—¡Felicidades! ¡Felicidades!
Debía de ser el cumpleaños de Mery. Y él se había olvidado por completo. ¡Qué maleducado era! ¡Qué cabeza de chorlito! Pero no había nada que hacer: no conseguía recordar ninguna fecha.
—Pepepe... perdóname... no recordaba que hoy era... era tu... —dijo, muerto de vergüenza, mientras le tomaba la mano.
—¿Mi qué? —preguntó divertida Mery con los ojos brillantes.
—¿No es tu cumpleaños?
—¿El mío? ¡Hoy es tu cumpleaños! —exclamó, estallando en una carcajada sin poder contenerse.
Montalbano la miró perplejo. ¡Era verdad!
Al regresar a casa, Mery abrió el armario y sacó un paquete envuelto a la manera que los comerciantes llaman «de regalo» y que es un desbordamiento de cintas de colores y lazos de muy mal gusto.
—Con mis mejores deseos.
Montalbano lo desenvolvió. El regalo de Mery era un grueso jersey de montaña, muy elegante.
—Te será útil para tus inviernos en Mascalippa. —Nada más pronunciar la frase, se dio cuenta de que Salvo ponía una cara muy rara—. ¿Qué ocurre?
Y él le contó lo del ascenso y la entrevista con el comisario.
—... y, por consiguiente, no sé adónde me trasladarán —concluyó.
Mery permaneció en silencio. Después consultó el reloj, eran las diez y media, y se levantó de un salto del sillón.
—Perdona, tengo que hacer una llamada.
Se dirigió al dormitorio y cerró la puerta para que él no la oyera. Montalbano experimentó una leve punzada de celos. Pero, por otra parte, no podía pretender que Mery no tuviese un romance con otro hombre. Al poco rato oyó que ella lo llamaba. Cuando entró en el dormitorio, Mery ya estaba acostada y lo esperaba.
Más tarde, mientras permanecían abrazados, Mery le dijo al oído:
—He llamado a tío Giovanni.
Montalbano la miró perplejo.
—¿Quién es?
—El hermano menor de mamá. Me adora. Ocupa un cargo importante en el ministerio del que tú dependes. Le he pedido que buscara información acerca de tu destino. ¿He hecho mal?...
—No —contestó Montalbano besándola.
Mery lo llamó al despacho a las seis de la tarde del día siguiente.
Dijo sólo una palabra.
—Vigàta.
Y colgó.
Por consiguiente, el que había pronunciado aquellas tres sílabas en lo alto del Olimpo romano, en el Empíreo de los Palacios del Poder, no había sido un adivino cualquiera sino un Numen supremo, un Dios de aquella religión que se llamaba Burocracia, uno de aquellos cuya palabra trazaba un destino irrevocable. Y que, tras recibir las súplicas debidamente, había dado una respuesta clara y precisa, mucho mejor que las de la sibila cumana o la pitia o el dios Apolo en Delfos, en el sentido de que los oráculos de la sibila o la pitia o el dios Apolo siempre precisaban de la interpretación de los sacerdotes, y las distintas interpretaciones casi nunca coincidían.
«Ibis redibis non morieris in bello»
, le decía la sibila al soldado que estaba a punto de partir para la guerra. Y listo. Pero había que colocar una coma antes o después de aquel
non
para que el soldado supiera si iba a dejarse la piel en la batalla o iba a salir indemne. Según dónde estuviera la coma, el significado podía ser «Aquí volverás, no morirás en la guerra» o bien «Aquí no volverás, morirás en la guerra». Y establecer dónde tenía que ir la coma era tarea de los sacerdotes, los cuales hacían su lectura según fuera la cuantía de la ofrenda. Allí, en cambio, no había nada que interpretar. Vigàta, había dicho el Numen, y Vigàta tendría que ser.
Tras recibir la llamada de Mery, Montalbano no consiguió permanecer sentado detrás del escritorio de su despacho. Dirigiéndole al policía de guardia una frase incomprensible en voz baja, salió y empezó a pasear por las calles. Mientras caminaba, tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a bailar el
bugui bugui
, que era el ritmo al que en aquel momento le circulaba la sangre, ¡Virgen santa, qué maravilla! ¡Vigàta! Trató de recordarla, y lo primero que le acudió a la mente fue una especie de tarjeta postal en que se veía el puerto con tres muelles y, a la derecha, la recia silueta de un gran torreón. Después recordó la calle mayor, hacia cuya mitad había un café muy grande que hasta tenía una sala con dos mesas de billar. Solía entrar en aquella sala para acompañar a su padre, que de vez en cuando jugaba una partida. Y mientras su padre jugaba, él se zampaba un trozo triangular de helado, en general un «trozo duro» —así lo llamaban— de chocolate con nata. O de
cassata
. Allí hacían unos helados que jamás había encontrado en otro lugar. Volvió a percibir el sabor entre la lengua y el paladar. Y junto con el sabor, recordó con toda claridad el nombre del café: Castiglione. Cualquiera sabía si aún existía y si seguía haciendo los mismos helados incomparables. Después relampaguearon ante sus ojos dos colores tan cegadores como la luz de un
flash
: amarillo y azul. El amarillo de la finísima arena y el azul del agua del mar. Sin darse cuenta, había llegado a una especie de mirador desde el cual se contemplaba un ancho valle y las cumbres de las montañas. Cierto que no eran las Dolomitas, pero cumbres de montañas sí eran. Y para él fueron más que suficiente para hundirlo en la más profunda melancolía, en una sensación de exilio insostenible. Esa vez consiguió contemplar el paisaje e incluso disfrutar un poquito de él, consolado, sin embargo, por la certeza de que pronto dejaría de verlo.
Por la noche llamó a Mery para darle las gracias.
—Lo he hecho en mi propio interés —dijo ella.
—¿Qué interés? No entiendo.
—Si te hubieran destinado a Abbiategrasso o Casalpusterlengo, habría sido imposible que pudiéramos seguir viéndonos. Mientras que entre Vigàta y Catania sólo hay algo más de dos horas. Lo he mirado en el mapa.
Conmovido, Montalbano no supo qué decir.
—¿Creías que iba a soltarte tan fácilmente? —añadió Mery.
Ambos se echaron a reír.
—Cualquier día de éstos voy a acercarme a Vigàta. Quiero ver si está como yo la recuerdo. Como es natural, no le diré a nadie que... —Interrumpió la frase. Una serpiente de hielo le recorrió rápidamente la columna vertebral y lo dejó paralizado.
—¿Qué ocurre, Salvo? ¿Estás todavía al teléfono?
—Sí. No; es que se me ha ocurrido un pensamiento...
—¿Cuál?
Montalbano dudó, temía ofender a Mery. Pero la duda fue más fuerte que cualquier consideración.
—Mery, ¿podemos fiarnos de tu tío Giovanni? ¿Estamos absolutamente seguros de que...?
En el otro extremo de la línea estalló una carcajada.
—¡Me lo esperaba!
—¿Qué te esperabas?
—Que antes o después me hicieras esa pregunta. Mi tío me ha dicho que tu destino ya está decidido, que ya consta por escrito. Puedes estar tranquilo. Es más, haremos una cosa. Cuando decidas ir a Vigàta, avísame con un poco de antelación. De esa manera pido un día de permiso y vamos juntos. ¿Nos vemos mañana?
—Naturalmente.
—Naturalmente ¿qué? ¿Que vamos a Vigàta juntos o que nos vemos mañana?
—Las dos cosas.
Pero enseguida se dio cuenta de que había mentido. La tarde del día siguiente iría a Catania para pasar la noche con Mery, pero a Vigàta había decidido ir solo. La presencia de Mery lo habría distraído. A decir verdad, el primer verbo que se le había ocurrido no era «distraer» sino «molestar». Y se había avergonzado un poco de aquel verbo.
Vigàta estaba más o menos tal como él la tenía grabada en la memoria, aunque había algunos edificios de nueva construcción en el Piano Lanterna; se trataba de unos horrendos rascacielos enanos de unos quince o veinte pisos, y habían desaparecido por entero las casuchas al abrigo de la colina de marga, amontonadas las unas encima de las otras y las unas al lado de las otras hasta formar todo un laberinto de callejuelas palpitantes de vida. Eran por lo general unos
catoj
, es decir, viviendas integradas por una única habitación que de día sólo recibían el aire a través de la puerta de entrada, mantenida necesariamente abierta. Y de esa manera, mientras pasabas por aquellas callejas, podías ver un parto, una discusión familiar, un cura que administraba la extremaunción a un moribundo, los preparativos de una boda o un entierro. Todo a la vista. Y todo en una babel de voces, quejidos, carcajadas, oraciones, tacos e insultos. Le preguntó a un viandante cómo era posible que hubiesen desaparecido aquellas casuchas y el hombre contestó que unos cuantos años atrás un espantoso corrimiento de tierras se las había llevado por delante en dirección al mar.
Había olvidado, en cambio, el olor del puerto. Una mezcla de agua de mar estancada, algas podridas, cordajes empapados, alquitrán cocido al sol, gasolina y sardinas. Puede que, tomados por separado, cada uno de los elementos que constituían aquel olor no fuera un grato homenaje al olfato, pero todos juntos acababan por formar un aroma muy agradable, misterioso e inconfundible. Se sentó encima de una bita. Ni siquiera encendió un cigarrillo para evitar que aquel olor recuperado se contaminara con el del tabaco. Y así permaneció largo rato contemplando las gaviotas hasta que un borboteo en la boca del estómago le recordó que había llegado la hora de comer. El aire del mar le había abierto el apetito.
Regresó a la arteria principal que se llamaba via Roma y vio inmediatamente un rótulo en el cual figuraba escrito «Trattoria San Calogero». Entró encomendándose al Señor. Todas las mesas estaban libres, pues no era una hora apropiada, demasiado temprano.
—¿Se puede comer? —le preguntó a un camarero de cabello blanco que, al oírlo entrar, había salido de la cocina y lo estaba mirando.
—No se necesita permiso —contestó secamente el hombre.
Montalbano se sentó, enfurecido consigo mismo por la estupidez de su pregunta.
—Tenemos entremeses de mar, espaguetis a la tinta de jibia o con almejas o con erizos de mar.
—Los espaguetis con erizos de mar hay que saber hacerlos —dijo en tono dubitativo.
—Yo soy licenciado en erizos de mar —contestó el camarero.
Montalbano habría querido comerse la lengua a mordiscos. Dos a cero.
Dos frases estúpidas por su parte y dos respuestas inteligentes.
—¿Y de segundo?
—Pescado.
—¿Qué clase de pescado?
—El que usted quiera.
—¿Y cómo lo preparan?
—Según el que elija.
Más le valdría coserse la boca.
—Tráigame lo que quiera.
Comprendió que había tomado la decisión más acertada. Cuando salió de la
trattoria
, se había comido tres entremeses, un plato de espaguetis con erizos de mar suficiente para cuatro personas, y seis salmonetes de roca fritos con precisión milimétrica, y, sin embargo, se sentía absolutamente ligero e invadido por una sensación de bienestar tan intensa que en su rostro se había quedado grabada una beatífica sonrisa de felicidad. Tuvo la absoluta certeza de que en cuanto estuviera en Vigàta, aquél se convertiría en su restaurante preferido.
Ya eran las tres de la tarde. Se pasó una hora recorriendo el pueblo y después decidió dar un largo paseo hasta el muelle de Levante. Y lo dio tranquilamente y paso a paso. Sólo quebraban el silencio el murmullo de la resaca en el rompeolas, los gritos de las gaviotas y, de vez en cuando, el rumor del motor diesel de una embarcación de pesca al que estaban sometiendo a prueba. Justo bajo el faro había una roca plana. Se sentó. El día era de una claridad que casi hacía daño, de vez en cuando soplaba una ráfaga de viento. Al cabo de un rato se levantó, había llegado el momento de subir al coche y regresar a Mascalippa. Hacia la mitad del muelle se detuvo en seco. Acababa de aparecer una imagen ante sus ojos: una especie de colina de una blancura cegadora que bajaba en escalones hasta penetrar en el mar. ¿Qué era? ¿Dónde estaba? ¡La Escalera de los Turcos, eso es lo que era! Y tenía que encontrarse por aquella zona.
Llegó disparado al café Castiglione, que seguía en su sitio de costumbre tal como previamente había comprobado.
—¿Puede decirme cómo se va a la Escalera de los Turcos?
—Pues claro. —El camarero le explicó el camino.
—Lléveme un trozo duro a la sala del billar.
—¿De qué sabor?
—
Cassata
.
Entró en la segunda sala. Dos hombres estaban jugando una partida con la ayuda de dos amigos. Montalbano se sentó a una mesa y se comió muy despacio la
cassata
, saboreando una cucharada tras otra. De repente estalló una discusión entre los dos jugadores. Intervinieron los amigos.
—Que juzgue este señor —dijo uno de ellos.
Y otro, dirigiéndose a Montalbano:
—¿Sabe jugar al billar?
—No —contestó, avergonzado.
Lo miraron con desdén y reanudaron la discusión. Montalbano se terminó el helado de
cassata
, pagó en la caja, salió, subió al coche, que había dejado aparcado allí cerca, y se dirigió hacia la Escalera de los Turcos.
Siguiendo las instrucciones del camarero, en determinado momento giró a la izquierda, recorrió unos cuantos metros de calle asfaltada en bajada y se detuvo. La calle ya no seguía adelante, había que caminar sobre la arena. Se quitó los zapatos y los calcetines, lo dejó todo en el coche, lo cerró, se remangó los bajos de los pantalones y llegó a la orilla del mar. El agua estaba fresquita pero no fría. Más allá de un promontorio, la Escalera de los Turcos se le apareció de golpe.
La recordaba mucho más imponente; cuando somos pequeños, todo nos parece más grande de lo que es en realidad. Pero incluso resituada en su justo tamaño, conservaba su sorprendente belleza. El perfil de la parte más alta de la colina de marga blanca se recortaba contra el azul del cielo despejado y sin una nube y estaba coronado por unos setos de intenso color verde. En la parte más baja, la punta formada por los últimos escalones que se hundían en el azul claro del mar, contemplada a pleno sol, se teñía de unos fulgurantes matices que tiraban a rosa fuerte. En cambio, la zona más alejada de la cresta se apoyaba enteramente en el amarillo de la arena. Montalbano se sintió aturdido por todo aquel exceso de colores, auténticos gritos, hasta el punto de que durante un instante tuvo que cerrar los ojos y taparse las orejas. Faltaban todavía unos cien metros para llegar a la base de la colina, pero prefirió admirarla desde lejos: temía llegar a encontrarse en la real irrealidad de un cuadro, de una pintura, y convertirse él mismo en una mancha —sin duda desentonada— de color.