—Coja una silla y venga a sentarse conmigo aquí detrás.
El comisario así lo hizo. En efecto, nadie habría podido reparar en los dos hombres escondidos. Sus rodillas se rozaban. El juez Rosato decepcionó a Montalbano. Por el camino, se había construido una historia en la cual el juez Rosato (alto, delgado, elegante, con unas cuantas hebras de plata en las sienes, fumador de larga boquilla, seductor de fotonovela) se había aprovechado tres años atrás de su criada Rosanna, que había quedado embarazada y había decidido vengarse. Ya, pero ¿por qué esperar tres años? El verdadero juez Rosato, no el de la fantasía comisariesca, era un sexagenario desaliñado, de baja estatura, completamente calvo y con gafas de dos dedos de grosor.
Montalbano pensó que, para ganar tiempo, lo mejor que podía hacer era recurrir a la técnica del ariete, echándolo todo abajo.
—Hemos detenido a una muchacha que lo buscaba para matarlo.
—¡Virgen santa! ¿A mí?
El juez saltó de la silla, provocando un pequeño pero ruidoso corrimiento de expedientes por el lado oeste de la trinchera. De repente estaba empapado de sudor. Temblando, se quitó las gafas empañadas. Quería hacer preguntas, pero no lo conseguía. Le temblaba la boca. No era un héroe muy adecuado para estar en aquella trinchera el juez Rosato.
—¿Tiene usted hijos varones? —le preguntó el comisario.
Podía ser una solución.
—No... Dos chi... chicas. Mi... Milena vive en Son... Sondrio, trabaja como abogada. Giu... Giuliana, en cambio, es pe... pediatra en Turín.
—¿Cuánto tiempo lleva en el tribunal de Montelusa?
—Prácticamente desde siempre.
—¿Dónde vive?
—En Vigàta. Me desplazo en coche.
—¿Una tal Rosanna Monaco ha trabajado alguna vez como sirvienta en su casa?
—Nunca —contestó de inmediato.
—¿Cómo puede descartarlo sin haber...?
—Jamás hemos tenido sirvientas. Mi mujer las aborrece sin motivo.
El juez se había tranquilizado un poco, hasta el extremo de permitirse hacer una pregunta.
—Esa... Rosanna Monaco ¿es la chica que quiere matarme?
—Sí.
—Pero ¿ha dicho por qué, Jesús santísimo?
—No.
—Pero... ¿me conoce?
—No creo que lo haya visto jamás.
—¡Entonces tiene que habérselo dicho alguien!
—Es lo mismo que yo pienso.
—Pero ¿quién? —Y entonces el juez Rosato dio comienzo a una letanía, una especie de resumen de su existencia—. Jamás me he peleado con nadie, jamás he tenido una discusión, como hombre me gusta estar de acuerdo con todo el mundo, mi esposa es una santa mujer, aparte de alguna pequeña manía, mis hijas me quieren, mis yernos me respetan, como juez siempre me he encargado de pequeñas causas civiles, he procurado actuar con equidad y sentido común, jamás he enviado a nadie a la cárcel, estoy a punto de jubilarme después de toda una vida de trabajo... y ahora alguien, no sé por qué, me quiere muerto...
Montalbano lo dejó llorando con desconsuelo.
—
Dottore
—dijo Fazio cuando el comisario terminó de contarle su conversación con el juez—, hay novedades. La primera es que la chica, al irse usted, como ya se había desahogado, se ha tranquilizado. Y al preguntarle yo por qué la había tomado de esa manera con el juez Rosato, me ha dicho que el juez era un hombre malo que había enviado a la cárcel a una persona.
—Rosato no ha enviado a la cárcel a nadie.
—Lo sé,
Dottore
, usted acaba de decírmelo. Pero alguien se lo ha hecho creer así a Rosanna.
—El mismo que le dio el revólver.
Fazio hizo una mueca.
—Ese es el busilis,
dottore
.
—Explícate.
—Mientras usted estaba en Montelusa, han llamado de Jefatura. El experto en balística afirma con toda seguridad que el arma que le hemos enviado, es decir, el revólver de Rosanna, no puede disparar. De apariencia letal, de hecho es una chatarra.
—Pero Rosanna no lo sabía.
—En mi opinión, sin embargo, quien le entregó el arma sí lo sabía. Recuerde que el número de serie está limado.
—A ver si lo entiendo, Fazio. Yo cojo a una chica, la convenzo de que mate a alguien que no tiene nada que ver, alguien elegido al azar, ¿y deposito en su mano un revólver que no dispara?
—¿Usted cree que fue la misma persona la que le encargó el homicidio y le entregó el arma?
—Admitámoslo un momento. ¿Por qué lo hago? ¿Para divertirme a costa de Rosanna? No puede ser, sería una broma demasiado peligrosa. ¿Para armar jaleo? ¿Mucho ruido para nada? ¿Y eso a quién beneficiaría? Sin embargo, una cosa es segura: para entender lo que ocurre, tenemos que saber quién es la persona que hay detrás de la chica. Es absolutamente necesario. Si esta mañana te ha dicho algo, procura averiguar algo más. Yo no me dejaré caer por allí, pero tú ve a verla, procura ganarte su confianza, habla con ella.
—
Dottore
, ¿sabe lo que es Rosanna? Una gata. Una de esas a las que tú rascas la cabeza y ella ronronea y, de pronto y sin motivo, te araña la mano.
—No puedo por menos que darte mi enhorabuena. Y tenemos que darnos prisa. El tiempo apremia y no podemos mantener a la chica en situación de arresto más allá de los límites que marca la ley. O la dejamos en libertad o informamos al fiscal.
Hacia las cinco de la tarde recibió una llamada que no esperaba.
—¿
Dottor
Montalbano? Soy el juez Emanuele Rosato.
—¿Cómo está, señor juez?
—¿Cómo quiere que esté? Estoy desconcertado. En cualquier caso, quería decirle que tengo un cuaderno en el que anoto todos los procedimientos de los que me he encargado junto con su resultado. Lo he estado examinando y me ha llevado bastante tiempo. Creo haber descubierto algo. El apellido de la chica es Monaco, ¿verdad?
—Sí.
—¿El padre se llama Gerlando?
—Sí.
—¿Vive en via Fornace treinta y siete, de Vigàta?
—Sí.
El juez lanzó un profundo suspiro.
—No entiendo una mierda. —Se dio cuenta de que había dicho una palabrota y empezó a pedir disculpas. Después decidió revelar lo que había descubierto—. Un tal Filippo Tamburello, propietario de un terreno colindante con el de Gerlando Monaco, al reconstruir un murete en seco lo desplazó unos cuantos centímetros hacia delante, poca cosa, pero ya sabe usted cómo son los campesinos. Después de interminables discusiones, Monaco presentó una querella. ¿Y sabe qué? Yo resolví la cuestión en favor de Gerlando Monaco. ¿Y ahora me explica usted por qué su hija ha manifestado su intención de matarme?
—Dígame, señor juez, esa sentencia favorable a Gerlando Monaco ¿cuándo tuvo lugar?
—Hace más de cuatro años.
Por la noche, mientras miraba la televisión, vio por casualidad el rostro de Zito, aquel periodista que había conocido en el tribunal. Decía cosas sensatas e inteligentes. La emisora se llamaba Retelibera. Y entonces se le ocurrió la idea de pedirle que le echara una mano. No perdió el tiempo. Buscó el número y, en cuanto terminó el telediario, lo llamó.
—Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el periodista Nicolò Zito.
Se lo pasaron enseguida.
—Nos conocimos en el tribunal, comisario —dijo Zito—. ¿Puedo servirle en algo?
—Sí —contestó Montalbano.
A la mañana siguiente, que era un día de manual, dio un largo paseo por la orilla del mar, se duchó y a las ocho ya estaba en la comisaría.
—¿Cómo ha pasado la noche Rosanna? —le preguntó a Galluzzo.
—En compañía,
dottore
.
—¿Qué significa en compañía? ¿Ha dormido con alguien?
—Ha hablado,
dottore
. Con Fazio. Ahora ella duerme en la celda de seguridad y Fazio en el cuarto de las literas. Fazio ha dejado dicho que lo despierten en cuanto usted llegue.
—Déjalo dormir. Ya te lo diré cuando tengas que despertarlo.
El periodista Nicolò Zito se presentó a las ocho y media en punto. Montalbano le contó la historia de Rosanna, y Zito, que era un caballo de raza, olfateó la noticia.
—¿Qué puedo hacer por usted, comisario?
Montalbano le mostró el carnet de identidad de la chica.
—Usted tendría que... ¿Podemos tutearnos?
—Encantado.
—Tendrías que ampliar esta fotografía y a lo largo de este mismo día, en uno de tus telediarios, sacarla en antena.
—¿Y qué digo?
—Que convendría que las familias en cuya casa ha trabajado Rosanna Monaco en los últimos cuatro años se pusieran en contacto con nosotros con vistas a una información. Añade que les estaríamos extremadamente agradecidos y seríamos sumamente reservados.
—Muy bien. Espero poder servirte en el telediario del mediodía.
En cuanto Zito se fue, el comisario le dijo a un agente que fuera a despertar a Fazio. Éste se presentó de inmediato sin haberse peinado siquiera.
—
Dottore
, la cosa se presenta complicada. —Parecía turbado, no sabía cómo empezar.
—Mira, Fazio, dime ahora mismo eso que no sabes cómo decirme: es el mejor camino.
—
Dottore
, a las tantas de la madrugada, después de haberse pasado toda la noche hablando, Rosanna se ha puesto a llorar diciendo que ya no podía más.
—Perdona, y sólo como aclaración, ¿por qué te has quedado con ella?
—Me daba pena.
—Muy bien, sigue.
—Ha sufrido una especie de crisis nerviosa. Hasta se ha desmayado. En determinado momento me ha revelado el nombre del que le ordenó matar al juez Rosato e incluso le entregó el arma.
—¿Y quién es?
—Su amante,
dottore
. Giuseppe Cusumano.
—¿Y quién es? —repitió Montalbano perplejo.
—¿Cómo que quién es? ¡
Dottore
, pero si usted declaró acerca del incidente!
De repente lo recordó. ¡El gamberro que le había soltado un puñetazo en la cara al anciano automovilista! El adorado nietecito de don Sisìno Cuffaro.
¡Ahora sí que tenían que actuar con pies de plomo!
—¿Qué hacemos,
dottore
?
—¿Tú qué habrías hecho si Rosanna te hubiese facilitado un nombre cualquiera y no el del nieto de un mafioso del calibre de don Sisìno Cuffaro?
—Habría ido a buscarlo discretamente, lo habría traído aquí y le habría hecho unas cuantas preguntas.
—¿Pues por qué pierdes el tiempo? Ve a buscarlo. Espera. ¿Crees oportuno que yo vaya a hablar con la chica?
—Cualquiera sabe, haga usted lo que quiera.
No estaba dicho en absoluto que Rosanna se mostrara tan bien dispuesta con él como se había mostrado con Fazio. Pero ahora, con el nombre de Cusumano por medio, las cosas cambiaban, Montalbano no podía permitirse el lujo de cometer el más mínimo error. Salió de la comisaría, entró en una tiendecita, adquirió un vestido de mujer de algodón, pidió que se lo envolvieran, regresó a la comisaría y entró en la celda de seguridad.
—Buenos días.
—Buenos días.
Había contestado, había abandonado su mutismo. ¡Buena señal! El comisario observó que su belleza se había intensificado, sus ojos eran todavía más vivos, sus labios, de color rojo fuego sin necesidad de carmín. Arrojó el paquete sobre el catre.
—Es para ti.
Ella trató de deshacer el nudo de las cintas, no lo consiguió y lo cortó con unos dientes afilados y blanquísimos, casi como de animal salvaje. Retiró el papel y contempló el vestido. Sus movimientos, anteriormente casi febriles, se volvieron muy lentos. Tomó el vestido, se levantó y se lo colocó pegado al cuerpo. El comisario experimentó un acceso de orgullo: había acertado plenamente la talla.
—¿Quieres probártelo? Yo salgo.
Jamás había conocido a una mujer que no se pusiera enseguida algo que le hubiesen regalado, desde unos pendientes a unas braguitas.
—Sí.
Cuando regresó, ella estaba de pie en el centro de la estancia, alisándose el vestido sobre las caderas. Verlo, correr a su encuentro y abrazarlo echándole los brazos al cuello fue todo uno.
«Se comporta exactamente igual que una chiquilla», pensó un instante el comisario.
Pero sólo un instante, pues de inmediato sintió la presión y el ligero movimiento rotatorio de su pelvis mientras los brazos, alrededor de su cuello, lo apretaban cada vez con más fuerza y la mejilla de Rosanna rozaba la suya.
«Eso, en cambio, no es propio de una chiquilla», constató Montalbano, apartándose a regañadientes del abrazo.
Había empezado a comprender, había bastado aquel pequeño contacto físico, más valioso que un sermón de mil palabras. Ella había vuelto a sentarse sobre el catre e, inclinada ligeramente hacia delante, estaba examinando el dobladillo de la falda.
—Tengo que hacerte una pregunta.
—Hágala.
—¿Cuándo te dijo Cusumano...? ¿Tú cómo lo llamas?
—Pinu.
—¿Cuándo te dijo Pino que mataras al juez Rosato?
—Me lo escribió unos quince días antes de salir de la cárcel.
—¿Fuiste alguna vez a verlo personalmente a la cárcel?
—Una sola vez. Antes no, no me dejaban entrar porque era menor de edad. Pero Pinu me enviaba notas.
—¡Pero si tú no sabes leer!
—Es verdad. Pero el que me llevaba las notas me las leía.
—¿Cómo se llama el que te las llevaba?
—No lo sé.
—¿Dónde están esas notas?
—Pinu quería que las quemara. Y yo las quemaba.
—¿Cuándo te entregó el revólver?
—Me lo dio a través de la misma persona que me llevaba las notas.
—¿Volvisteis a veros después de la salida de Pino de la cárcel?
—Todavía no.
—¿Y eso por qué?
—Porque primero tenía que matar al juez.
—Pero, perdona, si hubieras matado al juez, jamás habrías vuelto a ver a Pino.
—¿Por qué?
—Porque te habrían detenido. Y por un homicidio, ¿sabes cuántos años de cárcel son?
Ella soltó una carcajada gutural, echando la cabeza hacia atrás.
—A mí no me habrían detenido. Había dos hombres de Pinu preparados para sacarme del tribunal en cuanto yo le hubiera pegado un tiro al juez.
—¿Quieres decir que, mientras tú disparabas, dos hombres de Cusumano habrían llevado a cabo una maniobra de distracción que te habría permitido escapar?
—Sí, señor, algo así.
—¿Sabes qué habría sido?
Rosanna vaciló momentáneamente.
—Habrían arrojado una bomba.