—¡Cómo no,
dottore
! Ninì Brucculeri, con antecedentes penales, una especie de hombre de confianza.
—¿Sabes dónde vive?
—Aquí en Vigàta.
—Muy bien. Coge a los hombres que necesites y tráemelo. Debe de ir armado. Es importante, incáutate del arma.
—
Dottore
, permítame recordarle que no tenemos ningún mandamiento.
—Me importa un carajo. Si nos adelantamos a él, se sorprenderá tanto de que lo hayamos identificado en un santiamén que se vendrá abajo.
—Pero ¿por qué razón habría querido matarlo Brucculeri?
—Te equivocas, no quería matarme. Quería hacerme una advertencia. Ha sido una casualidad. He entrado en el restaurante donde él se encontraba. Entonces él ha llamado a Cusumano para comunicárselo. Y el otro le habrá dicho que me pegue un buen susto.
—Sí, pero ¿qué pretende Cusumano?
—Perdona, Fazio, pero ¿tú no lo estás buscando? Se habrá enterado de nuestro interés y se protege.
—Pero ¿está seguro,
dottore
? Porque es que yo he actuado con mucha cautela, he hecho preguntas, muy cierto, pero sólo a las personas que consideraba...
—Créeme, no hay ninguna otra explicación. Piénsalo bien. A estas alturas Cusumano sabe con toda seguridad que hemos detenido a Rosanna. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor.
—Después tú vas por ahí haciendo preguntas sobre Cusumano. ¿Y eso qué significa? Significa que Rosanna ha hablado, que nos ha dicho que Cusumano quería que ella matara al juez Rosato. Y por consiguiente trata de poner remedio. Es como si me hubiera enviado una carta: «Ten cuidado con tus próximos movimientos». ¿Sabes una cosa?
—No, señor.
—Cusumano será nieto e hijo de mafiosos y mafioso él mismo, pero es sobre todo un grandísimo cabrón.
Ahora el antojo de la cara de Ninì Brucculeri tiraba a verde. El gordo temblaba a causa de la furia reprimida.
—¿Puedo saber por qué se me despierta a las cuatro de la madrugada y se me traslada aquí como un delincuente? A mi mujer por poco le da un ataque.
—Porque eres un delincuente —dijo Fazio, de pie a su lado.
Montalbano, sentado detrás del escritorio, levantó una mano en gesto de paz.
Había decidido actuar un poco en plan de cachondeo, le ocurría de vez en cuando en presencia de personas arrogantes.
—Señor Brucculeri, quería de usted dos informaciones muy sencillas. La primera es la siguiente: ¿usted cenó anoche en el restaurante Da Peppino en Racalmuto?
—Sí, señor. ¿Acaso es un delito?
—No. Tanto es así que yo también estuve allí.
—Ah, ¿usted también estaba? —El tono de voz sonaba falso. Pésimo actor, Ninì Brucculeri.
—Pues sí. Mire, quería preguntarle qué comió de primero.
Todo se lo esperaba Brucculeri menos aquella pregunta. Durante un instante perdió la memoria. ¿Sería posible que lo hubieran detenido y llevado a la comisaría a las cuatro de la madrugada sólo para responder a semejante chorrada?
—
Ca... cavatuna
con salsa de cerdo.
—Yo también. La pregunta es la siguiente: ¿estaban demasiado salados o no?
Brucculeri empezó a sudar. ¿Qué significaba toda aquella farsa? Pero, además, ¿era una farsa o era una trampa? Mejor no entrar en demasiados detalles.
—Yo los encontré bien.
—Perfecto. Le doy las gracias. La segunda es la siguiente: ¿usted es del ínter o del Milán?
Brucculeri se vio perdido. «Fuera —pensó—, fuera, esto es una auténtica trampa, tanto si contesto en un sentido como en otro estoy jodido.»
—No me interesa el fútbol.
—Bien. ¿Usted ha disparado recientemente?
—No. Sí. No no. Sí sí.
—¿El arma la llevaba? —le preguntó Montalbano a Fazio.
—Sí, señor. Una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. Y falta una bala en el cargador.
—Ah —dijo en tono neutro. Miró a Brucculeri y le preguntó—: ¿Usted, naturalmente, tiene licencia de armas?
—No. —A aquellas alturas, al gordo el sudor ya le estaba mojando los zapatos.
—Ah —dijo Montalbano, tan neutro como si fuera Suiza—. El proyectil que hemos recogido en la rueda lo tienes tú, ¿verdad?
—Sí, señor —contestó Fazio.
—Por la mañana envías la pistola y el proyectil a Montelusa, a la policía científica.
—No me encuentro muy bien —dijo Brucculeri.
—¿A éste lo meto en la celda de seguridad? —preguntó Fazio.
—Tú verás —contestó Montalbano.
Fazio regresó tras haber encerrado a Brucculeri. Su expresión era sombría y Montalbano se dio cuenta.
—¿Qué te ocurre?
—
Dottore
, ¿cuáles son sus intenciones con Brucculeri? Según la ley, esta misma mañana tendría que comparecer ante el juez, ser acusado de intento de homicidio y todo lo demás, y elegir un abogado. Pero por lo poco que lo conozco a usted, me he hecho una idea.
—¿Cuál es?
—Que quiere mantenerlo en la celda de seguridad sin decírselo a nadie.
—¿Cómo sin decírselo a nadie? A estas horas la mujer de Brucculeri ya habrá avisado a quien tenga que avisar. Sólo nos queda esperar.
—Pero ¿qué,
dottore
?
—El paso que van a dar.
—Mire,
Dottore
, le advierto que en mi casa tampoco necesito mayordomo.
Montalbano sonrió y Fazio decidió rendirse. Cambió de tema.
—Ah,
dottore
. Anoche cuando usted se fue a cenar, me dediqué a recoger información acerca de la familia Siracusa. —Hizo ademán de abandonar el despacho.
—¿Adónde vas?
—Voy a buscar el papelito donde lo tengo todo anotado.
—Tú ese complejo de registro civil tienes que quitártelo de la cabeza. Quédate aquí y dime lo que recuerdas.
Fazio se resignó, decepcionado.
—Bueno pues. Él se llama Antonio Siracusa, hijo de, me parece...
—Te he dicho que te dejes de filiaciones paternas y maternas y chorradas por el estilo.
—Perdone, pero es que me sale sin querer. En cualquier caso, este Siracusa es un cuarentón de Palermo y lleva dos años en Vigàta porque trabaja como químico en la Montedison. Su mujer, de treinta y cinco años, se llama Enza y, al parecer, es muy guapa. No tienen hijos. Él ha declarado aquí su colección.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué colecciona?
—Pistolas y revólveres. Tiene unos cuarenta.
—¡Qué barbaridad! ¿Los has citado?
—No, señor
dottore
. Se han ido los dos.
—¿Cuándo? ¿Lo sabes?
—Sí, señor. He hablado con la vecina. Los Siracusa viven en un chalet que consta de dos apartamentos. La vecina, que es una sesentona muy charlatana, se llama Bufano y me dijo que ayer por la tarde se fueron a toda prisa en su coche, por lo menos ésa es la impresión que ella tuvo.
—Curioso. El señor o más probablemente la señora Siracusa se enteran por la televisión de que estamos interesados en su sirvienta y, en lugar de presentarse, se largan. Descríbeme exactamente dónde está ese chalet. Después nos iremos a dormir unas cuantas horitas.
A las ocho y media de la mañana, más fresco que una rosa, como si no hubiera dormido más que unas pocas horas, y vestido como un figurín, buscó en la guía el número de la Montedison, lo marcó, se identificó y dijo que deseaba hablar con el director.
—Comisario, soy Franzinetti, dígame.
—¿Usted es el director?
—No, todavía no ha llegado, pero si yo puedo serle útil...
—Perdone, ¿usted quién es?
—El jefe de personal.
—Pues entonces puedo preguntárselo a usted. Necesitaba hablar con el
dottor
Antonio Siracusa para un trámite, pero me dicen que se ha ido. ¿Está de vacaciones?
—¡No, qué va! Ayer se fue a su casa a comer, pero al poco rato llamó para decirnos que acababan de comunicarle la muerte de un tío suyo por el que sentía un especial cariño. Y por eso permanecerá ausente unos cuantos días.
—¿Sabe cuándo regresará?
—No.
—¿Sabe adónde ha ido?
—Pues no, lo siento.
En resumen, estaba claro que los Siracusa tenían mucho que ocultar, tanto que se habían visto obligados a ausentarse unos cuantos días de Vigàta hasta que se calmara la marejada. No quedaba más remedio que ir a hablar con la vecina.
El chalet estaba construido de tal manera que en la planta baja había dos garajes y dos patios y arriba dos apartamentos con terraza. Teóricamente desde aquellas terrazas se podía ver el mar, pero para eso habría tenido que echarse abajo el enorme edificio de diez plantas que les habían puesto delante, al otro lado de la calle. El pequeño jardín que se veía desde la verja de hierro forjado estaba muy bien cuidado. En el portero electrónico había dos nombres: Siracusa y Bufano. Llamó al último.
—¿Quién es? —preguntó una irritada voz de anciana.
—Soy el doctor Pecorilla.
—¿Y qué quiere?
—En realidad, señora, no quería hablar con usted sino con la señora Enza Siracusa. Pero estoy llamando y no me contesta nadie.
—Se han ido.
—¡Mecachis!
Montalbano intuyó la batalla que se estaba librando en la mente de la señora Bufano, entre la curiosidad y la ocasión de criticar a unas personas por una parte y el temor a abrirle la puerta a un desconocido por otra.
—Espere un momento —dijo la irritada voz.
Se oyó un trajín y después se abrió una cristalera y en la terraza de la derecha apareció una anciana sosteniendo unos prismáticos con los cuales apuntó al comisario. Éste se dejó estudiar, su aspecto era de lo más tranquilizador, hasta los tonos de la corbata eran más bien apagados. La mujer volvió a entrar en el apartamento. Y poco después Montalbano oyó el resorte de la verja que se abría. Recorrió el caminito, cruzó la entrada y se encontró delante de una escalera que conducía a un rellano bastante espacioso. Vio a mano izquierda la puerta cerrada del apartamento de los Siracusa y a mano derecha la de la señora Bufano. Abierta. Montalbano asomó la cabeza al interior.
—¿Permiso?
—Adelante, adelante. Por aquí.
El comisario, guiado por la voz, llegó a un salón cuya ventana estaba abriendo la señora Bufano.
—¿Le apetece tomar algo?
—Gracias, no se moleste.
—¿Por qué buscaba a la señora Siracusa, doctor...?
—Pecorilla. Soy médico de la compañía de seguros Assicurazioni Trinacria. Tenía que visitar a la señora para la suscripción de una póliza y ella me había citado para esta mañana. Y yo he venido a propósito desde Palermo.
—¡Cuánto lo siento! —repuso rebosante de alegría la señora Bufano.
—No es un comportamiento serio —dijo Montalbano con semblante contrariado—. No dice mucho en favor de la seriedad de la señora Siracusa. ¿Usted la conoce?
—¡Vaya si la conozco!
—¿Son ustedes amigas?
—¡Pero qué dice! ¡Buenos días y buenas tardes! Pero yo tengo ojos para ver y orejas para oír. ¿Usted me comprende?
—Perfectamente. Ha dicho usted que se han ido. ¿Sabe cuándo?
—Ayer sobre las dos de la tarde. Cargaron dos maletas enormes en el coche.
—¿O sea que usted no está en condiciones de decirme...?
—Nada de nada. Pero... es sólo una impresión... me pareció que huían de algo.
—Enhorabuena —dijo rufianescamente Montalbano—. Usted debe de ser una aguda observadora.
—¡Vaya! —exclamó la señora Bufano, moviendo la mano derecha en sentido giratorio como para dar a entender que ella conseguía ver todo lo de este mundo y hasta alguna cosa del otro.
—Usted ha dicho que tiene ojos para ver y orejas para oír. ¿Ha visto y oído por casualidad alguna cosa anormal? Verá, es que esto de los seguros...
—Mi querido doctor, voy a ponerle un ejemplo. El mes pasado el marido tuvo que irse a Roma durante una semana, me lo dijo él mismo, que da más confianzas. Pues bien, todas las noches la señora recibió. Dos hombres distintos, una noche uno, otra noche otro.
—Pero ¿usted cómo puede...?
—Yo oía el resorte de la verja, ¿no? Entonces me levantaba de la cama y... Venga usted conmigo.
Lo acompañó a la entrada. Al lado de la puerta había una ventana que daba luz al recibidor. La señora Bufano la entornó.
—Yo venía aquí y veía a la persona que entraba en casa de los Siracusa.
En aquel momento Montalbano pensó que habría sido honrado por su parte llamar a la señora Pimpigallo y darle la razón a propósito del puterío de la señora Enza Siracusa.
Regresaron al salón.
—Y él, el marido, ¿cómo es?
—Peor que ella, cuando se trata de mujeres.
Ahora Montalbano estaba deseando irse, se le había ocurrido una idea descabellada. Se despidió de la señora, le dio las gracias, salió al rellano y contempló lo que le interesaba. Al lado de la puerta de los Siracusa había una ventana idéntica a la de la señora Bufano. Le pareció que no estaba perfectamente cerrada sino tan sólo entornada. Era absolutamente necesario que lo intentara. Bajó la escalera, abrió el portal y simuló cerrarlo de golpe para que la señora oyera el ruido. Después volvió a abrirlo y lo entornó cuidadosamente. Echó a andar por el caminito, abrió la verja y la entornó tal como había hecho con el portal. A primera vista parecía cerrada. Mientras se dirigía al coche vio por el rabillo del ojo cómo la señora Bufano abandonaba la terraza y regresaba al interior del apartamento. Puso en marcha el vehículo, llegó a la siguiente calle, frenó, aparcó, bajó y volvió al chalet. La verja de hierro forjado no chirrió. El portal no emitió el menor ruido. Empezó a subir ágilmente los peldaños de la escalera cuando de repente estalló algo a medio camino entre una bomba y una tronada. Se aterrorizó. Después, poco a poco comprendió que aquel estruendo era música. La señora Bufano estaba escuchando al máximo volumen una canción que decía: «Vamos a segar el trigo, el trigo, el trigo...» ¿Cuánto duraba una canción? ¿Tres minutos? ¿Tres minutos y medio? Subió a toda prisa los peldaños que faltaban, empujó el cristal de la ventana del apartamento de los Siracusa, la ventana se abrió y Montalbano se agarró fuertemente con ambas manos al borde inferior, pegó un salto que habría tenido que ser atlético, pero sus brazos no resistieron y cayó de nuevo al rellano soltando maldiciones. Al tercer intento consiguió colocar el culo sobre el borde inferior, con la parte superior del cuerpo doblada hacia atrás, la cabeza y el tronco en el interior del recibidor, y las piernas todavía fuera, en el rellano. Viró sobre el trasero y consiguió girar sobre sí mismo, pero, mientras lo hacía, los calzoncillos le aprisionaron las pelotas, soportó el dolor y se sentó a horcajadas sobre el borde de la ventana. Lo más difícil ya estaba hecho. Introdujo la otra pierna, se dejó caer y entornó la ventana tal como estaba antes mientras retumbaban las últimas notas de la canción. Inmediatamente después empezó a sonar otra más amortiguada que decía: «Amor, amor, tráeme muchas rosas».