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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (27 page)

BOOK: El país de uno
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Y una batalla que debería estar enfocada en la innovación, en la mejor manera de competir, en la reducción de costos para pasárselos a los consumidores, se ha centrado en qué oligarca va a recibir una tajada más grande —y en condiciones más favorables— del mercado televisivo y de las telecomunicaciones, valuado en 35 mil millones de dólares. En qué conglomerado anti competitivo va a seguir usando estrategias depredadoras con mayor éxito. En quién —Carlos Slim o Emilio Azcárraga o Ricardo Salinas Pliego— recibirá el mayor número de favores, el mayor número de concesiones de bienes públicos, la mayor anuencia de la autoridad. La batalla se ha centrado en la lucha por las tarifas de interconexión o sobre si el señor Slim debe ingresar al mercado de la televisión por cable, pero esto obscurece temas estructurales y fundamentales sobre las reglas que rigen el funcionamiento de la economía mexicana. Reglas que favorecen al depredador por encima del consumidor; reglas que fortalecen monstruos en vez de contenerlos; reglas que permiten la concentración indebida en lugar de fomentar la competencia indispensable.

Competencia que el gobierno ha evitado impulsar a fondo a pesar de su retórica favorable al respecto. Competencia que debe incluir medidas que a ninguno de los dos monstruos les gustan, como la licitación de nuevas cadenas de televisión, como reformas que obliguen el pago de sanciones multimillonarias por prácticas monopólicas, como tarifas de interconexión que reduzcan los altos costos que los ciudadanos de México no tienen más opción que pagar, como sanciones a quienes violen los términos de su concesión, incluyendo la posibilidad de revocarla. Cambios que autoridades titubeantes no han querido promover; modificaciones que un Poder Legislativo capturado ha rehusado apoyar; alternativas que jueces y tribunales se han dedicado a obstaculizar.

¿Cuáles son las consecuencias del “capitalismo de cuates” del que Carlos Slim, Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego se benefician? Donde las élites tradicionales son fuertes, la gobernabilidad democrática es poco eficaz, los partidos políticos tienden a estar capturados, las reformas tienden a ser minimalistas. En México, el incremento de la política pública puede ser atribuido a élites tradicionales —como los oligarcas económicos— que usan su poder para bloquear reformas que afectan sus intereses, o asegurar iniciativas que protejan su situación privilegiada. Con efectos cada vez más onerosos y cada vez más obvios que las crisis recurrentes ponen en evidencia, porque no logramos reformarnos a tiempo. Mucha riqueza, pocos beneficiarios. Crecimiento estancado, país aletargado. Intereses atrincherados, reformas diluidas. Poca competencia, baja competitividad. Poder concentrado, democracia puesta en jaque. Un gobierno que en lugar de domesticar a las criaturas que ha concebido, ahora vive aterrorizado por ellas.

¿QUÉ HACER PARA CRECER?

La pregunta para México es cómo cambiar las reglas del juego, para que haya crecimiento en vez de estancamiento. Para que haya competencia y competitividad en lugar de protección y complicidad. Para que haya muchos multimillonarios innovadores y no sólo algunos que distan de serlo. Para que no pululen “campeones nacionales” admirados que en realidad son monopolios dañinos pero disfrazados. Para que haya muchos consumidores satisfechos y no millones que están lejos de sentirse así.

El primer paso tendría que ser, como lo señala Robert Reich en su último libro,
Supercapitalism: The Transformation of Business, Democracy and Everyday Life
, desarrollar un entendimiento claro y compartido sobre la frontera apropiada entre el capitalismo y la democracia. Ello entrañaría un gobierno capaz de diseñar nuevas reglas, y una sociedad capaz de defenderlas. El papel de empresarios como Carlos Slim y Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego y Lorenzo Zambrano —entre tantos más— es ser lo más agresivos posible. El papel del gobierno y de los ciudadanos es impedir que al hacerlo, abusen de su posición privilegiada.

Por eso será imprescindible que México mire lo que otros países han hecho con los oligarcas que estrangulaban su economía y aprenda a regularlos mejor. Basta con recordar cuando los Rockefeller y los Vanderbilt y los Carnegie dominaban los mercados estadounidenses y obstaculizaban la competencia en ellos. Podían —como lo hace Carlos Slim hoy— cobrar lo que querían y comportarse como quisieran. Eran poderosos e impunes. Y poco a poco, el público comenzó a alzar la voz en su contra. El poder incontenible de los grandes consorcios motivó un movimiento progresista, liderado por Theodore Roosevelt. “Los amos del gobierno de Estados Unidos son los capitalistas”, vociferaba. Entonces su gobierno se dedicó no a destruir los monopolios sino a regularlos en nombre del interés público. Buscó convertir a los “jugadores dominantes” en unidades más pequeñas y menos anti competetivas.

El reto —fundamental, definitorio— para México es reproducir esa experiencia liberadora. Es lograr que el presidente en turno deje de ser un estatista y se convierta en un estadista: alguien que desate el espíritu emprendedor al alejar al país del modelo mercantilista que lo ha maniatado. Alguien capaz de equilibrar las ganancias empresariales con los derechos ciudadanos. Alguien capaz de usar la fuerza regulatoria del Estado para construir un sistema económico dinámico, competitivo, que nutra a la clase media y asegure su expansión. Alguien que reconozca las barreras de entrada que Carlos Slim —y otros— han erigido en torno a sus imperios, y se dedique a desmantelarlas. Y alguien que asuma la responsabilidad del Poder Ejecutivo para iniciar un proceso de reforma encaminado no nada más a fortalecer al Estado, sino a promover una verdadera economía de mercado. Algo que en México aún no existe en esos ámbitos controlados por “campeones nacionales” colocados en un pedestal, desde donde obstaculizan, bloquean, retrasan.

El gobierno necesita entender el costo que ese tipo de comportamiento empresarial tiene para México, y por qué ha llegado la hora de frenarlo. La política de promoción de “campeones nacionales” ha significado un cuantioso subsidio ciudadano a favor de quienes los exprimen. Ha implicado la eliminación de la competencia para favorecer a los monopolios empresariales. Y quizá algunos insistan que la estrategia de protección regulatoria ha sido necesaria para crear conglomerados con la capacidad de competir a nivel global con sus contrapartes. Pero los supuestos beneficios de esta estrategia palidecen junto a sus perjuicios obvios: consumidores expoliados y mercados manipulados.

Para que México sea un país ganador para muchos y no sólo para unos cuantos, el gobierno deberá comenzar a erigir un muro de contención frente a los intereses que obstaculizan la creación de un capitalismo de cancha ancha de juego. Deberá actuar en nombre del interés público; en pocas palabras, en nombre de los habitantes de este país y sus derechos. Deberá mostrarse menos interesado en retener las oportunidades insólitas que tienen y más interesado en crearlas para otros. Deberá hablar de las reglas del modelo económico que cambiará, del terreno nivelado de juego que construirá.

Para que México crezca de manera acelerada, el gobierno tendrá que crear la capacidad de regular y reformar en nombre del interés público. Tendrá que encarar a esas “criaturas del Estado” que bloquean el crecimiento económico y la consolidación democrática: los monopolistas abusivos y los sindicatos rapaces y las televisoras chantajistas y los empresarios privilegiados y sus aliados en el gobierno. Tendrá que tomar decisiones que desaten el dinamismo económico; que fortalezcan la capacidad regulatoria del Estado y contribuyan a construir mercados; que promuevan la competencia y gracias a ello, aumenten la competitividad. Será necesario usar la capacidad del Estado para contener a aquellos con más poder que el gobierno, con más peso que el electorado, con más intereses que el interés público.

Será necesario leer y diseminar textos tan influyentes como
The Growth Report
y
The Power of Productivity
donde los autores señalan lo que todo país interesado en crecer y competir debe hacer para lograrlo. Ello requiere una economía capaz de producir bienes y servicios de tal manera que los trabajadores puedan ganar más y más. Ello se basa en la expansión rápida del conocimiento y la innovación; en nuevas formas de hacer las cosas y mejorarlas; en técnicas que aumentan la productividad de manera constante. Las economías dinámicas suelen ser aquellas capaces de promover la competencia y reducir las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado. Y es tarea del gobierno —a través de la regulación adecuada— crear un entorno donde las empresas se vean presionadas por sus competidores para innovar y reducir precios y pasar esos beneficios a los consumidores. Si eso no ocurre, nadie tiene incentivos para innovar. En lugar de ser motores del crecimiento, las empresas protegidas y/o monopólicas terminan estrangulándolo.

En pocas palabras, la competitividad —factor indispensable para atraer la inversion— está vinculada a la competencia. El crecimiento económico está ligado a la competencia. La innovación y por ende el dinamismo y la creación de empleos se desprenden de la competencia. La inversión que se canaliza hacia nuevos mercados y nuevas oportunidades es producto de la competencia. No es una condicion suficiente pero sí es una condición necesaria. No bastará por sí misma para desatar el crecimiento, pero sin ella jamás ocurrirá.

Por ello, las prácticas que permiten el “capitalismo de cuates” deben cambiar. La modernización del sector televisivo, de telecomunicaciones, de transporte, de infraestructura, de energía, debe ocurrir. El régimen de concesiones se debe transparentar. Los suprapoderes se deben acotar. La competencia se debe fomentar con una tercera cadena de televisión; con el uso de la banda ancha a través de la red de la Comisión Federal de Electricidad; con medidas como las que se tomaron con la Compañia de Luz y Fuerza del Centro pero que vayan más allá de fusionar un monopolio estatal con otro; con el fortalecimiento de los órganos regulatorios; con la sanción a quienes violen los términos de su concesión; con la creación de mercados funcionales como ya se logró con las aerolíneas de bajo costo; con medidas que empiecen a desmantelar cuellos de botella y a domesticar a esas “criaturas del Estado”.

De lo que se trata es de apoyar y celebrar la multa por prácticas monopólicas que la Comisión Federal de Competencia le acaba de imponer a Telcel, y a su accionista más importante, Carlos Slim. Porque las 540 cuartillas elaboradas por la Cofeco describen una historia que cualquier consumidor conoce, cualquier ciudadano padece, cualquier mexicano ha sido obligado a tolerar. Telcel imponiendo precios anticompetitivos; Telcel aumentando los costos de sus competidores; Telcel entorpeciendo la competencia; Telcel incurriendo en prácticas monopólicas reiteradas; Telcel obteniendo tasas de ganancia inusitadas por ello. Y las víctimas de todo ello: los 91 millones de usuarios de telefonía celular en el país obligados a cargar con costos excesivos. Obligados a pagarle al señor Slim seis mil millones de dólares de más cada año.

De lo que se trata es de entender el buen precedente que se sienta, el principio de autoridad regulatoria que se ejerce, el efecto de la demostración que la multa podría tener sobre tantas empresas propensas a expoliar a los consumidores. Quienes han apilado críticas a la decisión de la Comisión Federal de Competencia por la multa a Carlos Slim no parecen comprender que —por fin— alguien en el gobierno se ha atrevido a actuar en nombre de los mexicanos exprimidos que día tras día, mes tras mes, año tras año han convertido a Telcel en una compañía con ganancias estratosféricas. La empresa del señor Slim ha abusado de su posición en el mercado y las autoridades regulatorias —conforme a las mejores prácticas mundiales— le han impuesto un castigo.

De lo que se trata ahora es de exigir que el rasero regulatorio sea parejo y que la Cofeco evalúe a Televisa —y a otras empresas dominantes— con la misma vara de medición que ha usado con el señor Slim. Por ello, el esfuerzo en favor de la competencia que hemos presenciado en los últimos tiempos no va a ser creíble si al titán de las telecomunicaciones se le manda un macanazo, mientras al titán televisivo se le otorga todo lo que quiere. Por ello hay que saltar de gusto ante la multa que se le quiere cobrar, pero mirar mucho más allá de ella. Porque el señor Slim hará lo que siempre ha hecho, sexenio tras sexenio. Intentará matar al mensajero. Buscará frenar el fallo. Recurrirá al amparo como forma de comprar tiempo. Esperará a que llegue el próximo presidente de la República o de la Comisión Federal de Competencia con la esperanza de presionarlo. Y Televisa —ahora en alianza con TV Azteca— también hará lo que siempre ha hecho, sexenio tras sexenio. Demandar la competencia en otros sectores pero no en aquellos que controla. Impedir la existencia de una tercera cadena de television abierta. Someter a los legisladores para que no promuevan una nueva Ley de Radio y Televisión que regule un bien público en nombre del interés público.

Pero de lo que se trata ante esta resistencia es precisamente de quitar trabas, de remover obstáculos, de instaurar una regulación eficaz, de construir mercados competitivos y productivos. Crear las condiciones para una economía más diversa, más plural, más pujante, más dinámica. Crear órganos reguladores verdaderamente autónomos, como los que existen en otros países. Frenar abusos —como la toma del Chiquihuite y las tarifas de Telmex y la ley Televisa— que el poder acumulado de unos cuantos ha producido. Cambiar leyes que han permitido la creación de monopolios de facto, para remplazarla por otras que acoten esa posibilidad. De lo que se trata es de modernizar, actualizar, transparentar.

Ante este panorama, a los ciudadanos y a los consumidores del país les espera una ardua lucha. Una batalla incesante en favor de mejores tarifas y más competencia, mejores productos y más jugadores, mejores reguladores y más valentía de su parte. Cambiar esta realidad no puede ser labor sólo del gobierno; también requerirá modificar el mapa mental de aquellos que ven a empresarios rentistas como modelo a seguir en lugar de síntoma a combatir. Será imperativo discernir que la admiración legítima a personas, a los íconos empresariales del país, no debe sustituir la remodelación del capitalismo disfuncional que los ha creado. En el futuro, México debe abocarse a crear verdaderos campeones empresariales, producto de mercados competitivos y no de gobiernos coludidos. Héroes reales que triunfen gracias a la innovación que logran fomentar y no gracias a los consumidores que pueden postrar.

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