—¡Coño! —exclamó casi sin voz Augello.
—¡Eso es lo que llevaba en la maletita! ¡Qué libros de oraciones ni qué leches! —dijo el vigilante, secándose la frente con una mano.
—Hemos llegado justo a tiempo. Mañana, día de los difuntos, en el momento en que el cementerio estuviera más lleno de gente, habría prendido fuego a la mecha. Salgamos.
Volvieron a subir en silencio, cada uno de ellos enfrascado en sus propios pensamientos. Una vez fuera del panteón, Montalbano le dijo a Fazio:
—Llámame a Gallo por el móvil. —Y esperó—. Hola. Soy Montalbano. ¿Qué tal va todo por ahí?
—Todo relativamente tranquilo,
dottore
.
—Oye, envíame al cementerio a Imbrò o a quien tú quieras. El vigilante le explicará junto a qué tumba tiene que montar guardia sin moverse ni un paso.
—Se lo envío enseguida,
dottore
. Ah, quería decirle una cosa: mire, que ese tío, Saverio Ostellino, ha regresado y está sentado en la platea. Ha pedido perdón y ha dicho que, antes de encerrarse en el cine, tenía que resolver un asunto urgente.
Montalbano se quedó helado.
En cuanto los vio bajar del coche, que había llegado a la velocidad de una bala, Gallo les salió al encuentro.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó Montalbano respirando afanosamente, como si la carrera la hubiera hecho él y no el vehículo.
Gallo lo miró perplejo, no estaba al corriente de nada.
—Se ha sentado en la última fila. Está sólo él, las demás localidades de la fila están desocupadas. Pero ¿qué ocurre?
—Escúchame bien y contéstame sólo cuando lo hayas pensado. ¿Te ha parecido que estaba, no sé cómo decirlo, raro, nervioso?
—Pues sí, un poco sí. Pero ahí dentro todos están nerviosos.
—¿Llevaba algo?
—Sí, señor, una bolsa grande como las que utilizan las mujeres para hacer la compra.
—¡Virgen santa! —dejó escapar Mimì.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Gallo, progresivamente preocupado ante la visible preocupación de los demás.
—Vosotros os quedáis en el vestíbulo —dijo el comisario—. Yo entro para echar un vistazo.
Se esperaba cualquier cosa menos que el señor Mezzano hubiera tenido la ocurrencia de proyectar dibujos animados, que el público comentaba entre risas. Algunos ancianos dormían.
Montalbano vio de inmediato a Saverio Ostellino: estaba solo con la cabeza inclinada, absorto en los insensatos pensamientos que daban vueltas en el interior de su cabeza. Se le acercó muy despacio, Ostellino ni siquiera lo advirtió y permaneció en la misma posición. Montalbano miró al suelo al lado del hombre, pero no vio lo que buscaba. Luego se agachó como para atarse el cordón de un zapato. No le cabía la menor duda, la bolsa no estaba.
Abandonó la sala.
—Ha escondido la bolsa en algún sitio antes de sentarse. Pero hay que encontrarla.
Buscaron por todas partes, en el vestíbulo, detrás de las cortinas, detrás de los jarrones de flores, en el asiento de la taquilla. Nada, el comisario consultó el reloj: las doce de la noche y un minuto.
Ya estaban en el día de los Difuntos. No le quedaba más tiempo que perder, tenía que actuar de inmediato. Igual Saverio Ostellino guardaba en el bolsillo un mando a distancia que podía hacer estallar lo que había en el interior de la bolsa dondequiera que la hubiese escondido.
—Hemos de detenerlo. Pero con mucho cuidado. Tú, Fazio, entras en la sala y te sitúas en el pasillo a su espalda. Comprueba que no sostenga nada en la mano. En caso de que así sea, propínale un golpe en la cabeza que lo deje fuera de combate. En caso contrario, sujétalo y no permitas que se meta la mano en el bolsillo. ¿Está claro?
—Clarísimo.
—Detrás de ti entrará Mimì, que te echará una mano. E inmediatamente después entro yo. Hay que procurar que la detención se realice con el menor alboroto posible. Si alguien se da cuenta y se pone a gritar, puede que se produzca un episodio de pánico. Y eso es lo peor que podría ocurrir. Y ahora, ¡ánimo!
Fazio entró, y a los cinco segundos lo siguió Augello. Cuando el comisario entró también en la sala, se detuvo en seco. Saverio Ostellino ya no estaba en su sitio y Fazio y Augello lo observaron perplejos.
Obedeciendo a una señal de Montalbano, Fazio recorrió rápidamente el pasillo central, mirando a derecha e izquierda.
—No está —dijo al regresar junto al comisario.
Pero Montalbano ya tenía cierta idea y sabía que le quedaban escasamente unos cuantos minutos de tiempo.
—Tú —le indicó en un afanoso susurro a Mimì—, manda que se suspenda la proyección, dales las gracias a todos por haber colaborado y envíalos de nuevo a casa a la mayor rapidez que puedas. Les dices que ya ha pasado el peligro. Que no armen follón, quiero que se desaloje el cine en cinco minutos.
Mimì salió disparado.
—Tú ven conmigo —le dijo el comisario a Fazio.
Se encaminó con paso decidido hacia una puerta protegida por una gruesa cortina, por encima de la cual unas letras en neón decían: «Servicios». Entraron primero en la zona reservada a las mujeres: las puertas de los cuatro retretes estaban abiertas, dentro no había nadie. En la zona de caballeros la puerta de un retrete estaba cerrada por dentro.
Montalbano miró a Fazio, y ambos se comprendieron: seguramente Saverio Ostellino estaba detrás de aquella puerta. En medio del silencio percibieron con toda claridad su afanosa respiración, semejante a un estertor.
El comisario se notó sabor de sangre en la boca, debía de haberse mordido la lengua. Le dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes.
Por signos, Montalbano explicó su plan. Contaría hasta tres con los dedos y entonces Fazio debería echar la puerta abajo de un empujón. Fazio asintió con la cabeza para expresar que lo había comprendido y le ofreció su pistola. Montalbano la rechazó y empezó a contar.
El empujón de Fazio fue tan violento que la puerta se desquició, y el comisario se apresuró a tirar de ella hacia fuera. La escena que apareció ante sus ojos fue peor que una pesadilla.
Saverio Ostellino sostenía en la mano una linterna de petróleo encendida. A sus pies, unos treinta cartuchos de dinamita. La bolsa vacía estaba en un rincón. Ostellino no se movía, permanecía petrificado, con los ojos tan tremendamente desorbitados que, a lo mejor, ni siquiera veía a los hombres que tenía delante.
Fue entonces cuando Fazio, desconcertado por completo, vio cómo su jefe se inclinaba profundamente con las manos cruzadas sobre el pecho.
—Vuestra Inmensidad, os suplico perdonéis mi atrevimiento y me escuchéis. ¡Dignaos dirigir vuestro rostro hacia mí!
Los ojos de Saverio Ostellino perdieron la inmovilidad, se posaron sobre el comisario y lo enfocaron con dificultad.
Montalbano avanzó despacio dos pasos con la cabeza inclinada y cayó de rodillas.
—Inmensidad, ¡dejad que sea vuestro humilde siervo quien cumpla la obra! ¡Concededme la gracia de encender la llama!
Fazio también cayó de hinojos con los brazos extendidos en gesto de devota súplica.
Ostellino los contempló. Y después, con un movimiento que parecía en cámara lenta, extendió el brazo y le ofreció la linterna a Montalbano mientras en su rostro se dibujaba una beatífica sonrisa de felicidad.
Fazio pegó un brinco y sujetó al hombre por los brazos. Entonces el semblante de Saverio Ostellino se desencajó.
—¡Me habéis engañado! ¡Me habéis engañado! —No forcejeó para zafarse. Unos gruesos lagrimones empezaron a surcarle las mejillas—. Podía resucitarlas, ¿sabéis? ¡Habría podido volver a tenerlas conmigo! ¡Todavía conmigo! ¡En mi luz! ¡Por toda la eternidad!
Y Montalbano lo comprendió. El significado de aquellas palabras desesperadas lo conmovió y turbó. Arrojó la linterna a un lavabo, salió y regresó a la sala, que ya estaba desierta.
Se sentó y contempló la pantalla en blanco. Una pesada y espesa capa de desconsolada melancolía lo asfixiaba.
Al cabo de un rato Fazio se sentó en la butaca de al lado.
—El
dottor
Augello lo está acompañando a una clínica de Montelusa. He hablado con el padre y con el hermano.
—¿Qué te han dicho?
—No acaban de creer lo que ha ocurrido. No sabían que Saverio salía de noche, sólo sabían que se pasaba el día leyendo los libros de su abuelo. ¿Qué libros eran?
—Los libros de un cabalista.
—¿De uno de esos que se dedican a adivinar los números de las apuestas mutuas? —preguntó Fazio, sorprendido.
—No, otra cosa. Y de tanto leer acabó con la cabeza completamente trastornada, una cabeza que ya había recibido un buen golpe con la muerte de su mujer y su hija. Hasta que un día se convenció de que si lograba convertirse en Dios, podría resucitar a las personas que amaba.
—Sí, pero ¿aquel asunto de la contracción?
—Bueno, verás, Dios es tan grande que, para imaginarlo, tenemos que empequeñecerlo y entonces...
—No, señor
Dottore
, no siga. Me está entrando dolor de cabeza. ¿Tiene que darme alguna orden?
—Sí, esta misma noche se ha de vaciar el panteón de los Ostellino. No me fío de dejar los explosivos allí dentro con toda la gente que habrá en el cementerio. Mañana por la mañana compra dos ramilletes de flores y ponlos...
—De acuerdo. Así se hará.
Al regresar a Marinella, a Montalbano no le apeteció lavarse y cambiarse. Había tomado una decisión. Había un avión que salía a las siete y en el cual siempre se encontraba plaza. Necesitaba a Livia; a las diez como máximo estaría en Boccadasse.
Pero ahora ya no tenía apetito, no tenía sueño. Fue a sentarse a la galería. La noche era muy suave y no había ni una nube. Se puso a mirar un punto del cielo que él sabía. Justo en aquel punto, en cuestión de unas horas, el principio de la luz del día empezaría a abrirse paso en medio de la oscuridad.
Montalbano tuvo una especie de predicción de su inminente ascenso a comisario por caminos totalmente indirectos, justo dos meses antes del comunicado oficial avalado por el correspondiente sello.
En efecto, en cualquier despacho oficial que se respete, la predicción (o la previsión, si se prefiere) del futuro más o menos próximo de todos los integrantes de ese despacho —y de los despachos limítrofes— es un ejercicio cotidiano, trivial y obvio; no es preciso, por ejemplo, examinar las vísceras de un animal descuartizado o estudiar la dirección del vuelo de los estorninos, tal como hacían los antiguos. Y tampoco hay ninguna necesidad de recurrir a la lectura de los posos de café, tal como se suele hacer en los tiempos más modernos. Y eso que en tales despachos se bebe un montón de café todos los días. No; para una predicción (o previsión, si se prefiere) basta menos de media palabra, un atisbo de mirada, un susurro con la boca cerrada, un principio de enarcamiento de una ceja. Y estas predicciones (o previsiones, etc.) no se refieren tan sólo a las cuestiones de las carreras de los burócratas, los traslados, los ascensos, las llamadas, las notas de mérito y demérito, sino que a menudo y de buen grado afectan a la vida privada.
—Dentro de una semana como máximo la mujer del compañero Falcuccio le pondrá los cuernos con el perito Stracuzzi —le dice en voz baja el contable Piscopo al aparejador Dalli Cardillo, mirando al incauto compañero Falcuccio mientras éste se dirige al retrete.
—¿De veras? —contesta un tanto sorprendido el aparejador.
—La mano sobre el fuego.
—¿Y cómo puedes saberlo?
—Pero, hombre, por Dios —dice el contable Piscopo con una media sonrisa en los labios mientras inclina la cabeza hacia un hombro y se pone la mano derecha sobre el corazón.
—Pero ¿tú has visto alguna vez a la señora Falcuccio?
—No, nunca. ¿Por qué me haces esa pregunta?
—Porque yo la conozco.
—¿Y qué?
—Verás, mi querido contable, es gorda, peluda y medio enana.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Acaso las mujeres gordas, peludas y medio enanas no tienen también esa cosa entre las piernas?
Y lo bueno es que, a los siete días de esa conversación, la señora Falcuccio retoza de placer («¡Virgen santa! ¡Muerta estoy!») en el amplio lecho de viudo del perito Stracuzzi.
Y si eso ocurre en cualquier despacho normal, huelga imaginar el altísimo porcentaje de acierto que tienen las predicciones (o previsiones, etc.) en las comisarías y jefaturas de policía, donde todo el personal, sin distinción jerárquica, está especialmente entrenado y preparado para captar el más mínimo indicio, el más ligero cambio de viento, y extraer las debidas consecuencias.
La noticia del ascenso no pilló desprevenido a Montalbano; era un acto obligado: tal como se decía en aquellos despachos, él ya había cumplido con creces su período de aprendizaje como subcomisario en Mascalippa, un remoto pueblecito de los montes Erei, a las órdenes del comisario Libero Sanfilippo. Pero la cuestión que preocupaba a Montalbano era el lugar a donde sería trasladado, el llamado «destino». Una palabra, por cierto, que tiene también otro significado en su acepción de hado. Porque ascenso significaba también traslado. Y, por consiguiente, cambio de casa, de costumbres, de amistades: todo un destino por descubrir. Francamente, de Mascalippa y alrededores él ya estaba hasta la coronilla, no así de los habitantes, que no eran ni mejores ni peores que otros, con su correspondiente porcentaje de delincuentes, personas honradas, estúpidas e inteligentes; no, la verdad es que ya no aguantaba aquel paisaje. Pero que conste, si había una Sicilia cuya contemplación constituía para él un placer, era precisamente aquella Sicilia hecha de tierra quemada y requemada, amarilla y parda, donde un retazo de obstinado verdor destacaba disparado como un cañonazo, donde los dados blancos de las casuchas en inestable equilibrio sobre las colinas daban la impresión de poder resbalar hacia abajo a la menor ráfaga de viento un poco más fuerte, donde en las primeras horas de la tarde, hasta a las serpientes y lagartijas les faltaba el ánimo para ir a esconderse en el interior de una mata de sorgo u ocultarse debajo de una piedra, inertemente resignadas a su destino, cualquiera que fuese. Y por encima de todo le gustaba contemplar los lechos de lo que antaño fueran ríos y torrentes, por lo menos así insistían en llamarlos las señalizaciones de las carreteras, Ipsas, Salsetto, Kokalos, mientras que ahora no eran más que una hilera de blancas piedras calcinadas, ladrillos cubiertos de polvo. Contemplar el paisaje le gustaba, por supuesto, pero vivir allí dentro, vivir un día tras otro, era como para volverse loco. Porque él era un hombre de mar. En Mascalippa, algunos días al amanecer, cuando abría la ventana y respiraba hondo, en lugar de llenarse los pulmones, los sentía vacíos, le faltaba el aire como después de una prolongada inmersión. Seguro que el aire de las primeras horas de la mañana en Mascalippa era bueno y especial, sabía a hierba y paja, sabía a campiña abierta, pero para él no bastaba, es más, corría el riesgo de asfixiarse. Necesitaba el aire del mar, necesitaba disfrutar del perfume de las algas, necesitaba pasarse la lengua por los labios y notarlos un poco salados. Necesitaba dar largos paseos de buena mañana por la orilla mientras las olas de la resaca le acariciaban los pies. Un destino en un pueblo de montaña como Mascalippa sería peor que una condena a diez años de prisión.