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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (37 page)

BOOK: El país de uno
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Esa visión desde la cual el combate al narcotráfico parte de premisas supuestamente inamovibles e incuestionables: la “guerra” contra las drogas puede ser ganada; Estados Unidos puede reducir la demanda de drogas y lo intentará; la respuesta real se halla en la reducción de la demanda y México si se lo propone puede lograr ese objetivo; la política anti drogas de Estados Unidos debe ser la política anti drogas del resto de América Latina; la legalización podría ser buena pero jamás ocurrirá. Éstas son ideas escritas en piedra, repetidas hasta el cansancio por funcionarios en ambos lados de la frontera, diseminadas por
policy-makers
estadounidenses y memorizadas por políticos mexicanos. Pero como lo ha sugerido Nadelmann, cada una de estas premisas puede y debe ser confrontada. Cada uno de estos argumentos puede y debe ser revisado. La futilidad de la guerra contra las drogas —librada como se hace hoy— es cada vez más obvia. Más evidente. Más dolorosa.

La guerra contra el narcotráfico no ha mejorado la salud de México, la ha empeorado. No ha contribuido a combatir la corrupción, la ha exacerbado. No ha llevado a la construcción del Estado de Derecho, más bien ha distraído la atención que siempre debió haber estado puesta allí. No ha atendido el problema del crimen organizado, más bien ha contribuido a su enquistamiento y expansión. No ha encarado los problemas históricos de corrupción política y complicidad gubernamental, tan sólo ha ayudado a profundizarlos.

Por ello llegó la hora de reflexionar seriamente en otras opciones, en otras alternativas, en otras maneras de pensar sobre las drogas y reaccionar ante los retos que producen. Como lo han sugerido distintas voces desde distintas latitudes y convicciones políticas, el curso más racional para México sería contemplar la legalización de la mariguana. Lo han propuesto ex presidentes latinoamericanos como César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso en su estudio “Drogas y democracia: hacia un cambio de paradigma”. Lo han argumentado quienes piensan que la legalización de ciertas sustancias sería la manera de reducir los precios de las drogas y así proveer el único remedio a las múltiples plagas que provocan: la violencia, la corrupción, el colapso del andamiaje del gobierno en sitios como Ciudad Júarez y Monterrey.

México necesita demostrar la capacidad para determinar su propio destino y tomar decisiones que fortalezcan su seguridad nacional, que promuevan su estabilidad política y construyan su cohesión social. Caminar en esa dirección entrañaría empezar un amplio debate público sobre la despenalización limitada como un instrumento —entre otros— capaz de desmantelar un mercado demasiado poderoso para ser vencido por cualquier gobierno. Significaría mirar y emular lo que han hecho otros países, incluso estados dentro de la Unión Americana, como California, donde avanza la despenalización. Pero implicaría, más que nada, reconocer nuestra propia adicción y lidiar con ella. El gobierno mexicano se ha vuelto adicto a una política anti drogas fallida que lo lleva a dedicar cada vez más recursos, más dinero, más armas y más tropas a una guerra que nunca podrá ganar.

Representantes gubernamentales convocan foros, dialogan con gobernadores, invitan a dirigentes de partidos políticos, escuchan a académicos, se reúnen con diversas organizaciones de la sociedad. El objetivo es “hacer de la lucha por la seguridad nacional una política de Estado, no una política de un presidente o de un gobierno”. Pero hay algo que ni el gobierno ni el país han logrado comprender. En cuanto a opciones para enfrentar el narcotráfico y los males que engendra —violencia, corrupción, desmoronamiento institucional— no hay mucho de dónde escoger. O se legaliza o se colombianiza. O se regulan las drogas o se involucra de manera mucho más abierta a Estados Unidos para combatirlas.

Pero Felipe Calderón no entiende este dilema o no quiere enfrentarlo. Quiere mayor involucramiento de múltiples actores para que la ofensiva emprendida no sea percibida como “su guerra”; quiere mayor diseminación de información oficial para que la sociedad comprenda por qué hace lo que hace y decide lo que decide; quiere mayor colaboración periodística en la cobertura de muertes y mantas, para no proporcionarle ayuda al adversario. Nada más y nada menos. No hay nada en su comportamiento que sea señal de un cambio de ruta, indicio de un golpe de timón, sugerencia de un replanteamiento fundacional. El meollo del asunto parece ser el siguiente: o el gobierno de Calderón no sabe qué tipo de estrategia distinta desea instrumentar, o quiere seguir con la misma —incorporando algunas sugerencias de orden cosmético— pero con mayor legitimación social.

No hemos escuchado una sola idea nueva planteada por el presidente. No hemos oído un sólo replanteamiento profundo de su parte. Lo diferente es el reconocimiento a la necesidad de diálogo. Lo novedoso es que se comparta información en lugar de amurallarla. Pero la humildad no es política pública. La explicación no implica reorientación. La apertura no constituye —en sí misma— la pavimentación de un nuevo camino para sacar a México del caos. El énfasis presidencial en la “recuperación de los valores”, el sentido de “mística” de las policías, la “participación social” en la denuncia del crimen revela anhelos, pero poco más.

Mientras tanto, lo que sí hemos escuchado de Felipe Calderón es su oposición vehemente a la legalización de las drogas. Está dispuesto a que otros debatan el tema pero jamás lo hará suyo. Inisiste en que los perjuicios serían mayores a los beneficios a pesar de la información comparativa disponible que subraya lo contrario. Argumenta que el consumo se dispararía aunque la despenalización de la mariguana en otros países no ha producido ese resultado. No está dispuesto a considerar una opción que muchos expertos y ex presidentes han empujado, ante el fracaso histórico y comprobado de otras alternativas en otras latitudes. Así, con una posición que parece más enraizada en prejuicios morales que en razonamientos sopesados, el presidente descarta una opción que México puede y debe considerar. Aunque sea difícil reconocerlo, en este tema Vicente Fox tiene razón: “Hoy estamos trabajando para Estados Unidos y, mientras, ellos no hacen su tarea” para limitar su propio consumo y reducir el tráfico de armas, México aguanta las muertes y los crímenes y los cárteles. La legalización —mediante un mercado bien regulado por el Estado— podría romper la estructura económica que produce ganancias descomunales para mafias incontenibles. Y ése sería un primer paso para disminuir la violencia y contener la corrupción.

Al descartar este paso, Felipe Calderón coloca al país en una situación en la cual sólo tiene dos alternativas. Seguir insistiendo en la misma estrategia con los resultados fallidos que ya hemos visto, o reproducir el modelo colombiano. De hecho, el presidente —en varias ocasiones— ha manifestado su admiración a lo que Colombia ha logrado hacer en los últimos años. Y sin duda, como lo ha argumentado Michael Shifter del
Inter-American Dialogue
en su artículo “
A Decade of Plan Colombia
”, las condiciones de seguridad allí han mejorado de manera importante en la última década. Ya no puede ser descrito como un “Estado fallido”, como un país en la frontera del caos, a pesar de que sigue produciendo drogas. Las masacres han disminuido, los homicidios han caído, los secuestros han descendido, el sistema judicial ha mejorado, el Estado ha logrado restablecer su autoridad. Pero todo ello se logró gracias a lo que Felipe Calderón tendría que exigir, explicar, legitimar: la intervención estratégica, el entrenamiento táctico, la presencia militar de Estados Unidos a cada paso. Porque es poco probable que la pacificación colombiana hubiera ocurrido sin el apoyo estadounidense de gran calado que el “Plan Colombia” implicó.

Si Felipe Calderón rechaza la legalización en México, sólo le queda exigir el combate colombianizado con la ayuda militar de Estados Unidos. Eso implicaría que el presidente reconociera todo lo que no ha querido reconocer hasta el momento. Que la eficacia fundamental del Estado mexicano está en juego. Que si no se contempla la legalización, el deterioro en la situación de seguridad seguirá siendo progresivo y México no tendrá más remedio que solicitar una intervención estadounidense aún mayor de la que se ha dado hasta ahora. Que esa intervención implicaría no sólo la provisión de equipo militar a México, sino también la presencia de personal militar estadounidense en territorio mexicano, algo que muchos mexicanos rechazarían, y con razón. Que el costo en cuestión de derechos humanos sería tan alto como lo fue en Colombia. Que Calderón se vería obligado a tocar en las puertas de Washington pidiendo más ayuda y más dinero, cuando Barack Obama está intentando cerrar otros frentes y gastar menos en otras batallas. Que el presidente tendría que convencer a la población mexicana sobre la conveniencia de emular el ejemplo colombiano, a pesar de los claroscuros que contiene. Esa es la dura realidad que el debate actual en México no ha querido enfrentar. Esa es la terrible disyuntiva que el país necesita entender. Quizá sólo hay dos sopas poco apetitosas: legalizar o colombianizar.

EL ESTADO DE DERECHO: ¿EXISTENTE
O INTERMITENTE?

“Estamos lejos, muy lejos de casa. Nuestra casa está lejos, muy lejos de nosotros” canta Bruce Springsteen. Y así se siente vivir en México en estos días atribulados. Lejos del hogar y cerca de todo aquello que lo acecha. Lejos del sosiego y cerca de la ansiedad. Lejos de la paz y cerca del miedo. Siempre alertas, siempre nerviosos, siempre sospechosos hasta de nuestra propia sombra. Invadidos permanentemente por el temor fundado a caminar en la calle, andar en el auto, abrir la puerta, parar a un taxi, cobrar un cheque, sacar dinero de un cajero automático, recibir la llamada de algún secuestrador, perder a un hijo, enterrar a un padre. Aristófanes definió la casa como el lugar donde los hombres prosperan, pero hoy en México, la casa colectiva se ha vuelto el lugar donde demasiados mueren. Acribillados por un narcotraficante o asaltados por un delincuente o baleados por un policía o asfixiados por un miembro de alguna banda criminal.

México entre los quince países del mundo más peligrosos para ser periodista. México comparable con Iraq, Rusia, Colombia, Bosnia, Ruanda, Sierra Leona, Somalia, Afganistán. Donde cargar con una grabadora o una cámara de televisión o una libreta puede ser una actividad de alto riesgo. Donde hacer preguntas incómodas puede acarrear consecuencias mortales. Decenas de periodistas atacados en una oficina, balaceados en un auto, secuestrados en una calle. Señales inequívocas de un país que no puede proteger a quienes se dedican a decir la verdad y desenterrarla. Signos de la impunidad ignorada, la incompetencia institucionalizada, la violencia que parece normal cuando no debería serlo. Una lista que crece día tras día sin que alguien haga algo. Una lista de hombres y mujeres cuyo destino fatídico revela lo peor de nosotros mismos.

Ante ello, la realidad —trágica, impactante, desgarradora— es que los caseros en la clase política no saben qué hacer. O peor aún: aunque lo sepan no parecen dispuestos a asumir la responsabilidad que les corresponde. Basta con examinar cualquier reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública y sus secuelas. Las caras largas, los discursos solemnes, las promesas reiteradas, las declaraciones enérgicas, el mensaje de “ahora sí”. Allí están los 74 compromisos contraídos incluyendo la depuración de las policías y la creación de unidades antisecuestros y la construcción de penales federales y la regulación de la telefonía móvil y una nueva ley para combatir el delito del secuestro y una nueva base de datos, entre tantos más. Compromisos encomiables. Compromisos plausibles. Compromisos anunciados con anterioridad, reciclados una y otra vez.

No importa cuántos consejos se instalen o cúantas cumbres se organicen o cuántos compromisos se enlisten o cúantos discursos se pronuncien o cuántas marchas se organicen. México continuará siendo el tipo de país convulso que es mientras los criminales no sean castigados. Y eso jamás ocurrirá mientras los iconos de la impunidad sigan habitando la casa de todos, en lugar de ser expulsados de ella. Mientras los que violan la ley permanezcan en el poder, en lugar de ser removidos de allí. Mientras los responsables de la violencia promovida desde el Estado sean convocados en vez de ser sancionados. ¿Qué credibilidad puede tener el primer Acuerdo por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad cuando Mario Marín —siendo gobernador— lo suscribió? ¿Qué credibilidad podía tener una iniciativa para sancionar el secuestro cuando Ulises Ruiz —siendo gobernador— la avaló? ¿Qué credibilidad podía tener un esfuerzo por fomentar la transparencia cuando Carlos Romero Deschamps lo firmó? ¿Qué posibilidad de éxito puede tener una cruzada contra el crimen enarbolada por quienes lo han perpetuado?

Ah, la raíz de todo es la impunidad, aseguran todos. “El crimen creció gracias a la impunidad”, dice el presidente. “La proliferación del crimen no puede entenderse sin el cobijo que muchos años le fue brindando la impunidad”, reitera. “La frustración ciudadana apunta a la impunidad con la que actúan los delincuentes y al grado de encubrimiento o franco involucramiento que ha desplegado el crimen organizado”, argumenta. Tiene razón. Pero el problema es que Felipe Calderón y muchos otros miembros de la clase política se refieren a la impunidad como si no hubieran contribuido a institucionalizarla. Como si la impunidad fuera un fenómeno desvinculado de su propia actuación. Como si la culpa fuera tan sólo de ciudadanos apáticos y una sociedad que ha perdido los valores. Como si la impunidad no hubiera sido fomentada por gobernadores venales y líderes sindicales corruptos y presidentes acomodaticios. Como si los sentados en el Consejo de Seguridad no hubieran contribuido —desde hace décadas— a hacer de la impunidad una condición
sine qua non
del sistema político.

Como si nadie hubiera sabido —antes de su arresto— que Jorge Hank Rhon llevaba años mezclando la política con los negocios, los puestos públicos con el tráfico de influencias, los casinos con la colusión criminal, los escoltas de seguridad con el asesinato de periodistas. Como si nadie hubiera sabido que de galgo en galgo, de ocelote en ocelote, de concesión gubernamental en concesión gubernamental, Hank Rhon construyó un imperio impune bajo el sol. Gracias al perfil político de su padre, obtuvo ventajas económicas. Gracias al pragmatismo del
PRI
, obtuvo puestos políticos. Gracias a la protección de su partido, armó un archipiélago autoritario en Tijuana. Gracias a diversos presidentes, un tercio de los permisos para negocios de empresas de apuestas remotas y sorteos que existen en México le pertenecían.

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