—El hecho de saberlo cambiaría la situación —afirmó Mimì.
—Si quería llevarse a una niña cualquiera —añadió Montalbano—, todo estaría gobernado por el azar y cualquier investigación sería difícil. Pero si quería llevarse a la hija de Belli, el secuestro ya no sería casual y, por consiguiente, el secuestrador debía de disponer con toda seguridad de ciertas informaciones esenciales para poder actuar.
—Ponme un ejemplo.
—Por ejemplo, el secuestrador debía de saber de antemano que el lunes de Pascua Belli y los Mongiardino se irían de excursión a Piano Torretta. ¿Cuándo lo decidieron? ¿A quién se lo dijeron?
—Perdona, pero ¿y si, por el contrario, el secuestrador se hubiera apostado cerca de la casa y los hubiera seguido a partir del momento en que salieron?
—Mimì, aun admitiendo tu hipótesis, a la fuerza alguien tuvo que soplarle al secuestrador que aquella mañana Belli y los Mongiardino saldrían en cualquier caso de excursión. ¡No es una obligación legal salir el lunes de Pascua!
—Muy cierto.
Se hizo el silencio y Montalbano empezó a mirar a Mimì con los ojos entornados. Augello, que se había puesto a escribir de nuevo, interceptó la mirada e inmediatamente se sintió incómodo.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres? Déjame terminar el informe.
—Mimì, cuando corrías detrás de todas las mujeres más guapas de Vigàta y alrededores, ¿tuviste ocasión de conocer a la futura mujer de Belli, la Mongiardino?
—¿Lina? Sí, la conocí. Pero sólo superficialmente, yo le caía mal y ella no perdía ninguna oportunidad de dejármelo claro. ¿Contento?
—Lástima.
—¿Lástima por qué?
—Si la conocieras, podrías llamarla y, con el pretexto de saber cómo está la niña...
—Pero ella y Beba son amigas.
—¿De veras?
—Pues sí, hay cierta diferencia de edad, pero sé que son amigas.
—Pues entonces escúchame bien, Mimì. Esta misma noche Beba tiene que llamar a la mujer de Belli y decirle que acaba de enterarse a través de ti del susto que se ha llevado. Después debe encauzar la conversación hacia el cómo y el cuándo...
—He comprendido muy bien lo que Beba ha de averiguar —lo cortó molesto Augello—. No hace falta que te pongas en plan maestro de escuela.
Mientras se zampaba un plato de salmonetes fritos aliñados con vinagre, cebolla y orégano, un plato que de vez en cuando su asistenta Adelina le dejaba en el frigorífico, siguió pensando en el secuestro de la niña.
A juzgar por lo que se sabía hasta aquel momento, el secuestrador, aparte del guantazo que le había soltado a la pequeña para que se estuviera quieta, no le había hecho ningún daño.
Pero había algo más. En el momento de liberarla, se había encargado de que tampoco sufriera daño y fuese a parar a las manos de las personas adecuadas. Le habría resultado fácil abandonarla en el campo, pero no lo había hecho. Quizá temía que la niña tuviera un mal encuentro con alguien todavía más hijoputa que él. Por consiguiente, lo más probable era que mientras buscaba un lugar donde hacer que Laura bajara del coche, hubiese visto a la derecha, en la misma dirección en la que circulaba, el chalet del doctor Riguccio, y entonces hubiera dejado a la chiquilla casi delante de la verja. De ese modo evitaría que, para llegar hasta allí, Laura, un pequeño ser de sólo tres años, debiese cruzar la carretera llena de coches, perdida y asustada como estaba, cuando ya empezaba a oscurecer, con unas elevadas probabilidades de ser atropellada. ¿Por qué tomaría tantas precauciones alguien que no había tenido el menor reparo en secuestrarla?
Durmió con un sueño más pesado que el plomo, despertó de buen humor y llegó a su despacho dispuesto a amar al prójimo por lo menos casi tanto como a sí mismo. Aún no se había sentado cuando se presentó Mimì.
—¿Beba pudo hablar con la mujer de Belli?
—¿Cómo no? Todo según sus órdenes, jefe.
—¿Y bien?
—Bueno, pues resulta que la noche de Pascua Belli le dijo a Lina que no tenía la menor intención de salir de excursión al día siguiente con la familia Mongiardino. Que fuera ella si quería, él se quedaría en casa.
—¿Y eso por qué?
—Pues porque, por lo visto, por la tarde había tenido una discusión muy violenta con Gerlando.
—¿Lina le comentó a Beba el motivo de la discusión?
—No. Pero en cualquier caso, bien entrada la noche, Lina consiguió que su marido cambiara de idea. Sin embargo, hubo una modificación: en lugar de ir a Marina Sicula, tal como habían acordado días atrás, irían a Piano Torretta.
—¿Y eso?
—Fue idea de Belli. Probablemente porque, estando Piano Torretta mucho más cerca de Vigàta, tendría que pasar menos horas en compañía del cuñado. Y de esa manera, la misma noche del domingo Lina llamó a su hermano y le comunicó el cambio.
—Comprendo. O sea que los únicos que sabían que el lugar de la comida iba a ser Piano Torretta eran los Belli y los Mongiardino.
—Exacto. Por lo tanto, cada vez parece más claro que el secuestro no fue premeditado.
—¿Tú crees?
—Pues claro que lo creo. Dada la situación, el secuestrador, que ya se habría informado con tiempo, puede que a través de alguna criada, del lugar en que Belli celebraría el lunes de Pascua, habría tenido que encontrarse en Marina Sicula. Y si estaba en Marina Sicula, ¿cómo se las arregló para saber que Belli había cambiado de idea y había ido a Piano Torretta? Sea como fuere, en casa de los Mongiardino la atmósfera que se respira no es muy agradable. No sólo porque Belli y Gerlando están peleados, sino también porque Lina ha discutido con su marido.
—¿Por qué razón?
—Dice que él es el culpable de lo ocurrido. Fue él quien quiso ir a Piano Torretta. Si hubieran ido a Marina Sicula tal como estaba previsto, no habría sucedido nada y no se habrían llevado aquel susto tan tremendo.
—¡Pero qué manera de razonar!
—Bueno, tú ya sabes cómo son las mujeres.
—Yo no lo sé, el experto eres tú. ¿La chiquilla cómo está?
—Mucho mejor. Se encuentra a gusto con la psicóloga, que, además, es una amiga. Beba también la conoce.
—¿El marido ya se ha restablecido de esa especie de gripe?
—No estaba en casa. Lina dijo que se había acercado un momento a las oficinas de la Vigamare.
—¿Y eso qué es?
—El nombre de su empresa, una mezcla de Vigàta y
mare
. Por consiguiente ya debe de estar mejor. Beba y Lina han quedado en verse mañana por la tarde.
—Me alegro de saberlo.
—Pero ¿por qué quieres insistir, Salvo? La hija de los Belli tuvo la desgracia de encontrarse en el sitio equivocado, pero si en su lugar se hubiera encontrado otra niña, las cosas habrían ocurrido de la misma manera, puedes creerme.
Montalbano pasó la mañana escribiendo y firmando cartas; al cabo de menos de cinco minutos de entrega a aquel trabajo que le atacaba los nervios, su buena disposición hacia el mundo y las criaturas que lo poblaban ya se había evaporado. Sólo cuando miró el reloj se dio cuenta de que había llegado la hora de ir a comer. Pero ¿no había acordado con Belli que pasaría por allí durante la mañana?
—¡Catarella!
—¡A sus órdenes,
dottori
!
—¿Ha llamado por casualidad el señor Belli?
—No me consta,
dottori
. Pero como he tenido que ausintiarme por una necesidad de ripintina urgincia, espere que lo pregunto a Messineo que es el...
—Muy bien, date prisa.
Montalbano no tuvo tiempo de decir ni pío.
—No, señor
dottori
. No le consta. El señor Melli no ha tilifoniado.
Entonces lo llamó él. Le contestó la voz del viejo Mongiardino.
—Soy Montalbano. Quisiera hablar con el señor Belli.
—Ah. —Pausa. Y después—: No está.
—Ah —dijo a su vez el comisario—. ¿Sabe si pasará por aquí tal como convinimos?
—Difícil.
—¿Y eso qué significa?
—Se ha ido, comisario.
Montalbano se sorprendió. ¿Qué había ocurrido?
—¿Cuándo?
—Esta mañana al amanecer. Ha obligado a Lina a hacer el equipaje en plena noche. No ha querido dar explicaciones. ¡Se ha llevado a la niña que dormía, pobre criatura!
—¿Cómo se ha ido?
—Con su coche.
—¿Sabe adónde se dirige?
—Ha vuelto a Roma.
—¿Su hijo Gerlando lo sabe?
—Sí.
—¿Y él qué explicación ha dado de esta salida?
—No consigue explicársela. Dice que a lo mejor ha sido por una llamada.
—¿Que ha hecho su yerno?
—No; una llamada desde Roma.
¿Algo que se había torcido en los negocios romanos? Podía ser, pero el asunto merecía estudiarse con más detenimiento.
—Señor Mongiardino, ¿le molesta que esta tarde, después de las cinco, me pase un momento por su casa?
—¿Por qué tendría que molestarme?
Y de esa manera, el señor Belli se había
dato
, tal como decían en Roma. Y él no podría hacer nada. El hombre era libre de ir y venir a su antojo. Pero ¿cuál era el porqué de aquella repentina escapada? ¿Era cierta la llamada de Roma? Mimì se hallaba todavía en su despacho. Le contó la huida a Egipto de la familia Belli. Mimì también se mostró extremadamente sorprendido.
—¡Pero si Lina y Beba habían quedado en verse!
—A mí me parece que ya ha llegado la hora de hablar con Gerlando Mongiardino, quien, a lo mejor, podría decirnos algo más acerca de la llamada de Roma.
—¿Qué derecho tenemos a hablar con él?
—Mimì, derechos podemos encontrar los que queramos. Aunque no se haya presentado una denuncia, ha habido un intento de secuestro. Y nosotros tenemos el deber de llevar a cabo una investigación. Pero en cualquier caso tú no te preocupes, yo hablaré con él. —Estaba a punto de abandonar el despacho cuando lo pensó mejor—. Otra cosa, Mimì. Quiero saber el nombre, el apellido, la dirección y el teléfono de la psicóloga que se ha encargado de la niña.
A las cinco de la tarde, mientras Montalbano estaba hablando con Augello, se presentó Fazio.
—
Dottore
, traigo un cargamento. Sé quién es el que firma como Balduccio Sinagra.
—¿Has tomado apuntes? Fechas de nacimiento, de defunción...
—Pues claro.
—Manos arriba —dijo Montalbano, abriendo un cajón del escritorio y metiendo en él una mano.
La voz del comisario sonó firme y decidida. Tanto que hasta Mimì lo miró perplejo.
—¿Qué hace,
Dottore
, está de guasa?
—Te he dicho que manos arriba.
Vacilando, Fazio levantó las manos.
—Muy bien. ¿Dónde tienes las notas?
—En el bolsillo derecho.
—Introduce lentamente la mano en el bolsillo, toma el papel con los apuntes y deposítalo no menos lentamente en la mesa. Si haces un movimiento brusco, disparo.
Fazio obedeció. Montalbano cogió con dos dedos el papelito y lo arrojó a la papelera.
—Y ahora puedes hablar sin todas esas chorradas de fechas que yo aborrezco y a ti tanto te gustan.
—¡Tengo una curiosidad! —terció Mimì—. ¿Con qué ibas a disparar contra Fazio? ¿Con un dedo?
—Con esto —contestó el comisario, sacando un revólver del cajón.
Estaba descacharrado, no podía disparar, pero en alguien que no lo supiera, hacía mucho efecto. La sonrisa del rostro de Mimì desapareció.
—Tú estás completamente loco —murmuró.
—¿Puedo saber qué has descubierto? —le preguntó el comisario a Fazio, que lo miraba estupefacto.
—Bueno —empezó, recuperándose con gran esfuerzo—, ¿usía recuerda que don Balduccio tenía un hijo, Pino, apodado El Acordador, que se fue a Estados Unidos?
—No lo recuerdo, yo no estaba aquí, pero de todos modos he oído hablar de él.
—Pino tuvo varios hijos en América. Uno, Antonio, era conocido con el apodo de El Árabe. Como estaba loco, de vez en cuando se ponía a hablar en un idioma que él llamaba árabe pero que no era árabe y nadie entendía.
—Muy bien, sigue.
—Antonio «El Árabe» tuvo tres hijos, dos chicas y un varón. Al varón le puso el nombre del tatarabuelo, Balduccio.
—¿El cual será el señor que llegó a Vigàta?
—Exactamente.
—¿Cuántos años tiene?
—Unos treinta.
—¿Sabes cuánto tiempo permanecerá en Vigàta?
—Alguien me ha dicho que se quedará mucho tiempo, por eso ha mandado restaurar el chalet.
—¿Qué se propone hacer aquí? —preguntó Augello, casi hablando para sus adentros.
—Mimì —dijo Montalbano—, ¿tú has visto lo que hacen las moscas en el campo? Vuelan y vuelan, y en cuanto ven una preciosa cagada, se ponen encima. Y hoy por hoy aquí entre nosotros hay muchas preciosas y enormes cagadas disponibles. Se ve que se ha corrido la voz y las moscas están acudiendo en tropel, incluso desde el otro lado del charco.
—Si la situación es la que tú dices —observó pensativo Mimì—, significa que pronto regresará la época de los kalashnikov y los asesinatos.
—No lo creo, Mimì. Los sistemas han cambiado profundamente, aunque el objetivo final sea siempre el mismo. Ahora prefieren trabajar a escondidas y con las amistades adecuadas en los sitios adecuados. Y en primer lugar, esas amistades adecuadas andan diciendo por ahí que la mafia ya no existe, que ha sido derrotada, y por consiguiente se pueden promulgar leyes menos severas, abolir la cuarenta y uno bis... En cualquier caso, de este muchacho americano quiero saberlo todo y más, como dicen en la televisión.
Los Mongiardino vivían en la calle principal de Vigàta, en el segundo piso de una sólida casa del XVIII de cuatro plantas, muy amplia y construida sin ahorrar espacio. Le abrió la puerta un hombre muy bien vestido, mayor pero no viejo y de aspecto muy digno.
—Pase, señor comisario. Disculpe que no lo reciba en el salón, pero está todo muy desordenado y hoy no ha venido la mujer de la limpieza. Vamos a mi estudio.
Típico despacho de abogado, macizas estanterías llenas de volúmenes jurídicos y sentencias. Encima del escritorio había algo que el comisario no reconoció en un primer momento, le pareció una calavera, como aquellas que antaño tenían los médicos en su estudio. Fue invitado a sentarse en un sillón de cuero negro.
—¿Le apetece tomar algo?
—Nada, gracias. Le confieso que esta partida tan repentina de su yerno me ha sorprendido.
—Yo también estoy asombrado. Tenían que haberse quedado otros tres días. ¿Ve usted eso? —Señaló la cosa del escritorio. No era una calavera sino una pelota de goma basta—. Le había comprado otra pelota a Laura y estaba empezando a pintarla. Porque la que tenía el lunes de Pascua y se perdió durante el... cuando la... bueno, la que ya no tenía cuando la encontraron, la había diseñado yo. Le había pintado encima al hada Zerlina y el mago Zurlone, dos personajes de un cuento que yo me había inventado y que a ella le gustaba... —Interrumpió la frase—. Disculpe un momento.