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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (35 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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—Bonita reconstrucción —dijo Mimì—. Perfectamente verosímil. Es más convincente que la novela que nos has contado. Pero ¿dónde están las pruebas? ¿Qué elementos obran en nuestro poder? Sólo palabras y conjeturas.

Montalbano estaba a punto de contestarle cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Entró el agente Alfano. Sostenía en la mano un sobre que entregó a Fazio.

—Las fotografías —dijo.

Y se retiró. Fazio abrió el sobre. Las fotografías que le había hecho a Arena eran unas veinte, pero dos en concreto, en las que el rostro de Arena aparecía en primer plano, eran muy nítidas y perfectamente definidas.

—Aquí están las pruebas —dijo Montalbano, mirándolas.

Por lo que le había dicho Fazio, la casa de Giacomo Arena se encontraba a medio kilómetro de la de los Carmona. Cuando pasó por delante en su camino hacia Gallotta, Montalbano aminoró la velocidad. Más que una casa era una casita de campo muy mal conservada, con fragmentos de revoque desprendidos y unas persianas que llevaban años pidiendo a gritos una mano de pintura. El garaje, con la persiana metálica cerrada, era una construcción rectangular adosada a la parte lateral de la casita. Resultaba evidente que debía de haber sido un establo.

Aceleró, estaba deseando llegar a Gallotta.

El estanco de Bonsignore estaba en la plaza. Entró y vio detrás del mostrador a un chaval de unos veinte años, tan delgado que hasta daba miedo y con ojos de pez muerto. Se quedó momentáneamente desconcertado, esperaba encontrar allí al falso monseñor.

—¿Qué desea? —preguntó el chico.

—La verdad es que quería hablar con el señor Bonsignore.

—Mi tío me ha pedido que lo sustituyera, hoy no podía venir.

—Pero ¿está aquí, en Gallotta?

—Pues claro. No ha podido venir porque tenía que atender a su mujer, que está con gripe.

—¿Puedes decirme dónde vive?

—Perdone, pero ¿usted quién es?

—Soy el comisario Montalbano.

Los ojos de pez muerto del chico parecieron cobrar vida.

—¿Hay alguna novedad sobre el secuestro?

Montalbano se sorprendió.

—¿Qué secuestro?

—El de la niña del lunes de Pascua. Mis tíos se pasan la vida comentándolo por todo el pueblo.

—No ha habido ningún secuestro. Y es precisamente para aclarar las cosas por lo que he venido. ¿Quieres indicarme dónde vive tu tío?

—En la puerta de al lado —dijo el chico en tono decepcionado.

El señor Bonsignore vestía una inesperada bata de estar por casa de color morado que hasta le otorgaba un aire decididamente cardenalicio.

—¡Comisario, qué alegría! ¡Qué sorpresa tan agradable!

—¿Su señora cómo está?

—Mejor, mejor. La fiebre le está bajando.

Lo hizo pasar a un austero salón. En las paredes, una crucifixión de autor anónimo, que mejor que siguiera siendo anónimo toda la eternidad, una Virgen con el pecho traspasado por siete espadas, una natividad con un Niño Jesús desproporcionado, mucho mayor que el buey y el asno juntos.

—¿Le apetece un poco de rosolí?

¡Rosolí! Pero ¿todavía existía? Estuvo tentado de aceptar, pero después temió tener que tragarse un brebaje letal.

—No, gracias, no se moleste. Sólo lo entretendré unos minutos.

Se sacó del bolsillo una de las dos fotografías de Giacomo Arena y se la pasó a Bonsignore. Éste la examinó. Detenidamente. Pero parecía más perplejo que convencido.

—¿Y quién es este señor? —decidió preguntar al final.

Montalbano, que no esperaba esa pregunta, se vio perdido.

—Pero ¿cómo, no lo reconoce? ¡Es aquel hombre que usted vio con la niña el lunes de Pascua! ¡Fíjese bien!

Bonsignore se levantó y se acercó a la ventana, donde había más luz. Miró y remiró la fotografía, acercándola y alejándola.

—Ahora que me obliga a pensarlo, cierto parecido sí hay. Pero en conciencia no me atrevo a... Comprenda, comisario, todo ocurrió tan rápido... Yo estaba efectuando la maniobra y, por consiguiente... Cierto que presencié toda la escena, pero de ahí a decir qué cara tenía aquel hombre... —La expresión de Bonsignore pasó de dubitativa a triunfal—. ¡Entonces era verdad, fue un secuestro! ¡Nosotros teníamos razón!

—¿Qué lo induce a pensarlo?

—¡El mismo hecho de que usted haya venido aquí con esta fotografía!

—No, por Dios, el posible reconocimiento lo necesito para confirmar una coartada de este hombre.

Y se inventó una historia tan tortuosa que hasta él mismo se perdió en ella. Puesto que Bonsignore tenía dudas, el hecho de decirle que se trataba de un reconocimiento para exonerar a alguien tal vez lo ayudara a vencer sus escrúpulos. Pero el otro no se movió.

—Lo siento, comisario, pero no...

—¿Por qué no le muestra la fotografía a su señora? —sugirió Montalbano, todavía esperanzado.

—Es inútil. Clotilde lo vio todo, claro, pero es muy miope. En aquel momento no llevaba las gafas puestas.

Montalbano se sintió como alguien que, al ir al banco a cobrar un talón de un millón de euros, es informado por el cajero de que se trata de un talón sin fondos.

* * *

—¿Eso es todo? —dijo el fiscal Carlentini.

—¿Por qué? ¿No basta? —preguntó Montalbano.

—Tengo que reflexionar.

El fiscal Carlentini se apoyó contra el respaldo del pesado asiento de madera labrada, y cerró los ojos. Después los abrió y empezó a mirar, sin moverse ni un solo milímetro, la pared que tenía delante.

«A lo mejor ha caído en estado de catalepsia», pensó Montalbano.

No había caído en estado de catalepsia. Porque levantó el brazo izquierdo y se puso a examinar la manga de la chaqueta, soplando suavemente encima de ella. Después hizo lo mismo con el brazo derecho. Al final miró a Montalbano. La reflexión debía de haber terminado.

—No —dijo.

—¿No qué? —preguntó el comisario, enfureciéndose por momentos.

—Con lo que tenemos en la mano, no me atrevo a firmar una orden de registro. Por otra parte, ¿qué espera encontrar en aquel garaje?

—No lo sé —admitió.

—¿Lo ve?

—¡Pero la partida es importante, dottore! Nos permitiría impedir, ya en sus comienzos, un tráfico mafioso de amplias proporciones que...

—Me doy perfecta cuenta, comisario. Pero precisamente porque se trata de un asunto muy serio, hay que moverse con suma cautela y sólo cuando tengamos en nuestro poder elementos concretos. Un gesto precipitado por nuestra parte podría dar al traste con todo.

—De acuerdo. Pero entretanto, ¿cómo me las arreglo yo para...?

—¡Montalbano! ¿Qué me está usted diciendo? ¡Pero si usted es famoso por sus métodos, cómo diría, poco ortodoxos!

* * *


Dutturi
, ¿qué pasa? ¿No tiene apetito esta noche?

Enzo contemplaba sorprendido el plato en que aparecía desmenuzado aquí y allá sólo uno de los tres espléndidos salmonetes. Los otros dos estaban intactos.

—Me noto mal sabor de boca.

Era la pura verdad, la concreción de una metáfora. Partida perdida en toda la línea, las fotografías de Arena ya podía arrojarlas al retrete; el fiscal, sin duda con toda justicia, no había querido arriesgarse. Y él se sentía impotente. Quizá el avance de la vejez aminoraba no sólo el ritmo de sus pasos sino también el de su cerebro. En otros tiempos, que ahora le parecían muy lejanos, seguro que se le habría ocurrido una solución. Ahora, en cambio, sólo una ventosa cabeza entre espacios ventosos. ¿De quién era aquel verso? No consiguió recordarlo. Pero quienquiera que fuese el autor describía de maravilla su estado actual.

El teléfono sonó cuando no hacía ni cinco minutos que había llegado a Marinella.

—¿Dígame? ¿Quién habla? —se apresuró a preguntar para evitar cualquier equívoco.

Era Linda.

—¿Has cenado?

—Sí.

—Yo también. ¿Puedo ir un ratito a tu casa?

—Mira, Linda, mañana tengo que levantarme muy temprano y...

—Me quedaré una hora como máximo, lo juro.

—Bueno, pues ven.

Nada más colgar, pensó que lo mejor sería telefonear de inmediato a Livia.

—¿Qué quieres?

Vaya por Dios, ¿aún no se le había pasado? Por lo que creía recordar, la última llamada de la víspera había sido de carácter pacificador.

—¿Todavía la tienes tomada conmigo?

—Sí.

—Pero si anoche...

—Lo he pensado mejor.

—Oye, Livia, no te pongas así, necesito hablar contigo, quiero tu consejo.

—¿Quieres que yo te dé un consejo? ¿Por qué no se lo pides a esa Linda?

En su interior se disparó una especie de resorte, incontrolable.

—Se lo pediré en cuanto llegue.

—Ah, ¿conque está yendo para allá?

—Sí, pero no para...

Se dio cuenta de que estaba hablando al vacío. Livia había colgado. Pero ¿qué idioteces estaba haciendo? Para que se le pasaran los nervios, fue a sentarse a la galería. Al poco rato llegó Linda. Le dejó sitio en la banqueta.

Ella fue inmediatamente al grano.

—¿Querrías decirme a qué punto has llegado en la investigación?

—A un punto muerto.

—¿Y eso por qué?

Se lo contó todo en una especie de desahogo. Todo, hasta lo de Bonsignore, que no se había atrevido a reconocer a Giacomo Arena en la fotografía, hasta lo del fiscal que le había negado el registro.

—Pero, perdona, Salvo, ¿qué esperabas encontrar en el garaje de Arena?

—Es la misma pregunta que me ha hecho el fiscal. Y te contesto lo mismo que a él: no lo sé.

—Pues entonces, ¿a qué tanto empeño?

—Me siento como un perro de caza, su instinto y su olfato lo advierten de que en las inmediaciones tiene que haber algo, pero no consigue averiguar de qué se trata.

Linda permaneció un rato en silencio. Después dijo:

—Todo lo que la niña llevaba puesto cuando la secuestraron lo seguía teniendo cuando apareció delante de la verja del chalet Riguccio. Eso lo sé con toda certeza.

—¿Cadenitas? ¿Sortijitas?

—No llevaba.

—¿Algún lazo en el cabello, alguna cinta?

—No.

Después de un breve silencio, Linda hizo una pregunta que sorprendió a Montalbano:

—¿Te molesta que encienda un momento el televisor?

—No, pero ¿qué quieres ver?

—Cómo va la Juve.

—¿Eres hincha?

—Sí. ¿Tú no?

—No, pero adelante, faltaría más.

Linda se levantó, pero inmediatamente se quedó paralizada. El comisario la miró. La chica permanecía inmóvil con la boca abierta y los ojos desorbitados.

—¡Dios mío! ¡La pelota! —consiguió decir al final.

—¿Qué pelota? —preguntó Montalbano perplejo.

—La pelota de Laura. La tenía hasta que la secuestraron. La tenía en el coche y en el garaje. Hasta la dibujó. ¡Pero ya no la tenía cuando apareció delante de la verja de los Riguccio!

—¿Estás segura?

—¡Segurísima! ¡Su abuelo le estaba haciendo otra!

7

Antes de recurrir a los métodos poco ortodoxos, tal como los había llamado el fiscal Carlentini, quedaba otro camino por intentar, absolutamente ortodoxo, más aún, tradicional en las policías de todo el mundo. En argot, el salto de la zanja, un truco consistente en dar por cierto algo que es sólo una hipótesis para inducir a alguien a decir o hacer algo que no quiere. Pero para que el salto de la zanja resultara verosímil, era necesaria una cuidadosa dirección cinematográfica, pues se trataba en cualquier caso de una puesta en escena, de una comedia. En aquel caso concreto, resultaba fundamental agenciarse en primer lugar un indispensable tema escénico mediante un pretexto cualquiera. Cualquiera servía, pero ¿cuál? La búsqueda del pretexto ocupó sus pensamientos mientras se dirigía desde Marinella a la comisaría. Había dormido bien, de un tirón, se había levantado con la mente fresca y despejada, teniendo muy claro lo que debía hacer. Pero el cómo hacerlo permanecía todavía en una zona de sombras.

El día era tan dulce como los
lokum
, aquellas delicias turcas tan empalagosas. A pesar de que tenía prisa, disfrutó del paisaje circulando a paso de tortuga, para gran desesperación de los vehículos que lo seguían.

Nada más entrar en su despacho, le comunicó sus disposiciones a Fazio.

—Coge un coche de servicio, llama a Alfano y llévatelo contigo.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Localizáis a Giacomo Arena y os ponéis a seguirlo.

Fazio lo miró con expresión dubitativa.


Dottore
, si me lo hubiera dicho anoche, habría sido más fácil. Pero ahora mismo el tío andará por ahí con su camioneta haciendo el reparto por cuenta de la empresa de Infantino, y ¿cómo voy a saber...?

—No hay problema. Le preguntas al propio Infantino qué repartos tiene que hacer Arena.

Fazio lo miró sorprendido.

—¿Con un coche de servicio? ¡Pero,
Dottore
, Infantino sabe leer y escribir! ¡Cuando vea la palabra «policía» en el coche y me oiga haciéndole preguntas, se pega un susto!

—Es justo lo que quiero. Que se altere. Cuando hayáis obtenido los datos, seguís a Arena, y en cuanto lleguéis a un lugar donde no haya ni vehículos ni personas, lo obligáis a parar.

—¿Con qué excusa?

—Inicialmente con una excusa trivial, qué sé yo, que tiene roto el faro posterior, exceso de velocidad, lo que queráis. Pero debéis actuar muy despacio y en plan de cachondeo para que Arena se exaspere y pierda la paciencia. Entonces lo esposáis por desacato a la autoridad. ¿Está claro?

—Clarísimo. ¿Y después?

—Después lo traes aquí y lo encierras en la celda de seguridad.

—¿Y la camioneta?

—Mientras tú trasladas aquí a Arena, Alfano se queda allí de guardia. Nada más encerrar a Arena en la celda de seguridad, vuelves al lugar. Una vez allí, llamas con el móvil a Infantino y le explicas dónde está la camioneta. No contestes a ninguna de sus preguntas. Esperáis a que llegue alguien de la empresa, le entregáis la camioneta y después regresáis aquí.

—Seguramente irá Infantino en persona. ¿Y si me pregunta adónde ha ido a parar Arena?

—Le dices la verdad, que ha sido detenido.

—¿Y si me pregunta el motivo?

—En ese momento te conviertes en una tumba. Cuanto más evasivo te muestres, mejor. Déjalo cocer a fuego lento.

Ahora tendría que interpretar el papel más difícil. En el cual se vería obligado a contar trolas a un caballero cuya sola culpa era la de ser padre de un delincuente. Pero el pretexto para lograr lo que resultaba indispensable para poder saltar la zanja aún no lo había encontrado. Decidió encomendarse al azar y el azar le fue propicio.

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