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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (23 page)

BOOK: El país de uno
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El proceso falló, dicen ex funcionarios de la Cofetel. La competencia verdadera no se dio, reconocen. El consumidor no se benefició, lamentan. Por la falta de regulación adecuada, por la persistencia de prácticas anticompetitivas, por la inexistencia de esquemas tarifarios, por los amparos que —después de años de litigio— jueces federales siguen otorgando. Porque dentro del gobierno y del poder judicial mismo hubo quien claudicó. Quien cedió. Quien dejó de diseñar reglas para contener el rentismo. Quien dejó de hablar en nombre del consumidor.

Ese consumidor sin voz, sin alternativa, sin protección. Ese hombre invisible. Esa mujer sin rostro. Esa persona que paga —mes tras mes— tarifas telefónicas más altas que en casi cualquier parte del mundo. Ese estudiante que paga —mes tras mes— una cuenta de internet superior a la de sus contrapartes en Estados Unidos. Esa compañía que paga —mes con mes— servicios de telecomunicaciones que elevan sus gastos de operación y reducen sus ganacias. Esa ama de casa que contempla —con estupefacción— los anuncios de Telmex celebrando que no ha subido las tarifas en los últimos cinco años, cuando han caído en todas partes menos aquí.

El gobierno de México hizo muy poco para impedirlo, después de la privatización de la empresa y ahora. Los reguladores mexicanos doblaron las manos y cerraron los ojos. Nadie alzó la voz en favor del consumidor. Nadie habló en nombre del interés público. Porque de un lado quedaron millones de habitantes y del otro quedó la compañía de telecomunicaciones más lucrativa del planeta.

Hay quienes argumentan que ese arreglo era necesario, que ese acuerdo era indispensable, que esa concesión era requerida. Antes de su privatización, Telmex necesitaba inversion y Carlos Slim estaba dispuesto a proveerla. Telmex necesitaba infraestructura y Carlos Slim estaba dispuesto a crearla. Telmex necesitaba otorgar mejor servicio y Carlos Slim se comprometía a ofrecerlo. Y ha cumplido, pero a un precio muy alto. Con un servicio adecuado pero excesivamente caro. Con unas prácticas empresariales que han obstaculizado la competencia y ordeñado al consumidor. Con una infraestructura de telecomunicaciones que reduce la competitividad del país y eleva el costo de producir en él. Carlos Slim tiene el mejor arreglo del mundo pero el consumidor mexicano lo tiene entre los peores.

No tenía que haber sido así. Todos los países enfrentan los mismos dilemas pero muchos lo resolvieron mejor. Todos los gobiernos negocian con las compañías de telecomunicaciones y llegan a acuerdos aceptables sobre los márgenes de ganancia y las tarifas ofrecidas. Todas las economías exitosas y competitivas cuentan con una buena regulación. Tienen a alguien que pelea en favor de los precios bajos y las tarifas reducidas y la competencia y la buena calidad y los intereses del público. Tienen telecomunicaciones que fomentan la competitividad como en India, donde una llamada a Estados Unidos es increiblemente barata. Pero México no es así. México no puede ser así. México jamás va a ser así mientras el gobierno se siente en la mesa de Carlos Slim en vez de regularlo. Mientras la población siga pagando la cuenta porque cree que no tiene otra opción. Y eso sólo dejará de ocurrir cuando el poder de Carlos Slim deje de ser un poder intocable y se convierta en un poder regulado. Cuando importe más el consumidor que el multimillonario que ha contribuido a crear.

CARLOS SLIM: LA BALLENA Y LA CHINAMPA

Es difícil pasar un día en México sin transferir dinero al bolsillo de Carlos Slim, como escribió David Luhnow en
The Wall Street Journal
. El ingeniero controla más de 200 compañías de telecomunicaciones, cigarros, construcción, minería, bicicletas, refrescos, aerolíneas, hoteles, ferrocarriles, banca. Sus empresas representan más de una tercera parte del valor de la Bolsa Mexicana de Valores y su fortuna equivale a ocho por ciento del
PIB
producido anualmente por el país. En sus momentos de mayor gloria, la fortuna del monopolista más exitoso de los Estados Unidos —John D. Rockefeller— sólo llegó a representar 2.5 por ciento del
PIB
.

Ya llegó. Ya está allí, en la cima. Al lado de Bill Gates y de Warren Buffet. Uno de los hombres más ricos del mundo y orgullosamente “hecho en México”. Carlos Slim, un síntoma más del capitalismo disfuncional que estrangula a la economía mexicana e inhibe su evolución. Carlos Slim, el monopolista más exitoso por ser el menos acotado. Carlos Slim, creación de los gobiernos omisos y los consumidores pasivos y las instituciones capturadas y las reglas que quienes tienen poder han logrado poner a su servicio.

Carlos Slim y Vicente Fox.

Hoy nadie sabe qué hacer ni cómo lidiar con un hombre que tiene más peso que el presidente de la República. El dilema que presenta la figura de Carlos Slim es estructural, no personal. Resulta poco fructífero discutir la moralidad o la amoralidad de su comportamiento, o si es una buena o mala persona, o si su filantropía debe ser aplaudida o cuestionada. Es poco productivo culparlo de mucho o exculparlo de todo porque ello constituiría una digresión ante lo verdaderamente importante: la imperiosa necesidad de reformar el capitalismo mexicano. Lo cierto es que Carlos Slim se ha comportado de manera absolutamente racional, de acuerdo con las reglas existentes del juego económico. Su apuesta ha sido ganar la mayor cantidad de dinero posible y ha usado todos los instrumentos a su disposición dentro del sistema. Un sistema caracterizado por la corrupción endémica y el dominio de una élite económica y política conectada por el patronazgo mutuo.

Durante décadas México vivió con lo que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”. Hoy vive con el monopolio perfecto —de facto— del señor Slim. Tal como el
PRI
nunca admitió el monopolio del poder que estableció, Slim también lo niega, argumentando que tiene competidores en el mercado aunque su participación sea relativamente pequeña. Tal como el
PRI
siempre atribuyó la falta de democracia a la ineptitud de la oposición, Slim también lo hace. Los priístas de ayer y el monopolista de hoy se parecen. Uno monopolizaba el mercado electoral; otro monopoliza el mercado de las telecomunicaciones. El
PRI
pudo hacerlo durante 71 años gracias a la legislación electoral; Slim puede hacerlo gracias a la debilidad regulatoria. El
PRI
pudo hacerlo porque dictaba las reglas del juego que los demás aceptaban; Slim ahora busca emularlo. Y los efectos para los habitantes del país son los mismos: pocas opciones por las que se paga un precio demasiado alto. Poca competencia que produce grandes beneficios para los jugadores, y grandes perjuicios para los consumidores. La dictadura consensual ha sido remplazada por el monopolio que recibe aval social.

“Quizá sea un monopolista pero es nuestro monopolista.” Ésa es la frase recurrente con la cual muchos mexicanos suelen defender a Carlos Slim. Ése es el argumento reiterativo con el cual demasiados justifican su predominio. Ésa es la postura repetitiva con la que aún los consumidores más exprimidos avalan su actuación. Mejor que nos exprima él que un extranjero, dicen. Más vale el monopolio de un empresario mexicano que un empresario gringo o español, sugieren. Más vale un “campeón nacional” que someter al país a la competencia internacional, postulan. Y cada vez que lo hacen contribuyen a explicar por qué el señor Slim se ha vuelto el hombre más rico del mundo, a costa del lugar que lo produjo. El gobierno de México lo ha propulsado y los mexicanos lo han aceptado. Carlos Slim es el síntoma más obvio de un sistema económico que en aras del nacionalismo mal entendido, ha generado mercados distorsionados.

Porque como lo subraya un artículo en
The Wall Street Journal
, “en la era moderna cuando las empresas necesitan servicios de telecomuniciones de alta calidad y bajo precio para competir en el mercado global, México ha pagado el precio del privilegio del señor Slim”. El privilegio de controlar 86 por ciento de la telefonía fija; el privilegio de controlar 74 por ciento de las líneas móviles; el privilegio de ofrecer servicios de telecomunicaciones entre los más caros de los países de la
OCDE
; el privilegio de dejar a la competencia fuera de los servicios de banda ancha; el privilegio de contar con agencias reguladoras capturadas; el privilegio de litigar contra los competidores y mantenerlos maniatados; el privilegio de usar el predominio nacional para financiar la expansión internacional; el privilegio de lograr que Pedro Cerisola, ex secretario de Comunicaciones y Transportes hubiera declarado: “No hay un operador dominante en telecomunicaciones.” El privilegio de monopolizar a modo.

Con costos innegables para el país. Costos que produce cualquier “empresa dominante” —con más del 70 por ciento del mercado— en cualquier sector en cualquier lugar y México no es la excepción. Costos que Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía ha señalado. Costos que Guillermo Ortiz ha subrayado. Costos que el presidente de la Comisión Federal de Competencia ha expuesto. Costos que la prensa internacional y los inversionistas extranjeros señalan cada vez con más frecuencia. La caída en la competitividad. El freno a la innovación. El estancamiento estabilizador. El nudo estrangulador. La máquina exclusiva para hacer dinero que Carlos Slim compró y que el gobierno de México le ha permitido mantener, a expensas de los consumidores. La sujeción que sugiere no cuestionarlo. A Slim se le aplaude demasiado y no se le escruta lo suficiente. A Slim se le vitorea mucho y se le regula muy poco. Porque es rico. Porque es poderoso. Porque controla el 40 por ciento del mercado de la publicidad privada. Porque en México esa combinación tiende a producir la genuflexión.

Ahora bien, no sorprende su comportamiento. Carlos Slim siempre ha sabido proteger su territorio y ahora tan sólo intenta ampliar su extensión. Siempre ha querido actuar sin lo que llama la regulación “neo-estatista” y la protección a los consumidores que busca asegurar. Pero sí sorprende el comportamiento de quienes lo dejan. Quienes lo avalan. Quienes apoyan su posición dominante como lo hicieron antes con la que tenía el
PRI
. Quienes prefieren que un empresario no electo diga cómo hay que administrar el país, y le permiten servirse una buena tajada de él. Los gobernadores y los intelectuales y los diputados y los senadores y los líderes sindicales y prominentes miembros de la izquierda.

En México hay quienes no pierden el sueño por lo que el señor Slim representa y las implicaciones del imperio expansivo que ha logrado construir. Piensan que es el Gates mexicano y hay que evaluarlo así: un monopolista más que sobresale gracias a su talento y a su extraordinario espíritu empresarial. Pero la comparación es engañosa porque ignora la forma distinta en la cual se han construido ambas fortunas y el impacto contrastante que tienen en la economía que operan. En Estados Unidos, Bill Gates —el fundador de Microsoft— es una barracuda dentro del río Mississippi, en el cual nadan otros peces igualmente grandes, agresivos y competitivos. Allí el gobierno es un yate enorme que los vigila y asegura que naden en igualdad de condiciones. Pero en México, Carlos Slim es una ballena en el lago de Chapultepec y el gobierno es una chinampa.

Sí, una chinampa flotante llena de flores y frutas. Impotente e impasible ante el poder de la ballena a la que ha alimentado durante más de veinte años, desde la privatización de Telmex. Veinte años en los cuales el gobierno pudo haber establecido las condiciones de la competencia pero no lo hizo. Veinte años en los cuales pudo haber desmantelado las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado pero no lo logró. Veinte años en los que pudo haber actuado para apoyar a los consumidores pero optó por beneficiar a quien se aprovecha de ellos. Y ésa es una de las razones principales detrás de la acumulación de riqueza que el país presencia con azoro. Como argumenta un artículo en el
Financial Times
, para ser tan rico como Carlos Slim hay que invertir en mercados ineficientes, en sectores protegidos, en compañías con diques altos construidos alrededor. Hay que controlar quién nada en el lago de Chapultepec y Carlos Slim lo ha logrado en alianza con el operador de la chinampa.

Incursionando en sectores protegidos, concentrados, no competitivos, con regulación débil o capturada. Haciendo todo lo posible para que se mantengan así, como lo sugiere el estudio “Competencia y equidad en telecomunicaciones” elaborado por Rafael del Villar —ex comisionado de la Cofetel— cuando era investigador del Banco de México. Porque si bien el título de concesión de Telmex prohíbe prácticas monopólicas, una y otra vez ha incurrido en ellas, aunque los funcionarios de Telmex insistan en que no es así. Aunque prohíbe la discriminación a terceros, se ha dado. Aunque obliga a la empresa a proveer interconexión y acceso no discriminatorio, aún no la ofrece como debería. Aunque la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y la Comisión Federal de Telecomunicaciones debieron haber establecido condiciones para la competencia eficaz, no lo hicieron.

Así, gracias a acciones obstaculizadoras de Telmex y omisiones regulatorias del gobierno, la compañía de Carlos Slim se ha vuelto extraordinariamente lucrativa. Telmex obtiene utilidades netas entre dos y 2.5 millones de dólares por año a partir de su privatización. Hoy América Móvil tiene una capitalización de mercado por encima de Petrobras y márgenes de utilidad mucho mayores que otras empresas del sector. Todos los días, ganancias por encima de las que el gobierno debería permitir. A todas horas, una transferencia masiva de riqueza a los bolsillos de quien ofrece abrirlos para bien del país, cuando ha declarado que en realidad no cree en la filantropía.

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