Y cómo el Senado acabó aprobando —doblegado por las televisoras— una ley que inhibía la competencia. Una ley que fomentaba la concentración. Una ley que le regalaba a los concesionarios el espectro radioeléctrico liberado por la digitalización, cuando otros gobiernos han recaudado millones al licitarlo. Una ley que prometía el fortalecimiento y la autonomía del órgano regulador pero no aseguraba ambas condiciones. Una ley engañosa que aparentó ser lo que no era; que resultó ser aire en vez de hilos de oro y seda. Una ley tramposa que establecía criterios de lucro por encima de criterios de calidad. Una ley dudosa que ofrecía ventajas al mejor postor y no necesariamente al mejor concesionario. Una ley parcial que decía atacar el problema de la discrecionalidad a través de subastas, pero no tocaba el problema de la concentración reforzado por ellas. Una ley “a modo”, diseñada por los concesionarios para regularse a sí mismos sin la intromisión del “gobierno chinche”, como lo ha llamado Ricardo Salinas Pliego. Una mala ley en un sector crucial; una mala ley que dañaba al consumidor; una mala ley que inhibía la competencia. Una ley fársica con resultados que también lo eran. Una ley que merecía ser llevada a la Suprema Corte.
Como en
El traje nuevo del emperador
, Televisa y TV Azteca prometieron hilar un atuendo magnífico y excepcional para la República. Vendieron la idea de una ley fantástica con colores y patrones nunca vistos. Con ella vendría la modernización buscada, la innovación necesaria, la competencia anhelada, dijeron. Pero al igual que en el cuento para niños, los estafadores armaron un telar vacío. Fingieron trabajar en nombre de una mejor regulación nacional, cuando en realidad buscaban proteger un coto particular. Y se excedieron al hacerlo. Con privilegios desmedidos y ventajas indebidas. Con refrendos automáticos y a perpetuidad. Con concesiones de veinte años cuando en muchos otros países duran sólo la mitad. Con la posibilidad de hacer nuevos negocios de internet, telefonía y video sin pagar al Estado una contraprestación por ello. Con la conformación de un órgano regulador —la Cofetel— diseñado a la medida de sus intereses. Fue tal su voracidad que generaron una reacción frontal ante ella.
El Tribunal Supremo desnudó al Congreso, a todos los diputados que aprobaron la ley Televisa y a todos los senadores que votaron por ella sin chistar. “Se pierde el control sobre el mejor aprovechamiento del espectro, un bien de dominio público”, argumentó el ministro Valls Hernández. “Se viola el Artículo 28 constitucional al favorecer la formación de monopolios”, recalcó el ministro Góngora Pimentel. “No garantiza la soberanía y rectoría del Estado”, señaló el ministro Franco Salas. “Se da privilegios a unos y no a otros” sugirió el ministro Aguirre Anguiano. “Se priva al Estado el derecho irrefutable de recibir una contraprestación”, dijo el ministro Silva Meza. “Es inconstitucional” repitieron en una sesión después de otra.
La Suprema Corte expuso la irresponsabilidad del Congreso y cuán reprobable fue su actuación. La rectoría estatal que estuvo dispuesta a sacrificar. La competencia que quiso obstaculizar. La discrecionalidad que no tuvo problema en perpetuar. Los privilegios que estaba en la mejor disposición de consagrar. La regulación en nombre del interés público en la que no pensó. Las barreras de entrada ante nuevos concesionarios que erigió. La libertad de expresión que puso en peligro. Las múltiples violaciones a la Constitución en las que incurrió al aprobar la ley Televisa como lo hizo.
Ese Congreso poblado por políticos que estaban entre la espada y la pared. Entre la contienda presidencial y la pantalla televisiva con la cual ganarla. Entre el chantaje de los concesionarios y la competencia de los partidos. Políticos atrapados. Políticos presionados. Políticos que se volvieron irresponsables y la Suprema Corte les recordó cómo y por qué. La discusión artículo por artículo de la ley Televisa aireó todo lo maloliente que contenía y todo lo que el Congreso aceptó.
Ahora bien, muchos pensábamos que después de lo ocurrido, la reforma electoral del 2007 encararía la presión creciente de la televisión y contribuiría a erigir un muro de contención ante su poder desmedido. Eliminaría la seguridad de que las televisoras recibieran millones de pesos durante cada temporada electoral, a través de la venta —a precios discrecionales, por cierto— de
spots
a los partidos y a sus candidatos. Eliminaría el gran instrumento de chantaje que tenían sobre la clase política, como el que usaron contra todos los candidatos presidenciales en la elección del 2006. Dificultaría la posibilidad de que las televisoras pudieran sacar leyes “a modo”. Representaría la posibilidad de un reordenamiento urgente cuyo objetivo debe ser el desmantelamiento del duopolio a traves de la competencia. La contención de poderes fácticos y la revisión de incentivos económicos. Una nueva Ley de Radio y Televisión que fortaleciera la capacidad regulatoria del Estado y estableciera las condiciones para una verdadera economía de mercado. Una nueva forma de entender la relación entre los políticos y los medios que beneficiara a los ciudadanos.
Pero lamentablemente esa transformación no se dio y las televisoras han vuelto a la carga, con más poder que nunca. La relación entre el gobierno y las televisoras refleja un problema más profundo: la persistencia del capitalismo de cuates resistente a la transparencia, resistente a la competencia, resistente a la regulación, con todos los costos que ello entraña para el sistema político. Con todos los cercos que ello construye en torno a los ciudadanos. Con todas las formas que merma los procesos democráticos.
Como dice el dicho: es posible engañar a algunas personas todo el tiempo y a todas las personas parte del tiempo, pero no es posible engañar a todas las personas todo el tiempo. Y sin embargo Ricardo Salinas —dueño de Televisión Azteca y presidente del Grupo Salinas— lo logra. Sabe que puede negociar y convencer y presionar y tergiversar y escabullirse tal y como lo ha hecho siempre. Asume que su relación personal con la clase política lo salvará de cualquier investigación, lo protegerá de cualquier sanción. Y tiene razón: después de años de conductas cuestionables y comportamientos controversiales, el gobierno no ha podido o no ha querido ponerle un alto. Señalarlo con el dedo índice. Acusarlo de ocultar la verdad. Soplar el silbato.
Y el silbato debería haber sonado desde hace años en torno a la falta de honestidad. Según la acusación que formuló la
Securities and Exchange Commission
durante el sexenio de Vicente Fox, Salinas Pliego entregó reportes periódicos a las autoridades regulatorias estadounidenses en los que no reveló las transacciones de compañías que controlaba. Salinas Pliego entregó reportes falsos en los que escondió su involucramiento en esas transacciones. Salinas Pliego ignoró a los abogados estadounidenses que le aconsejaron hacer públicas esas operaciones, dado que involucraban a accionistas estadounidenses de Televisión Azteca. Salinas Pliego rechazó hacer públicas las operaciones que debieron ser reportadas de acuerdo con las leyes de Estados Unidos. Salinas Pliego rehuyó entregar información crucial para quienes invierten en sus compañías. Salinas Pliego traicionó la confianza de quienes creyeron en él y compraron sus acciones. Salinas Pliego violó la ley del país en donde vivía una parte de sus inversionistas. Y se enriqueció a sus expensas.
Pero más grave aún —según la
SEC—
el director de TV Azteca mintió, y quizá ésa fue la parte más crítica de los cargos lanzados en su contra. Cuando fue cuestionado públicamente por un periodista sobre su conexión con la empresa Codisco, Salinas negó tenerla. Cuando el abogado estadounidense descubrió el artículo noticioso que contenía esa mentira y exigió su aclaración, Salinas rehusó hacerlo. Cuando dos directores independientes de TV Azteca cuestionaron las transacciones ocurridas y las ganancias personales obtenidas, Salinas no explicó con claridad lo ocurrido. El agravio entonces fue doble: Salinas no reveló lo que por ley tendría que haber revelado, y después mintió al respecto.
En ese caso emblemático, Salinas Pliego pareció no entender lo que entrañaba obedecer la ley. Así lo evidenció la nota de
The New York Times
del 21 de noviembre del 2004, titulada “Si obtienes la respuesta incorrecta, busca otro abogado”. El artículo describió cómo los abogados de Ricardo Salinas le dijeron que estaba obligado —por la ley— a revelar las transacciones cuestionables y su papel en ellas. Una y otra vez, Salinas los ignoró. En vez de cambiar de actitud, Salinas prefirió cambiar de despacho. Fue en busca de alguien que le dijera que fue correcto ocultar información importante de la junta directiva de TV Azteca, que fue correcto hacer declaraciones falsas a la prensa y no corregirlas. Fue en busca de abogados que avalaran su posición, pero no los encontró. Por eso acabó reconociendo lo que hizo, pero ya era demasiado tarde. Como lo subraya el correo electrónico de uno de los ejecutivos acusados: “El daño está hecho y la situación que no queríamos explicar abiertamente ahora está en manos del público”.
En ese caso paradigmático Ricardo Salinas Pliego pagó el precio de un patrón de conducta conflictiva, de conducta abusiva, de conducta irregular. Nadie duda que Salinas es un empresario creativo, lleno de buenas ideas y rodeado de buenos colaboradores. Pocos cuestionan que los accionistas de TV Azteca se han beneficiado con su estilo personal de hacer negocios. Pero Salinas incrementa el valor de las acciones —y el suyo— prometiendo una cosa y haciendo otra; ofreciendo una cosa y entregando otra; comprometiéndose de una manera y actuando al revés. Dice que jamás destinará recursos de TV Azteca para financiar a Unefon, pero lo hace. Dice que inaugurará una nueva era de comportamiento corporativo, pero no atraviesa su umbral. Dice que respeta la ley, pero la viola en el Chiquihuite. En México su nombre es sinónimo de la agresividad empresarial combinada con la ambiguedad ética. Pocos dicen que es un criminal, pero muchos afirman que es un mentiroso.
Entre los inversionistas extranjeros existe el término “
the
Salinas Pliego
discount
” (el descuento del valor de las acciones derivado de su comportamiento). Quienes hacen negocios con él temen que los traicionará; quienes compran sus acciones saben que no siempre los representará; quienes se asocian con él viven a la defensiva. Salinas Pliego se ha peleado con Goldman Sachs y con General Electric/
NBC
y con el Canal 40 y con sus inversionistas minoritarios. Después lo hizo con los reguladores estadounidenses.
Pero más allá de lo que pasó en Estados Unidos, el
affair
Salinas puso sobre la mesa algo de peso en México. El gobierno estadounidense reveló el lado oscuro del señor Salinas y el gobierno mexicano debió haberlo hecho también pero no fue así. El gobierno estadounidense decidió proteger a sus inversionistas y la Comisión Nacional Bancaria debió actuar de la misma manera. El gobierno estadounidense enjuició a un empresario por ocultar y mentir, y las autoridades mexicanas debieron asumir la misma actitud. Porque lo que estaba en juego era la transparencia de las transacciones económicas, la integridad de los mercados financieros, los derechos de quienes ni siquiera saben que los tienen. Pero el gobierno mexicano no actuó.
El capitalismo disfuncional también explica porqué Javier Lozano —como funcionario de la Cofetel en 1998— decidió otorgarle una prórroga a Unefon cuando no podía pagar la concesión que se le otorgó. Un ejemplo de tantos del Estado mexicano interviniendo para salvar y apoyar a un miembro de la cúpula empresarial privilegiada. Un ejemplo más de la discrecionalidad gubernamental orientada a crear “ganadores” económicos que dependan de su buena voluntad. Un ejemplo ilustrativo de lo que ocurre todos los días en múltiples sectores: líderes políticos que utilizan su poder para construir cierto tipo de relación con el sector empresarial o para extraer riqueza de él. Y el objetivo no es el crecimiento económico sino el patronazgo. La meta no es la modernización del sector empresarial sino llegar a un acuerdo mutuamente benéfico: a Unefon se le dio más tiempo para pagar y a cambio se le cobraron intereses que el Estado necesitaba para financiar a sus clientelas. Todos contentos con las reglas dobladas.
Así hay que entender la devolución gubernamental de 550 millones de pesos a Ricardo Salinas Pliego, por intereses supuestamente mal cobrados, un día antes del fin del sexenio de Vicente Fox. Un gesto de agradecimiento del presidente saliente a quien le había prestado la pantalla; a él y a su esposa. Una señal de doblegamiento ante el poder que Los Pinos y la Cofetel y la Secretaría de Comunicaciones y Transportes habían edificado. Una señal de debilidad del Estado mexicano ante el Frankenstein que a lo largo de los últimos tres sexenios engendró.
Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón y Ricardo Salinas Pliego.
Porque en México quien controla la pantalla de televisión puede controlar los vaivenes del proceso político y legislativo. Y Televisión Azteca también la usa para acribillar a sus adversarios, intimidar a sus críticos, someter senadores, cancelar carreras políticas. Por ejemplo, durante el debate legislativo en torno a los “corresponsales bancarios” en el noticiero
Hechos
de Javier Alatorre el blanco fue José Esteban Chidiac, entonces presidente de la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados. Aquí le presento frases selectas de lo que se dijo en el noticiero: “Se cae la propuesta de reformas en defensa de los usuarios de servicios bancarios.” “Para los usuarios de la banca esta Navidad será muy amarga, tal vez la peor y es que cuando por fin los diputados y los senadores habían aprobado reformas que lo protegían a usted en contra de los abusos de algunos bancos, hoy todo, absolutamente todo se vino abajo.” “Y todo gracias a este legislador (…) del
PRI
(…) que impidió que sus compañeros de partido (…) cumplieran con el trámite y desahogaran el paquete de reformas.” “José Esteban Chidiac lo condenó a usted, a su familia y a su bolsillo a seguir siendo víctima de los abusos de muchos bancos”.