—Porque no estoy tan obsesionado como tú —contestó el comisario, más fresco que una lechuga.
—¿Puedes explicarte mejor?
—En primer lugar, ¿quién te dice a ti que estoy tranquilo? En segundo, ¿quieres decirme qué coño podemos hacer? ¿Construimos un arca como Noé, metemos dentro todos los animales y esperamos a que el hombre venga a matar uno de ellos? Y en tercero, no está escrito, no está dicho en ningún sitio, que la próxima vez vaya a disparar contra un hombre. Él sólo matará a un cristiano al final del mensaje. Hasta ahora ha escrito la primera palabra, que es
ecco
, es decir, «aquí está», «aquí tenéis». La frase evidentemente no está terminada. E ignoramos su longitud, cuántas palabras necesitará. Os aconsejo que os arméis de paciencia.
El lunes 20 de octubre, Montalbano, Augello y Fazio se encontraron en la comisaría a las tantas de la madrugada sin que previamente se hubieran puesto de acuerdo. Al verlos a tan temprana hora, a Catarella por poco le da un ataque.
—Ay, ¿qué ha sido? Ay, ¿qué ha pasado? Ay, ¿qué ha ocurrido?
Obtuvo tres respuestas distintas, tres mentiras. Montalbano dijo que no había pegado ojo a causa de una fuerte acidez de estómago. Augello contó que había acompañado al tren a un amigo suyo que había ido a verlo; Fazio, que se había visto obligado a salir pronto para comprarle aspirinas a su mujer, que tenía un poco de fiebre. Pero de común acuerdo enviaron a Catarella por tres cafés solos al bar de la esquina, que ya estaba abierto.
Tras tomarse el café en silencio, Montalbano encendió un cigarrillo. Augello esperó a que diera la primera calada y después procedió a tomarse su venganza particular.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó, agitando el dedo índice en gesto de advertencia—. ¿Y qué vas a decirle al señor ministro si se deja caer por aquí y te ve?
Soltando maldiciones, Montalbano abandonó la estancia y se puso a fumar en la puerta de la comisaría. A la tercera calada oyó sonar el teléfono. Volvió a entrar a la velocidad de una pelota disparada.
Y se encontraron los tres simultáneamente, Montalbano, Fazio y Augello, empeñados en trasponer aquel auténtico agujero que era la entrada de la centralita, la cual a su vez no era más que un simple hueco algo mayor que un armario para escobas. Se inició una especie de lucha a empellones. Sorprendido por aquella irrupción, Catarella creyó erróneamente que los tres la habían tomado con él. Dejó caer el auricular que estaba levantando, se puso en pie de un brinco con los ojos desorbitados, pegó la espalda a la pared y, levantando las manos, gritó:
—¡Me rindo!
Montalbano recogió bruscamente el auricular.
—Habla el...
Lo interrumpió una estridente voz femenina medio histérica.
—¡Oiga! ¡Oiga! ¿Quién habla?
—Habla el...
—¡Vengan rápido! ¡Muevan el trasero y vengan enseguida!
—¿Por casualidad, señora, le han matado algún animal?
La pregunta desconcertó a la mujer.
—¿Cómo? ¿De qué me habla? ¿Qué pasa, borracho ya de buena mañana?
—Disculpe. Facilíteme sus señas de identidad.
—Pero ¿cómo habla éste?
—Nombre, apellido y domicilio.
Al término de la accidentada conversación telefónica, se pudo establecer que la señora Agata de Dominici, domiciliada en el término de Cannatello, «justo al ladito de la fuentecita», estaba muerta de miedo porque su marido Ciccio había salido de casa armado con un fusil para ir a pegarle un tiro a un tal Armando Losurdo.
—Puede creerme: si lo dice, lo hace.
—Pero ¿por qué quiere pegarle un tiro?
—¡Y yo qué sé! ¿Acaso mi marido me cuenta a mí sus razones?
—Ve a echar un vistazo —le ordenó Montalbano a Fazio.
Éste salió murmurando por lo bajo y ordenó a su vez a Galluzzo, que acababa de llegar a la comisaría, que lo acompañara.
En cuanto los vio, la señora Ágata de Dominici, una cincuentona extremadamente delgada que semejaba la personificación de la miseria, decidió romper a llorar contra el ancho pecho de Galluzzo. Contó a los exhaustos representantes de la ley (el término de Cannatello se encontraba junto al despeñadero y habían tenido que andar tres cuartos de hora porque con el coche no se podía llegar hasta allí) que su marido había salido de casa a las cinco y media de la mañana para atender a las bestias, y había regresado a los diez minutos como si hubiera enloquecido, igualito que Orlando, el del teatro de marionetas, con los pelos de punta, soltando más reniegos que un turco enfurecido y golpeándose la cabeza contra la pared. Ella le preguntaba qué había ocurrido, pero él parecía haberse vuelto sordo y no daba ninguna respuesta. En determinado momento, se puso a dar voces, diciendo que esa vez no iba a perdonar a Armando, que le pegaría un tiro tan cierto como Dios es Cristo. Y efectivamente, cogió el fusil que había junto a la cabecera de la cama y se marchó.
—¡Esta vez lo empapelan! ¡Ya no volverá a salir de la cárcel! ¡Se perderá para siempre!
—Señora, antes de hablar de cadena perpetua —terció Fazio, que tenía la idea de regresar cuanto antes a la comisaría—, díganos quién es ese Armando y dónde vive.
Resultó que Armando Losurdo poseía unas hectáreas de tierra parcialmente lindantes con las de De Dominici, y no pasaba día sin que ambos se pelearan; ahora uno cortaba las ramas de un árbol con la excusa de que invadían su campo, después el otro se apoderaba de una gallina que había entrado casualmente en sus tierras y se hacía un caldo con ella.
—Pero, usted, señora, ¿sabe lo que ha sucedido esta vez?
—¡No lo sé! ¡No me lo ha dicho!
Fazio pidió que le explicara dónde vivía Armando Losurdo y se fue a pie seguido de Galluzzo, al que la señora Agata había permanecido abrazada, mojándole la chaqueta de lágrimas y mocos.
Cuando llegaron al lugar, se encontraron metidos de lleno en una escena de película del Lejano Oeste. Desde la única ventana de una rústica casucha, alguien disparaba con un revólver contra un campesino cincuentón, con toda seguridad Ciccio de Dominici, quien, apostado detrás de un murete, respondía con disparos de fusil.
Demasiado ocupado con el duelo, De Dominici no se percató de la presencia de Fazio, que se le echó encima por la espalda y consiguió, cuando el otro se dio la vuelta, soltarle una patada de no te menees en los huevos. Mientras el hombre trataba de recuperar el resuello, Fazio lo esposó.
Entretanto, Galluzzo gritaba:
—¡Policía! ¡Armando Losurdo, no dispare!
—¡No me fío! ¡Como no os larguéis, os pego también un tiro a vosotros!
—¡Somos de la policía, cabrón!
—¡Júralo sobre la cabeza de tu madre!
—Jura —le ordenó Fazio—, de lo contrario aquí se nos hace de noche.
—Pero ¿es que estamos locos?
—¡Jura y no me vengas con mandangas!
—¡Juro sobre la cabeza de mi madre que soy policía!
Mientras Losurdo salía de la casucha con las manos en alto, Fazio le preguntó a Galluzzo:
—Pero ¿tu madre no murió hace tres años?
—Sí.
—Pues entonces, ¿por qué te resistías tanto?
—No me parecía bien.
En cuando De Dominici vio aparecer a Losurdo, de una sacudida se libró de Fazio y, esposado como estaba, arremetió con la cabeza gacha como si fuera una especie de ariete contra su enemigo. Una zancadilla de Galluzzo lo derribó al suelo.
Losurdo gritaba:
—¡No sé qué le ha dado a este loco! Se ha apostado ahí y ha empezado a disparar contra mí. ¡Yo no le he hecho nada! ¡Lo juro sobre la cabeza de mi madre!
—¡Pero qué manía tiene este hombre con la cabeza de las madres! —comentó Galluzzo.
Mientras, De Dominici se había arrodillado, pero era tanta la rabia que tenía que no conseguía hablar; las palabras se le atropellaban en la boca, se la llenaban y se transformaban en baba. Su rostro había adquirido un color amoratado.
—¡El burro! ¡El burro! —logró decir finalmente al borde del llanto.
—Pero ¿qué burro? —preguntó Losurdo.
—¡El mío, grandísimo hijo de puta! —Y dirigiéndose a Fazio y Galluzzo, explicó—: ¡Esta mañana he encontrado mi burro! ¡Muerto de un disparo! ¡Un tiro en la cabeza! ¡Y ha sido él, este maricón hijo de la gran puta, quien lo ha matado!
Al oír «tiro en la cabeza», Fazio se quedó petrificado y plantó las orejas.
—A ver si lo entiendo —le preguntó despacio a De Dominici—, ¿estás diciendo que esta mañana has encontrado a tu asno muerto de un disparo en la cabeza?
—Sí, señor.
Fazio desapareció literalmente de la vista de Galluzzo, De Dominici y Losurdo, los cuales se quedaron paralizados como si acabara de pasar aquel ángel que dice «amén» y todos se paralizan al instante.
—¿Por qué se ha ido? —preguntaron a la vez De Dominici y Losurdo.
Fazio llegó a la casucha de De Dominici empapado de sudor y sin resuello. El burro estaba atado con una cuerda a un árbol de las inmediaciones, pero tumbado en el suelo, muerto. Un hilillo de sangre le brotaba de una oreja. Encontró enseguida la bala, prácticamente entre las patas del animal, y a primera vista le pareció igual que las anteriores. Pero de la nota no había ni rastro. Mientras la buscaba por los alrededores (tal vez la brisa de primera hora de la mañana se la había llevado), la señora De Dominici se asomó a una ventana.
—¿Lo ha matado? —chilló.
—Sí —contestó Fazio.
Y entonces se desencadenó la ira divina, el infierno, la vorágine.
—¡Aaaaaaahhhhh! —gritó ella, desapareciendo del hueco de la ventana.
A pesar de la distancia, Fazio oyó el golpe del cuerpo que se desplomaba. Echó a correr, entró en la casa, subió por una escalera de madera y entró en la única habitación elevada, que era el dormitorio. La mujer se había desmayado bajo la ventana. ¿Qué hacer? Se arrodilló a su lado y le dio unas leves bofetadas.
—¡Señora! ¡Señora!
Nada, ninguna reacción. Entonces Fazio bajó a la cocina, llenó un vaso con agua de una jarra, subió de nuevo, empapó su pañuelo y lo pasó varias veces por la cara de la mujer sin dejar de llamarla:
—¡Señora! ¡Señora!
Al final y cuando Dios quiso, ella abrió los ojos y lo miró.
—¿Lo han detenido?
—¿A quién?
—A mi marido.
—¿Por qué?
—Pero ¿cómo? ¿No ha matado a Armando?
—No, señora.
—Pues entonces, ¿por qué me ha dicho que sí?
—¡Yo creía que me preguntaba por el burro!
—¿Qué burro?
Mientras se adentraba en una compleja explicación del equívoco, desde la ventana vio llegar a Galluzzo con De Dominici y Losurdo. Para evitar que ambos la emprendieran a tortazos entre sí, Galluzzo los había esposado y los obligaba a caminar a cinco pasos de distancia el uno del otro. Fazio se olvidó de la señora, que por lo demás parecía haberse recuperado la mar de bien, y se reunió con el trío.
Con la ayuda de los dos campesinos y Galluzzo consiguió desplazar el cuerpo del asno. Debajo había un trocito de papel cuadriculado: «Todavía me estoy contrayendo».
Fazio se presentó en la comisaría para informar de la nueva hazaña del verdugo de animales, pero no tuvieron tiempo de estudiar a fondo la cuestión y reflexionar sobre ella.
—¡Ah,
dottori, dottori
! —dijo Catarella, irrumpiendo en la estancia—. ¡Qué he hecho! ¿Se ha olvidado?
—¿De qué?
—¡La rinión con el señor jefe superior! ¡Ahora mismo acaban de tilifoniar de Montelusa que lo esperan!
—¡Coño! —exclamó Montalbano, saliendo como una exhalación. Al punto volvió a asomar la cabeza—: Examinad vosotros el asunto entretanto.
—Gracias, eres muy generoso —replicó Mimì.
Fazio se sentó.
—Si tenemos que hablar de ello... —dijo de mala gana; todos sabían que Augello no le caía demasiado bien.
—Bueno —empezó Mimì—, nuestro anónimo exterminador de animales...
Antes de que terminara la frase, Catarella se presentó de nuevo.
—Hay uno al tilífono que quiere hablar con el
dottori
. Pero como el
dottori
está ausente, ¿si lo paso a usted en persona?
—Personalmente —dijo Mimì.
—¿Hablo con el comisario Montalbano? —preguntó una voz desconocida y claramente irritada.
—No; soy Augello, el subcomisario. Dígame.
—Soy un vecino del contable Portera.
—¿Y qué?
—En este mismo momento el contable Portera está disparando nuevamente de nuevo contra su mujer. Y ahora yo me pregunto y digo: ¿cuándo tendrán ustedes a bien acabar con este coñazo?
—Voy enseguida.
La señora Romilda Fasulo de Portera era una mujer de sesenta y tantos años, bajita, con las piernas tan torcidas como un sacacorchos y un ojo que miraba a Oriente y otro a Occidente; sin embargo, su marido estaba convencido de que era una beldad incomparable y tenía un elevado número de hombres locamente enamorados de ella, a los cuales concedía de vez en cuando sus favores.
Por consiguiente, con un promedio de una vez cada quince días, al término de una ritual discusión cuyos ecos se oían incluso en las calles adyacentes, el contable sacaba el revólver que solía llevar en el bolsillo de la chaqueta y disparaba tres o cuatro veces contra su consorte; fallaba siempre irremisiblemente. La señora Romilda ni se inmutaba, seguía tan tranquila con sus tareas, y mientras retumbaban los disparos se limitaba a decir:
—Cualquier día de éstos me matas en serio, Giugiù.
Una vez Montalbano había intentado que él entrara en razón, pero no hubo manera.
—¡Comisario, mi mujer es la reencarnación exacta de aquella grandísima puta de Mesalina!
—Pero, señor Portera, reflexione con calma. Aunque su señora fuera la reencarnación de Mesalina, ¿quiere usted explicarme cuándo encuentra la ocasión y el tiempo para ponerle los cuernos? Tengo entendido que nunca sale sola de casa, que usted no la suelta ni a sol ni a sombra y siempre la acompaña a misa, a hacer la compra... Además, usted mismo sale únicamente cinco minutos para ir a comprar el periódico y regresa enseguida. Entonces, dígame cuándo y cómo se reúne ella con sus amantes.
—Ay, señor comisario de mi alma, cuando a una mujer se le mete en la cabeza hacer algo, lo hace, puede creerme.
En cambio Augello, que estaba nervioso por la cuestión del asno asesinado, no tuvo el menor miramiento esa vez. Desarmó al contable (por cuya cabeza no había pasado la idea de oponer resistencia), le requisó el arma y procedió a esposarlo a la cabecera de la cama.