignidad! Y los enemigos de la familia, que son tan numerosos, lo celebrarán a lo grande. También he pensado en la pobre señora...

—¿Qué señora? —preguntó Torrisi completamente desconcertado.

—¿Qué señora, honorable? ¡La señora, la esposa de Cusumano! La que durante tres años no pudo gozar de los placeres del tálamo conyugal porque le habían detenido al marido a la puerta de la iglesia. Usted mismo lo dijo durante el proceso en el cual yo intervine como testigo, ¿no lo recuerda? Usted afirmó que Cusumano circulaba a toda velocidad con su automóvil porque, recién excarcelado, en casa lo esperaba la esposa con la cual aún no había conseguido consumar...

—Sí, lo recuerdo —lo cortó Torrisi.

—¡Pues bien! Yo me he dicho que si aquella pobre mujer se enterara de que su marido, justo tres días antes de la boda, había decidido celebrar la despedida de soltero violando a una niña de quince años... igual no se conformaba, igual se iba de casa, igual armaba un escándalo... ¡El final de una familia! Pero ¡¿cómo?! Pero ¡¿cómo?! —terminó en tono interrogativo, llevándose ambas manos a la frente.

El papel del hombre indignado y sorprendido le salió bordado.

—Pero ¿cómo qué? —preguntó el honorable.

—¿Es que no lo entiende, abogado? Ahora mismo se lo explico. Cuando la chica vino a denunciar la violación sufrida, yo encargué a uno de mis hombres que, con la máxima discreción, buscara a Cusumano y concertara un encuentro conmigo. Quería conocer su versión de los hechos, ¿comprende? Y por toda respuesta, en agradecimiento a mi deferente manera de actuar, ¿Cusumano va y ordena a Brucculeri que me pegue un tiro? ¿Y eso por qué? ¿Qué forma de comportarse es ésa? Sólo se explica con el hecho de que Cusumano perdió la cabeza en cuanto se enteró de que yo estaba haciendo indagaciones acerca de la violación. En caso de que ese asunto aflorara a la superficie, Cusumano temía más la reacción de su familia que la de la ley. Quería mi silencio. No hay otra explicación. Y ese gesto imprevisible demuestra hasta qué extremo es poco de fiar Cusumano, se podría decir incluso que es un irresponsable. Quizá para la familia sea mejor que permanezca en la cárcel sin armar más follones.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué se propone hacer? —preguntó Torrisi, cambiando repentinamente de actitud.

Ya había comprendido con toda claridad la manera de pensar del comisario, el cual tenía la intención de joder a Pino sin remedio. Y él había caído en aquella comedia como un pardillo.

—¡¿Yo?! —dijo Montalbano—. Yo no me propongo hacer nada. Puedo, como mucho, permitirle elegir. No voy a acumular delitos, ¿me explico, honorable? O el intento de homicidio o la violencia carnal. O una cosa o la otra. Y ya es mucho. Tendrán que decidirlo ustedes. —Consultó el reloj, eran las seis. Siguió adelante—: Pero comuníquenme su decisión antes de las ocho y media de esta tarde. Usted, con toda justicia, me ha hecho observar que no he actuado conforme a la ley. Por consiguiente, comprenderá y justificará mis prisas por volver a encarrilarme. Pero cuidado. Pactos claros. Si Cusumano, cuando se autoinculpe del intento de homicidio, lo hace de tal manera que ofrezca demasiados pretextos a la defensa, es decir, a usted, entonces yo saco la denuncia por violación.

El honorable abogado Torrisi levantó un brazo.

—Dígame.

—Si no se menciona la investigación por violación, ¿qué motivo habría tenido entonces Cusumano para ordenar a Brucculeri que disparara contra usted?

—Honorable, ésa es una cuestión que no me concierne. El motivo tendrá que inventárselo usted. Un motivo muy gordo, porque quiero ver a Cusumano...

—... en la cárcel —terminó Torrisi.

Ya no había nada más que decir. Montalbano abrió la ventana.

—Quiero que se ventile la atmósfera. Hasta pronto, honorable. Ha sido realmente un placer.

Y diciendo eso, le dirigió una amplia y aparentemente cordialísima sonrisa. El honorable Torrisi se levantó, no se despidió y tuvo que abrirse él mismo la puerta porque Montalbano no se movió del lugar donde estaba.

La llamada del honorable abogado Torrisi se produjo a las ocho y veinticinco. Hasta Fazio, que a aquellas alturas ya lo sabía todo, estaba esperando en el despacho del comisario.

—¿
Dottor
Montalbano? Quiero comunicarle que Pino Cusumano está dispuesto a declarar que ordenó a Brucculeri hacer lo que usted sabe.

—Muy bien. Que acuda de inmediato a la comisaría.

—Verá, ha habido un contratiempo. Por desgracia, el pobre chico se ha caído por una escalera.

—¿Se ha hecho daño?

—Parece que un par de costillas rotas, el tabique nasal fracturado, no consigue mover una pierna... Hemos tenido que llamar una ambulancia.

—¿Dónde está ingresado?

—En el Santo Spirito de Montelusa.

Colgaron simultáneamente. Montalbano se dirigió a Fazio.

—¿Has comprendido? Los Cuffaro le han propinado una paliza a su amado hijo y nieto. Confesará el intento de homicidio con respecto a mi persona. Está ingresado en el hospital del Santo Spirito. Llama a la Jefatura de Montelusa y explica lo ocurrido. De Pino Cusumano se encargarán ellos.

—¿Y usía adónde va?

—Me ha entrado apetito, me voy a cenar. Ah, una cosa: cuando regreses a casa, has de decirle a Rosanna que he cumplido la promesa. Pino irá a la cárcel y ella no tendrá que declarar. Salúdala de mi parte.

—Así lo haré —dijo secamente Fazio.

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

—¿Qué hacemos con el revólver de Rosanna?

—Lo registraremos como encontrado en la calle.

—Y al juez Rosato cuando llame, ¿qué le decimos?

—Que Rosanna ha resultado una mitómana, una loca sin el pleno uso de sus facultades mentales.

—¿Y cómo actuamos con el
dottor
Siracusa?

—Seguramente dentro de unos días regresará ya más tranquilo. Entonces tú vas a su casa para controlar las armas. Y como por casualidad, descubres el cajón secreto. Te lo explicaré todo a su debido tiempo. Así pasará sus apuros.

El rostro de Fazio se alargó todavía más.

—O sea que todo arreglado.

—Sí.

—Pero pasándose por el forro todas las normas,
dottore
.

—Es lo mismo que me ha dicho el honorable Torrisi, estás en buena compañía.


Dottore
, si pretende ofenderme, eso sólo puede significar una cosa: que usted sabe muy bien que tiene mucho que callar.

—Si quieres desahogarte, desahógate.


Dottore
, nos hemos comportado como en las películas americanas, esas donde hay un sheriff que actúa como le sale de los cojones porque la ley por aquellas tierras cada cual se la hace a su conveniencia. Mientras que aquí entre nosotros hay unas normas que...

—¡Sé muy bien que hay unas normas! Pero ¿sabes cómo son tus normas? Son como el jersey de lana que me hizo tía Cuncittina.

Fazio lo miró totalmente desconcertado.

—¿Como un jersey?

—Sí, señor. Cuando yo tenía quince años, mi tía Cuncittina me hizo un jersey de lana. Pero como no sabía utilizar las agujas, algunas veces las mallas eran tan anchas que parecían agujeros y otras veces en cambio demasiado apretadas, y, además, tenía un brazo más corto que el otro. Y yo, para que me quedara bien, debía tirar por una parte y soltar por la otra, apretar o ensanchar. ¿Y sabes por qué podía hacerlo? Pues porque el jersey se prestaba a que lo hiciera, era de lana, no de hierro. ¿Me has comprendido?

—Perfectamente. ¿Y por eso piensa usted de esta manera?

—Pienso de esta manera.

Hacia las diez y media Montalbano llamó a Mery desde Marinella. Acordaron que él iría a verla al sábado siguiente. En el momento de despedirse, se le ocurrió una idea.

—Ah, oye una cosa. Necesito colocar a una chica de dieciocho años...

—¿Colocarla en qué sentido?

—Pues no sé, como sirvienta, como vigilante no sé de qué, como canguro... Es limpia y guapa, lo cual nunca está de más, está acostumbrada a ganarse el pan desde que era pequeña, todos los que la han tenido a su servicio me han hablado bien de ella.

—¿Lo dices en serio?

—En serio.

—¿No tiene a nadie en Vigàta?

—A nadie.

—¿Cómo es posible?

—Te contaré su historia cuando nos veamos.

—Entonces, ¿estaría dispuesta a dormir en la casa de sus empleadores?

—Sí.

—¡Pues qué estupendo, oye! Precisamente mi madre está desesperada... hace justo una hora me ha llamado para decirme que ya no aguanta más... el sábado cuando vengas, ¿podrías traértela?

* * *

Salió a la galería. Noche suavísima, luna brillante y un mar con una leve resaca. En la playa no había ni un alma. Se quitó la ropa y fue corriendo a darse un chapuzón.

Regreso a los orígenes
1

Había pasado la primera parte del lunes de Pascua en medio de una paz paradisíaca.

La víspera, la televisión había informado a la ciudad y al mundo de que la mañana del día siguiente, es decir, el lunes llamado del Ángel, sería una pura delicia: temperatura casi estival, ausencia de nubes y ni un soplo de viento. Por la tarde, en cambio, estaban previstas algunas nubes, pero nada preocupante, una cosa pasajera y sin importancia.

Lo cual significaba que toda Vigàta, desde los tatarabuelos a los biznietos, se largaría al campo o al mar, bien provista de las tortas llamadas
sfincioni, cuddrironi
o rosquillas azucaradas,
arancini
, pasta '
ncasciata
, berenjenas a la parmesana, lechones asados, cestitas con huevos, canutillos,
cassatas
y otras exquisiteces para comer al aire libre, en lo que teóricamente era una merienda pero acababa convirtiéndose en una especie de comilona de fin de año.

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