Cuando Gerlando Monaco abandonó la estancia, Montalbano no consiguió levantarse. Experimentaba un dolor sordo en la boca del estómago, como si una mano le hubiera agarrado los intestinos y se los estuviera retorciendo. Sirvienta a los diez años, analfabeta, probablemente violada a los quince, embarazada, golpeada, obligada a abortar de mala manera, llevada al borde de la muerte a causa de la carnicería sufrida, y de nuevo criada, obligada a vivir en una antigua pocilga. Hasta la celda de seguridad debía de parecerle la habitación de un hotel de lujo. Entonces la pregunta era ésta: ¿se le puede pasar por la cabeza a un comisario poner en libertad a la chica, devolverle el revólver y decirle que le pegue un tiro a quien quiera pegárselo?
No podía pasarse todo un día sin comer por el hecho de que el problema de Rosanna lo tuviera preocupado. En la
trattoria
San Calogero se zampó de primero unos quince entremeses de marisco variado. No habría querido, pero eran tan ligeros y exquisitos que parecía que le entraban en la boca con disimulo. ¿Cómo podía uno resistir si a mediodía no había tomado nada? Y ahí tuvo una ocurrencia. Le hizo señas a Calogero de que se acercara.
—Oye, Calù. Ahora me traes una buena lubina. Pero, entretanto, manda que me preparen tres salmonetes a la liornesa. La salsa tiene que ser abundante y muy aromática. Sobre todo. Me los envías a la comisaría aproximadamente media hora después de que yo haya salido de aquí. Envíame también un poco de pan y una botella de agua mineral. Cuchillo, tenedor, vaso, plato, todo de plástico.
—Eso nunca.
—¿Por qué?
—Los salmonetes a la liornesa en un plato de plástico pierden sabor.
Al llegar a la comisaría semidesierta, fue a ver a Rosanna a través de la mirilla. Estaba sentada en el camastro con las manos apoyadas sobre las rodillas. Pero sus ojos ya no miraban tan fijo, ahora la chica parecía un poco más relajada. El bocadillo estaba todavía intacto. El nivel del agua del vaso había bajado imperceptiblemente, a lo mejor se había mojado los labios, que debían de estar más que secos, quemados.
Cuando llegó el plato con los salmonetes, el comisario ordenó que lo dejaran sobre la mesa de su despacho. Le dijo al agente de guardia que le entregara las llaves de la celda de seguridad, tomó una silla, abrió la puerta, colocó la silla justo delante de la chica y salió sin cerrar la puerta. La chica no se había movido.
Regresó con el plato de los salmonetes y lo depositó encima de la silla. Salió y volvió con la bolsa de plástico, que arrojó sobre el catre.
—Tu padre te ha traído una muda de ropa interior.
Salió y regresó con otra silla, que dejó al lado de la primera. Ahora en la celda de seguridad se aspiraban unos deliciosos efluvios de salmonetes a la liornesa. Salió de nuevo y volvió al poco rato con el agua, el pan y los cubiertos. Los efluvios se habían intensificado, una auténtica provocación. Montalbano se acomodó en la silla y se puso a mirar a la chica. Después empezó a limpiar el pescado, dejando las cabezas y las espinas en el plato que se había utilizado como tapadera.
—Come —dijo al final.
La chica no se movió. Entonces el comisario tomó un trocito de salmonete con el tenedor y lo apoyó delicadamente sobre los labios cerrados de Rosanna.
—¿Te doy yo esta comidita tan rica?
La comidita. Tan rica. Tal como se hace con los niños pequeños, a veces acompañando incluso el gesto con una cantinela.
—Ahora Rosanna, que es una niña muy buena, se va a comer todo este salmonete tan precioso.
Pero ¿cómo coño se le habían ocurrido todas aquellas palabras? Por suerte no estaba por allí ninguno de sus hombres; de lo contrario habrían pensado que se había vuelto loco.
Los labios de la chica se abrieron justo lo suficiente. Masticó y tragó. Montalbano volvió a apoyarle sobre los labios nuevamente cerrados un trocito de pan mojado con salsa.
—Ahora Rosanna se va a comer el panecito y así se le pasa el apetito.
Unos ripios indignos, se avergonzó de ellos, pero él no era un poeta y en cualquier caso le sirvieron para alcanzar el objetivo. La chica masticó el pan y se lo tragó.
—Agua —dijo.
El comisario le llenó un vaso de plástico y se lo ofreció.
—¿Te ves con ánimos para comer sola?
—Sí.
Montalbano le acarició suavemente el cabello y salió, volviendo a dejar la puerta abierta.
¡La idea había sido acertada! La chica había reanudado el contacto con la vida. Y más tarde o más temprano, con mucha paciencia y delicadeza, decidiría explicar qué pretendía hacer con el revólver y, sobre todo, quién se lo había dado. Dejó pasar cosa de media hora y después regresó a la celda de seguridad. Rosanna se lo había comido todo, el plato parecía recién lavado.
—Utiliza la bolsa de plástico.
La chica vació la bolsa de la ropa interior e introdujo en ella los platos y cubiertos. Dejó fuera la botella, que estaba a la mitad, y el vaso.
—Pon también dentro el bocadillo.
—¿Puedo ir al lavabo?
—Ve.
Montalbano tomó la bolsa, salió de la comisaría y la arrojó a un contenedor que había allí cerca.
Perdió todavía un poco más de tiempo para fumarse un cigarrillo en la noche serena. Encontró a Rosanna decorosamente sentada en el catre. Debía de haberse lavado a fondo, olía a jabón. También se había lavado la ropa interior y la había tendido sobre el respaldo de una de las dos sillas. Ahora su mirada era extraña, casi maliciosa. Montalbano se sentó en la silla.
—Rosanna es un nombre muy bonito.
—Sólo la primera parte.
—¿Te gusta sólo la primera parte de tu nombre? ¿Rosa? ¿Porque es una flor?
Recordó la rosa deshojada metida en un sobre en el interior del bolso.
—No, señor. Porque es un color.
—¿Te gustan los colores?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—No sé por qué. Los colores me hacen recordar las cosas.
Él decidió cambiar de tema, puede que hubiera llegado el momento adecuado.
—¿Me dices de dónde sacaste el revólver?
La chica se cerró de golpe. Levantó las rodillas a la altura de la barbilla y se rodeó las piernas con los brazos. Sus ojos volvieron a clavarse en la nada. Montalbano comprendió que había perdido. Perdido sólo en parte, pues había logrado establecer un primer contacto.
—Buenas noches.
Ella no contestó. Montalbano cogió la silla libre y la sacó. Después cerró la puerta con llave, haciendo mucho ruido a propósito.
Miró a través de la mirilla y se llevó una sorpresa: de los ojos de Rosanna brotaban unas gruesas lágrimas. Un llanto silencioso, sin sollozos, y precisamente por ello, mucho más desesperado.
Se pasó una hora en la galería, fumando un pitillo tras otro, con el pensamiento concentrado en Rosanna. Estaba a punto de irse a dormir cuando sonó el teléfono. Era Mery.
—¿Qué te parece si voy a verte el viernes?
—¡Mecachis! ¡Me han convocado a Palermo!
La trola le había salido espontáneamente sin que el cerebro tuviera tiempo de impedirlo. El caso es que quería dedicarse por entero y sin distracciones a Rosanna. Mery pareció sufrir una decepción. Montalbano la consoló diciendo que, a lo mejor, la semana siguiente podría hacer una escapada a Catania. Durmió mal, se pasó la noche dando vueltas en la cama.
Por la mañana, acababa de cerrar el grifo de la ducha cuando, por primera vez en su vida, le ocurrió una cosa extraña. Tuvo la impresión de que alguien, escondido, le había hecho una fotografía
con flash
. Un relámpago. Y justo cuando estaba pensando en una frase determinada de la chica: «Los colores me hacen recordar las cosas», experimentó una especie de fiebre. Desnudo como estaba, se dirigió al teléfono. Eran las siete de la mañana.
—Soy Montalbano.
—¿Qué hay, comisario?
La voz de Fazio sonaba preocupada.
—¿Conoces a alguien en el tribunal de Montelusa?
—Sí.
—En cuanto abra, tienes que estar allí. Quiero la lista de todos los jueces y los de la fiscalía. Inmediatamente. Sólo nombre y apellido. Tanto de lo penal como de lo civil. Como primera paliza.
—¿Y como segunda?
—Si me he equivocado, mañana regresas allí y pides que te faciliten la lista de todos los que trabajan en el tribunal, aunque sólo sea limpiando retretes.
Y empezó a hacer cosas para perder el tiempo en casa. A propósito. No habría podido esperar en la comisaría a que Fazio le llevara la lista. A las nueve y media decidió llamar.
—Sí, comisario. Fazio acaba de llegar.
Se fue corriendo.
Encontró el nombre. Emanuele Rosato, juez del tribunal civil. Abrió el cajón, tomó tres cosas que había en el bolso de Rosanna y se las guardó en el bolsillo. Después llamó a Fazio.
—Pide que te den la llave de la celda de seguridad y ven conmigo.
La chica estaba sentada en el lugar acostumbrado. Se la veía tranquila y descansada. Por lo visto, el hecho de permanecer en la cárcel le sentaba bien. Los miró en un primer tiempo sin curiosidad, pero después debió de adivinar de inmediato por la cara del comisario que se había producido alguna novedad. Montalbano se sacó del bolsillo el frasquito de esmalte de uñas de color de rosa y lo arrojó al catre. Después lanzó el trocito de cinta elástica rosa. Y a continuación, la rosa seca. Fazio no entendía nada y miraba alternativamente al comisario y a la chica.
—Los colores me hacen recordar las cosas —dijo Montalbano.
Rosanna estaba tan tensa como un arco.
—¿No te bastaba la primera parte de tu nombre para recordar que tenías que matar al juez Rosato?
Pillando desprevenidos a ambos hombres, la chica pegó repentinamente un brinco. Montalbano adivinó su intención y se cubrió el rostro con la mano. Pero cayó boca arriba con Rosanna encima de él. Y mientras Fazio trataba de apartarla agarrándola por los hombros, el comisario se deleitaba con aquella furia desencadenada tal como se deleita la tierra requemada bajo un fuerte aguacero, pues había acertado de lleno.
Sabiendo que habría sido una pérdida de tiempo preguntarle a Rosanna por qué se la tenía jurada al juez Rosato, Montalbano decidió ir de inmediato a visitarlo a Montelusa. Llegó al tribunal, hizo la cola de costumbre y, cuando llegó ante la presencia del encargado de la oficina de información, le preguntó:
—Disculpe, ¿dónde puedo encontrar al juez Rosato?
—¿Y me lo pregunta a mí? —fue la inconcebible respuesta.
Montalbano se puso repentinamente nervioso.
—¿Se las quiere dar de gracioso? Soy...
—No me las quiero dar de gracioso y me importa un bledo quién sea usted. El juez Rosato me parece que es de lo civil, ¿no?
—Sí.
—Pues entonces vaya a preguntarlo al tribunal civil.
—¿Eso no está aquí?
—No está aquí.
—¿Pues dónde está?
—En el antiguo cuartel.
Temió que si le preguntaba dónde estaba el viejo cuartel, el otro le contestara con aquel mismo tono impertinente y la cosa acabara a hostias.
Salió y vio a un vigilante. El viejo cuartel estaba muy cerca de la estación. Se dirigió allí a pie. A través de la gigantesca puerta entraban y salían centenares de personas, parecía una estación del metro inglés. ¿Sería posible que la mitad de aquella gente se hubiera querellado contra la otra mitad? La explicación la obtuvo leyendo las relucientes placas que había a ambos lados de la entrada: Tribunal Civil, Cuerpo Forestal del Estado, Sociedad Dante Alighieri, Oficina de Impuestos Municipales, Oficina de Reemplazo Territorial, Instituto Giosuè Carducci, Obras Benéficas Franceso Rondolino, Administración de Bienes Arqueológicos, Oficina de Protestos y un misteriosísimo Reembolsos. ¿Quién reembolsaba a quién? ¿Y por qué? Entró desesperando de poder reunirse alguna vez con el juez Rosato. Pero vio inmediatamente un panel en que se indicaba que el tribunal, subiendo por la escalera A, estaba en el segundo piso. Al primero con quien se tropezó mientras subía le preguntó dónde podría encontrar al juez.
—Segunda puerta a la derecha.
Se abrió paso a empujones entre la gente y se asomó al interior de la segunda puerta a la derecha, que estaba abierta. Se vio perdido. Antaño debía de haber sido el refectorio del cuartel o una sala de cualquiera sabía qué ejercicios. Gigantesca. A cada cuatro o cinco pasos había una mesita cubierta de papeles y rodeada de personas que chillaban, no se sabía muy bien si eran abogados, querellantes o condenados de un círculo dantesco. Los jueces no se veían, estaban detrás de los papeles, lo máximo que asomaba de ellos era la mitad superior de la cabeza. Semejantes mesitas las había a cientos. ¿Qué hacer? A paso militar, puesto que estaba en un cuartel, Montalbano se dirigió a la que tenía más cerca y, levantando la voz para que se le oyera por encima de aquel griterío de mercado de pueblo, ordenó:
—¡Quietos! ¡Policía!
Era lo único que podía hacer. Todos se quedaron paralizados mirándolo y convirtiéndose de repente en una especie de grupo escultórico hiperrealista que habría podido titularse «En el tribunal civil».
—¡Quiero saber dónde está el juez Rosato!
—Estoy aquí —contestó una voz prácticamente entre sus piernas.
Había tenido suerte.
—¿Qué desea? —preguntó el juez, invisible detrás de los papeles.
—Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con usted.
—¿Ahora?
—Si fuera posible.
—La vista se aplaza hasta fecha todavía no determinada —dijo la voz del juez.
Se levantó un coro de blasfemias, insultos, palabrotas y plegarias.
—¡Llevamos ocho años así!
—¡Esto no es justicia!
Pero el juez se mostró inconmovible; abogados y clientes se alejaron completamente fuera de sí.
El juez, que se había medio levantado, volvió a sentarse, y como consecuencia de ello desapareció definitivamente de los ojos de Montalbano.
—Dígame, si es tan amable.
—Oiga, señor juez, no me apetece hablar con unas carpetas. ¿No podríamos ir a otro sitio?
—¿Adónde?
—A un bar de aquí cerca quizá.
—Están todos llenos de abogados. Espere. Se me ha ocurrido una idea.
Montalbano vio cómo las manos del juez sujetaban las carpetas, carteras, expedientes y paquetes de papeles atados con cordeles, y lo colocaban todo encima de la mesita, formando una especie de barricada o trinchera.