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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (21 page)

BOOK: El país de uno
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Vicente Fox y Marta Sahagún con Ricardo Salinas Pliego.

Por ello poco le importó a Vicente Fox que el dueño de una estación de televisión amagara a otra, valiéndose de la fuerza en vez de la ley. Poco le importó al presidente que Ricardo Salinas Pliego —su aliado en el mundo de los medios— tuviera una trayectoria turbulenta, plagada de pleitos con General Electric/NBC, Goldman Sachs, Northern Telecom y el grupo Pappas. Ricardo Salinas era miembro del Consejo Directivo de la fundación “Vamos México” y eso lo hacía intocable.

Lo más importante del trance de las televisoras fue aquello que puso en evidencia: un presidente débil y dependiente, maleable y manipulable. En vez de proclamarse rápidamente en favor del Estado de Derecho, dejó pasar el tiempo y lo puso en entredicho. En vez de intervenir en un asunto público trató de presentarlo como un problema privado. Evadió responsabilidades y resaltó complicidades. Al hacerlo, reveló uno de los problemas principales de su gobierno: el presidente no podía decir “No” a su esposa, a sus amigos, a quienes le prestaban la pantalla, a los que marchaban con machetes, a quienes le ayudaron a llegar al poder y luego le exigían ejercerlo en su favor.

Como difícilmente pudo negarle algo a alguien, Vicente Fox fue perdiendo el control de su presidencia. Concesión tras concesión, decisión tras decisión, el presidente permitió que los intereses particulares —o la voz de quienes gritaban más fuerte— secuestraran a su gobierno. Lo que unió a Atenco y al aeropuerto y al Chiquihuite fue el camino de la claudicación. Un día Vicente Fox dobló las manos frente a quienes tomaban caminos y al siguiente lo hizo frente a quienes tomaron estaciones de televisión. Un día anunció un “decretazo” devolviendo los tiempos oficiales a las televisoras y al siguiente acabó arrinconado por ellas. Antes la voluntad de las televisoras reflejaba la del presidente; a partir del gobierno de Vicente Fox esa relación se invirtió. Antes existía una alianza simbiótica; después de sexenio de Vicente Fox surgió una nueva jerarquía en la que el presidente perdía. Un presidente cada vez más obligado a pagar los favores que le hacía la televisión.

Un presidente débil al frente de una presidencia débil al frente de un Estado débil. Un Estado pasivo que tan sólo contempló el fortalecimiento de un poder que contribuyó a crear. Un Estado que no actuó como y cuando debería hacerlo. Allí está el caso de la cobertura de TV Azteca sobre la muerte de Paco Stanley. Una televisora promoviendo la visión particular de su dueño, erigiéndose en juez, imponiendo su agenda, evidenciando sus fobias, atacando al gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas como si la televisora tuviera más autoridad y más poder que un gobierno electo. Ése fue un ejemplo y hay muchos más desde entonces. La tragicomedia montada por Televisa, a través de Brozo, en el caso de René Bejarano. El ataque frontal iniciado por TV Azteca al secretario de Hacienda —Francisco Gil Díaz— cuando intentaba sancionar a Ricardo Salinas Pliego por transacciones financieras irregulares. El uso de la pantalla para el linchamiento personal, para el golpismo político, para juzgar “a modo”.

Lamentablemente el gobierno de Vicente Fox no pudo o no quiso inaugurar una nueva relación con los medios. En lugar de dar pasos hacia adelante, dio saltos hacia atrás. El 10 de octubre del 2002, expidió un decreto que puso fin al impuesto del 12.5 por ciento (impuesto de tiempo aire gubernamental). Y allí mismo, perdió la oportunidad de crear contrapesos. De renegociar en nombre del interés público. De aprovechar una oportunidad histórica para hacerlo. Marta Sahagún extendió su mano y Bernardo Gómez —vicepresidente de Televisa— la besó. Así el gobierno claudicó. Con consecuencias perniciosas que trascendieron su sexenio. Frente a corporaciones económicas cada vez más poderosas hay un Estado cada vez más débil.

Pero este problema no surgió en la oficinas de Chapultepec o del Ajusco —donde Televisa y Televisión Azteca persiguen sus intereses como los persigue cualquier otro duopolio en cualquier otro país. El problema de raíz nació en las oficinas del Ejecutivo. En las oficinas del Congreso. En las oficinas de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. En las oficinas de cada priísta, de cada panista, de cada perredista. En las oficinas de quienes deberían haber regulado intereses particulares pero no lo hicieron. De quienes deberían haber tomado decisiones en función del interés público pero no lo hicieron. De quienes deberían haber opuesto resistencia a la actuación de las televisoras pero no lo hicieron. De quienes como Vicente Fox— cayeron en el círculo vicioso de aliarse con las televisoras para llegar al poder y por eso arribaron con las manos atadas.

LA PRESIDENCIA PERDIDA

Por eso así estuvo México durante el sexenio de Vicente Fox. Atorado. Paralizado. Sin duda Vicente Fox enfrentó serios obstáculos que limitaron su capacidad de gestión: la dinámica del gobierno dividido, la recalcitrancia del
PRI
, el sabotaje por parte de su propio partido, el activismo incontrolable de su amante-vocera-esposa, la guerra en Iraq y cómo afectó la relación con el “mejor amigo” George W. Bush.

Pero las equivocaciones que Vicente Fox cometió fueron muchas y muy serias. A Vicente Fox lo encajonaron y se encajonó. Lo sabotearon y se saboteó. Lo manipularon y se dejó manipular. Lo traicionaron y él se traicionó. Le metieron el pie pero no miraba el camino. Llegó al poder con ciertas predisposiciones y allí afloraron. Sus acciones y omisiones revelan por qué el gobierno del cambio acabó siendo el gobierno de la poca diferencia, de la parálisis, de la polarización, de la micro talacha casera, de las costumbres que prevalecieron, del aparato del Estado que permaneció intacto en lo esencial, de los poderes fácticos robustecidos, del presidente que prefirió mantener contenta a su esposa antes que apostarle al país que prometió.

El Fox que echó a volar las expectativas en el año 2000 no fue el Fox que las achicó seis años después. Entre uno y otro hay agallas perdidas, entusiasmo evaporado, valentía guardada en un cajón. Entre el que fue y el que acabó siendo hay un corazón de distancia. Porque sólo a quien le hace falta ese músculo terco podría decir —en entrevista con
The New York Times
al final de su sexenio— que “nada, absolutamente nada” de su gobierno lo ha desilusionado. Sólo alguien que carga con una cavidad en el pecho podría declararse satisfecho. Porque millones de mexicanos creyeron en él. Depositaron un voto de confianza o un voto útil. Escucharon las promesas de cambio y pensaron que era posible. Encumbraron a un candidato que ofrecía derribar el viejo edificio y edificar el nuevo país. Apoyaron al que desterraría a los dinosaurios, al que mataría a los dragones, al que le cogería la cola a los tigres. Pero en lugar de enfrentar a los que habían asolado a México, acabó acurrucándose con ellos.

El candidato que pateó el ataúd del
PRI
después dijo que nunca fue su intención dañarlo. Que nunca quiso hacerlo a un lado. Que nunca quiso que perdiera. Que siempre pensó en co gobernar con el viejo régimen, no en enterrarlo. El candidato que llegó a la presidencia atacando a los priístas, y después aclaró que sólo estaba bromeando.

Al llegar a Los Pinos, Vicente Fox se reprogramó para ser el presidente de la perpetuación en vez del presidente del cambio. Para vender el producto de la paz social en vez de la transformación fundamental. Para bajar la barra en vez de brincar con ahínco por encima de ella. Para convertir al gobierno dividido en pretexto de lo que fue, en realidad, una mala lectura política. Vicente Fox malentendió su mandato y por eso terminó traicionándolo.

Vicente Fox abrió un nuevo capítulo en la historia de la silla presidencial: la historia del presidente que para no rebasar sus atribuciones, decidió no ejercerlas. Fox confundió, una y otra vez, el ejercicio del legítimo poder presidencial con la presidencia imperial. Como no quiso una presidencia “priísta” terminó al frente de una presidencia intrascendente. Porque el regreso potencial del
PRI
—decía— no era su responsabilidad. Porque el fracaso de la “transición conjunta” —decía— no era su responsabilidad.

Al final del sexenio de Vicente Fox la vida política en México era más abierta, más plural y más intensa que nunca. Y también era más confrontacional, más peligrosa y más polarizada que nunca. Allí estuvo la confrotación en Oaxaca para probarlo. Allí estuvieron las marchas multitudinarias en torno al desafuero para constatarlo. Allí estuvo la valla metálica alrededor del Congreso el día de su último informe para evidenciarlo. Allí estuvieron los diputados dándole la espalda para subrayarlo. Fox será recordado como el culpable de un momento histórico despilfarrado; el presidente de un gobierno de transición desaprovechado; el artífice de un entrometimiento mediático en la campaña electoral que llevó a demasiados mexicanos a cuestionarla. Será sopesado como alguien que se regodeaba, se congratulaba, se alababa a sí mismo cuando había contribuido a un incendio político que fue muy difícil apagar.

Tantos errores cometidos, tantas oportunidades perdidas, tantas llamaradas alimentadas. Las ambiciones de Marta Sahagún y el tiempo que México perdió especulando en torno a ellas. La preocupación presidencial con la popularidad y la presencia mediática. La aventura desafortunada del desafuero y la desconfianza entre la izquierda que tanto nutrió. La frivolidad, los excesos, la complacencia, la vida política del país conducida por alguien sentado en un balcón, abanicándose desde allí. Y que cuando finalmente actuó, lo hizo de la peor manera. Con parcialidad. Con impericia. Entrometiéndose en una elección cuya defensa dificultó.

Para los casi dieciséis millones de mexicanos que votaron por él, no basta con escuchar que Vicente Fox gobernó “como se pudo”. El hecho es que pudo haberlo hecho de otra manera. Porque Vicente Fox no fue electo para que acabara negociando con el
PRI
en vez de sacarlo de Los Pinos como prometió. No fue electo para que “compartiera responsabilidades” sino para que las asumiera. No fue electo para que en nombre de la separación de poderes, no ejerciera los que le correspondían. No fue electo para que promoviera un acto tan claramente anti democrático como lo fue el desafuero. No fue electo para que acabara obsesionado con
AMLO
y polarizara al país con tal de frenarlo, cuando pudo gobernarlo mejor. No fue electo para que fomentara la candidatura presidencial de Marta Sahagún y permitera su asociación con los poderes fácticos que hoy asolan a México. Frente al
PRI
, Vicente Fox se rajó. Con Andrés Manuel López Obrador, se obsesionó. Con Marta se casó. Ante los poderes fácticos claudicó. Lamentablemente para México, eso fue lo que ocurrió.

IV. LO QUE NOS MANTIENE MANIATADOS

La competencia es un pecado
.

J
OHN
D. R
OCKEFELLER

El gobierno se ha convertido en el hijo adoptivo de los intereses atrincherados
.

T
HEODORE
R
OOSEVELT

EL CAPITALISMO DE CUATES

Quisera pedirle —lector o lectora— que me acompañara en un ejercicio intelectual, recordando el libro de madame Calderón de la Barca, escrito en el siglo
XIX
, llamado
La Vida en México
. Aquella famosa obra buscaba describir las principales características del país cuando la viajera peripatética y curiosa lo visitó. Pues si madame Calderón de la Barca escribiera su famoso libro hoy, tendría que cambiarle el título a
Oligopolilandia
. Porque desde el primer momento en el que pisara México se enfrentaría a los síntomas de una estructura oligopolizada, concentrada, mal regulada, piramidal.

Al llegar al Distrito Federal aterrizaría en uno de los aeropuertos más caros del mundo, se vería asediada por maleteros —un monopolio— que controlan el servicio, tomaría un taxi de compañías coludidas entre sí para decretar aumentos en las tarifas ante el pasmo de las autoridades, y si tuviera que cargar gasolina sólo podría hacerlo en Pemex. En el hotel habría el 75 por ciento de probabilidades de que consumiera una tortilla vendida por un sólo distribuidor y si se enfermara del estómago y necesitara ir a una farmacia, descubriría que las medicinas allí cuestan más que en otros lugares que ha visitado. Si le hablara de larga distancia a su esposo para quejarse de esta situación, pagaría una de las tarifas más elevadas de la
OCDE
. Y si prendiera la televisión para distraerse ante el mal rato, descubriría que sólo existen dos cadenas abiertas.

Si decidiera hablar a Teléfonos de México para reclamar los cargos adicionales e inexplicables que le han hecho a su servicio recién adquirido, la mantendrían en la línea un par de horas. Después de transferirla con dos secretarias y la prima del supervisor, le dirían que debe presentarse personalmente en las oficinas de la compañía para aclarar su caso. Si en esa compañía se parara en la cola durante horas e iniciara un proceso de revisión, de cualquier manera le cortarían el servicio aunque es ilegal hacerlo. Si madame Calderón de la Barca —persistente, ella— contratara a un abogado y peleara para recuperar su dinero, el representante de Telmex le diría que como está cancelado el servicio, ella “no es cliente de la empresa” y por lo tanto el reclamo no procede. Entonces la pobre madame descubriría que está atrapada en un país donde como ciudadana y como consumidora no existe. No tiene derechos. No hay quién luche por ellos.

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