No está mal, una bomba entre la gente como maniobra de distracción.
—Como es natural, tú a esos hombres no los conoces.
—No, señor.
Montalbano se pasó un ratito pensando.
—¿Que he hecho? ¿Se ha enfadado? —preguntó la muchacha. Le había cogido gusto a responder preguntas.
—No. No me he enfadado. Estaba pensando. Supongamos que todo lo que nos has contado a Fazio y a mí es verdad....
La chica se levantó de golpe y se puso en tensión, con los puños pegados a los costados.
—¡Es verdad! ¡Es verdad!
—Cálmate. Quería saber por qué has decidido contárnoslo todo y sacar a relucir la cuestión de tu amante.
—Él ha faltado a su palabra.
—Explícate.
—Me había dicho que si los policías me pillaban antes de disparar, yo no pasaría ni un solo día en la cárcel, que saldría enseguida. Y en cambio...
—Y en cambio, se ha olvidado de ti.
Ella no contestó y sus ojos se oscurecieron intensamente.
—Está demasiado ocupado —dijo Montalbano.
La chica clavó la negra llama de sus ojos en los del comisario. Pero no abrió la boca.
—Demasiado ocupado disfrutando de su nueva mujercita, de la que durante tres años no ha podido disfrutar.
Rosanna mantenía los puños tan apretados que se le habían vuelto de color blanco.
—Y a ti te ha quitado de en medio con esta chorrada del asesinato del juez Rosato.
La chica ya había alcanzado el punto límite. Media palabra más y seguro que algo ocurriría.
—Y la prueba de que te toma por tonta es que el revólver que te dio no podía disparar; estaba roto.
La vio exhalar el aire, mejor dicho, la sintió, pues ella emitió un extraño ruido, idéntico al que se oye cuando alguien recibe un fuerte golpe en el vientre. No sabía que el revólver jamás habría funcionado. Y lo que tenía que ocurrir ocurrió, pero no fue lo que se esperaba el comisario. Rosanna se levantó, se inclinó hacia delante, cogió el dobladillo de la falda, se quitó el vestido por la cabeza, lo arrojó a los pies de Montalbano y se quedó convertida en una bellísima cuchilla de luz en braguitas y sujetador.
—Quédate con el vestido. De ti no quiero nada.
Y empezó a acercarse a él muy despacio. Montalbano huyó literalmente hacia la puerta, salió y la cerró a su espalda. Una vez en un circo había visto hacer lo mismo a un domador con una tigresa que se había desmandado.
Poco antes de que dieran las doce del mediodía, Fazio se presentó.
—
Dottore
, noticia segura. Giuseppe Cusumano no está en el pueblo. Vuelve esta noche a última hora o mañana por la mañana a primera hora. No le quepa la menor duda de que más tarde o más temprano lo atrapo y se lo traigo.
—No me cabe ninguna. Necesito que se haga una comprobación, pero no por la vía burocrática. De lo contrario, perderemos un mes como mínimo.
—Si puedo...
—Se trata de averiguar si es verdad una cosa que me ha dicho la chica. Es decir, si una semana antes de la excarcelación de Cusumano, ella fue a verlo a la cárcel de Montelusa.
—
Dottore
, si efectivamente fue, tendría que constar en el registro. Voy a hacer una llamada.
Al cabo de menos de diez minutos, se presentó de nuevo ante el comisario.
—Dentro de una hora me lo dicen.
—Oye, ¿tenemos televisor?
—¿Aquí en la comisaría? No. Pero el bar de aquí cerca sí tiene. Si quiere, les pedimos que lo enciendan.
—Vamos a tomarnos un café.
En el bar no había lo que se dice nadie. Fazio, que era como de la casa al igual que todos los demás hombres de la comisaría, le dijo al camarero que encendiera el televisor y sintonizara Retelibera. El telediario ya había empezado.
Lo de siempre: dos atracos en bancos de la provincia, una casa de campo incendiada, un cadáver desconocido en el interior de un pozo. Después hubo una entrevista con un subsecretario que consiguió hablar durante diez minutos sin que nadie entendiera de qué estaba hablando. Después apareció el rostro de Rosanna Monaco, y Fazio, que no sabía nada, estuvo a punto de derramar el café. La voz en off de Nicolò Zito repitió diligentemente lo que le había dicho el comisario, es decir, que alguien de las familias que en los últimos cuatro años hubieran tenido a su servicio, etc.
—Buena idea —dijo Fazio—. Pero ¿usted cree que se presentará alguien?
—Estoy seguro. Los que no tienen nada que ocultar lo harán. Para demostrarnos lo mucho que respetan la ley. En cambio, los que tienen algo que callar fingirán no haberse enterado de nuestra invitación. Pero nosotros conseguiremos averiguar de todos modos los nombres de los que no han querido dar señales de vida. Con un poquito de suerte.
Antes de irse a comer, dio unas detalladas instrucciones al agente encargado de la centralita telefónica: si alguien llamara por la cuestión de la chica, se le invitaría a ir a la comisaría a partir de las cuatro de la tarde. Si alguien no pudiera hacerlo, que dejara su número de teléfono.
Todavía con sabor de mar en la boca —los salmonetes eran un milagro de frescura—, dio un largo paseo por el muelle hasta llegar a la altura del faro.
Tenía la desagradable sensación de estar equivocándose en todo, pero no conseguía identificar dónde estaba el error. O puede que el error estribara precisamente en su manera de llevar a cabo la investigación: se sentía como alguien que se pone a hacer el muerto en el agua y nota que una suave corriente lo está empujando. Y entonces se abandona inerte a la corriente.
Cuando puso los pies en la comisaría, Fazio no estaba. Como compensación, el encargado de la centralita le comunicó que habían llamado cinco personas a propósito de Rosanna Monaco. De las cinco, cuatro se presentarían en la comisaría a partir de las cuatro con intervalos de media hora. La quinta, en cambio, Francesco Trupiano, no podía moverse a causa de la gripe, pero, si quisiera, el señor comisario podía pasar por su casa a cualquier hora. Puesto que faltaba casi una hora para la primera cita y puesto que el señor Trupiano vivía allí cerca, Montalbano decidió ir a verlo. Le abrió el propio Trupiano en persona, un viejo extremadamente delgado, con la cabeza cubierta por una
coppola
, la gorra de paño con visera típica de Sicilia, guantes de lana y una manteleta sobre los hombros.
—Pase, pase. —Y mientras lo decía, echó a correr como una liebre hacia otra habitación—. ¡Las corrientes! ¡Cierre la puerta! ¡Las corrientes!
Gritaba como si estuviera a punto de ser arrastrado por las corrientes del Golfo, las que se estudian en la escuela. Montalbano cerró y lo siguió a un salón decorado con pesados muebles de color negro. Pero impecablemente limpio. El señor Trupiano se había apresurado a sentarse en un sillón colocado delante de un televisor y se había tapado las piernas con una manta. Muy cerca de sus pies había un humeante brasero encendido. El comisario empezó a sudar y casi esperó que el otro no tuviera nada que decirle.
—¿Usted puede contarme algo acerca de Rosanna Monaco?
—¿Usted qué quiere saber?
—Todo lo que usted pueda decirme.
—¿Y qué puedo decirle yo?
—Yo no sé lo que usted puede decirme, señor Trupiano. Probaré a hacerle algunas preguntas, ¿le parece bien?
—Muy bien, pero yo entro aquí de refilón.
—No lo entiendo.
—Usted quiere saber para quién trabajó Rosanna como criada durante los últimos cuatro años, ¿es así?
—Exactamente.
—Por consiguiente, yo sólo entro en los primeros cinco meses de esos cuatro años.
—¿Rosanna sólo trabajó cinco meses para usted hace cuatro años?
—No, señor, Rosanna trabajó un año y cinco meses para nosotros. Pero el año usted no puede contarlo, de lo contrario los años que le interesan se convertirían en cinco. ¿Digo bien?
—¿Usted en qué trabajaba, señor Trupiano? ¿Como contable?
—Como relojero.
Así se explicaba la precisión de aquel hombre.
—Muy bien, hablemos sólo de los cinco meses que entran dentro de los cuatro años. ¿Cómo era Rosanna?
—Bonita.
—No quiero saber cómo era físicamente, sino de carácter.
—¿Qué ha pasado, ha muerto?
—¿Quién?
—Rosanna.
—No, está vivita y coleando.
—Pues entonces, ¿por qué dice era, era?
—¿Me contesta, por favor?
—Bueno. Buen carácter. Trabajaba. No era respondona. Mi mujer, que en gloria esté, no se podía quejar.
—¿Es usted viudo?
—Desde hace dos años.
—¿Qué horario tenía Rosanna?
—Venía a las ocho de la mañana y se iba a las seis de la tarde.
—O sea que era esencialmente una chica estupenda.
—Durante un año y cuatro meses.
Montalbano, que se estaba durmiendo a causa del calor que le entraba de sólo ver a Trupiano cubierto de ropa de aquella manera, o quizá por un principio de intoxicación a causa de las emanaciones del brasero, en un primer momento no reparó en que las cuentas no salían.
—Gracias —dijo, haciendo ademán de levantarse. Pero se quedó bloqueado con las posaderas suspendidas en el aire—. Disculpe, ¿cómo ha dicho?
—He dicho que fue una buena chica durante un año y cuatro meses.
—¿Y durante el último mes, en cambio? —preguntó, aguzando el oído y volviendo a sentarse.
—En cambio, durante el último mes, la cosa cambió.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que estaba nerviosa, respondona, llegaba tarde por la mañana y no tenía ganas de trabajar. Después, un día dejó de venir. Al cabo de algún tiempo se presentó su madre para saber algo de su hija, pero yo no le dije nada.
—¿Por qué no le dijo nada?
—Porque era grosera y maleducada.
—¿Me puede decir lo que no le dijo a la madre de Rosanna?
—Pues claro. Hubo unas llamadas.
—¿Unas llamadas que hacía usted?
—¿Yo?
—¿Las hacía Rosanna?
—No, señor, la chiquilla no las hacía, las recibía. Todos los días, sobre las cinco y media de la tarde, es decir, aproximadamente media hora antes de que Rosanna terminara de trabajar, la llamaban por teléfono. Y ella corría a cogerlo como si tuviera fuego en el culo, con todo respeto.
—Por eso usted no tuvo ocasión de saber quién era la...
—Mire, algunas veces Rosanna no llegaba a tiempo y entonces contestábamos mi mujer o yo. Era la voz de un chico, siempre el mismo.
—¿Jamás dijo su nombre?
—Lo decía siempre. Decía: «Soy Pinu...»
—¡Cusumano! —gritó el comisario, sintiendo estallar en su interior una especie de marcha triunfal estilo «Aida».
El señor Trupiano se llevó un susto y pegó un brinco en el sillón.
—¡Virgen santa! ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué grita?
—Nada, nada. Cálmese.
—Cálmese usted —replicó irritado el viejo.
—O sea que llamaba un tal Pino Cusumano...
—¡Pero qué Cusumano ni qué historias! ¡Menuda perra con ese Cusumano! ¡Pino Dibetta se llamaba!
Rápidamente la gran orquesta que sonaba en el interior de Montalbano cambió de repertorio y empezó a interpretar un réquiem.
—¿Seguro, seguro?
—¡Pues claro que estoy seguro! ¡Voy a cumplir los ochenta, pero la cabeza todavía me funciona!
—Una última pregunta, señor Trupiano. ¿Usted tiene armas?
—¿Blancas o de fuego?
La precisión del relojero.
—De fuego.
—Un fusil de caza. Antes me gustaba la caza.
—El señor Corso, el primero de la lista, ha llegado hace unos diez minutos —le advirtió el agente de guardia.
—¿Está Fazio?
—Aún no se le ha visto el pelo.
—Llámame a Gallo.
Gallo se presentó corriendo.
—Tú eres de Vigàta, ¿verdad?
—Sí.
—¿Conoces a un tal Pino Dibetta?
Gallo sonrió.
—Pues claro.
—¿Por qué sonríes?
—Porque es amigo de mi hermano pequeño. Lo tengo al lado de casa. Los dos trabajan juntos en la Montecatini.
—Pues oye: dile que dentro de un par de horas quisiera verlo. Y ahora que pase el señor Corso.
El señor Corso era propietario de una tienda de comestibles. Rosanna, por lo que le decía su mujer, puesto que él trabajaba como una fiera en la tienda de la mañana a la noche, era una buena chica. Siempre le habían pagado las cotizaciones a la Seguridad Social. No, la mujer le había dicho que nadie llamaba a Rosanna por teléfono. No, la chica no se había ido por su cuenta, era su mujer la que le había dicho que dejara de ir, pues una sobrina suya andaba mal de dinero y ellos habían decidido ayudarla tomándola como sirvienta. No, a la sobrina no le daban ninguna paga, sólo comer y dormir. No, señor, no tenían armas en casa. ¿Podía saber por qué pedían información sobre la chica? Ah, ¿no? Pues adiós muy buenas y gracias por todo.
La señora Concetta Pimpigallo, de soltera Currò, de setenta y tantos años y viuda del perito mercantil Arturo, antiguo contable del Consorcio Hortofrutícola, se presentó en compañía de su hija Sarina, de cincuenta y tantos años, soltera y aparentemente muda, pues en ningún momento abrió la boca. Declaró que sobre Rosanna no tenía absolutamente nada que decir. Con la mano en el pecho, podía decir que alguna vez se retrasaba un poco, pero casi nada, cinco minutos como máximo. Ella se lo advertía señalándole el reloj de pared —«un reloj suizo, mi señor comisario, de esos que ya no se fabrican, ¡funciona al segundo!»— y le restaba cinco minutos de la paga. ¿Por qué se había ido Rosanna? La chica explicó que había conocido en el mercado a la muy puta de la señora Siracusa, la cual le había propuesto trabajar para ella a cambio de una paga más alta. Eso era todo. ¿Que por qué la señora Siracusa era una gran puta? ¿El señor comisario aún no la conocía? ¿No? Cuando tuviera ocasión de conocerla, que fuera tan amable de llamar a la viuda Pimpigallo y entonces hablarían de ello. No, a Rosanna no la llamaba nadie. ¿Armas? ¿En casa? ¡Jamás, Dios mío! ¿Podían saber por qué motivo la policía...? ¿No? Pues qué se le iba a hacer.
El señor Giacomo Nicolosi era un cuarentón nervioso e insípido. Declaró que, puesto que trabajaba en Alemania, él a la chica no había tenido ocasión de conocerla personalmente. La chica había servido en su casa ocho meses, en cuyo transcurso él no había podido poner los pies en Italia, su mujer había querido contratarla porque en casa había dos hijos pequeños y los suegros de setenta y tantos años. Su mujer le había dicho que dijera que Rosanna Monaco siempre había sido una buena trabajadora y se había ido por su propia voluntad. En casa no tenían armas. ¿Por qué había acudido él a la comisaría y no su mujer, que sabía mucho más que él? Porque él jamás de los jamases habría permitido que su señora se presentara en una comisaría como una puta cualquiera.