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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (41 page)

BOOK: El país de uno
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Como no sirvió en el caso de la Guardería
ABC
porque la mayoría de la Corte simplemente no quiso darle vida o sentido al texto constitucional. Optó por ignorar el argumento —enraizado en las mejores democracias— de la responsabilidad política asociada con el servicio público. Y con ello mostró la tercera cara de Cerbero, la cara del presente. La cara de los fallos jurídicos mediocres y mal argumentados. La cara que insiste en considerar la crítica necesaria como alta traición a la patria. La cara de un México en el que siempre faltan reglas y las que hoy no se cumplen. La cara con la cual se aceptan las omisiones, y por ello nunca hay servidores públicos de alto nivel responsabilizados, como Juan Molinar o Daniel Karam que saltarán a otro puesto gracias al permiso que la Corte les ha dado. La cara desencajada de los padres de 49 niños muertos a quienes la Corte les dijo: “Bienvenidos al infierno y ni modo.” Una Suprema Corte blindada en su tren tardío, dentro del cual, según las palabras de Juan Rulfo, “no oye ladrar a los perros”.

VII. LO QUE PODEMOS HACER

El primer trabajo del ciudadano es vivir con la boca abierta
.

G
UNTHER
G
RASS

Ve a las esquinas de las calles e invita al banquet e a cualquiera que te encuentres
.

M
ATEO
22:10

CIUDADANOS IDIOTIZADOS

Comienzo por parafrasear la carta reciente de un lector al periódico
Reforma
. Una carta dura, honesta, preocupada, cuyo contenido enlista lo que tiende a ocupar las primeras planas, cualquier día, y constituye un diagnóstico de lo mucho que nos aqueja. Un multimillonario líder petrolero que viaja a Las Vegas, es dueño de un lujoso departamento en Cancún, y pasea en yate con costoso reloj. Un “presidente legítimo” que habla siempre de transparencia pero puso candados a la información de los gastos efectuados en la faraónica obra del segundo piso del Periférico. Un senador que dice que los líos de los líderes petroleros sólo le competen a los sindicalizados de Pemex. Un gobernador que le mienta la madre a quienes no piensan como él, mientras dona dinero del erario en callada complicidad con un cardenal. Unos gobernadores del
PRI
que condicionan su apoyo a cualquier reforma energética a cambio de su propia tajada de recursos y contratos petroleros.

La carta concluye con una declaración de coraje, con un sentimiento de vergüenza, con la confirmación de que como México “no hay dos”. Y revela la desilusión de tantos ante la recesión democrática; ante una transición que ha resultado ser un fenómeno epidérmico; ante un cambio celebrado por la alternancia electoral pero manchado por las múltiples formas de mal gobierno. Policías abusivos y oligarquías rentistas y burocracias indiferentes y jueces corruptos y élites venales que desdeñan el Estado de Derecho y no le rinden cuentas a nadie. Todos los días, las páginas de los periódicos están repletas de notas detallando otro abuso. Otro ejemplo de corrupción compartida. Otra muestra de extracción a costa de los ciudadanos. Otro indicador de lo que el politólogo Larry Diamond llama —en un artículo en
Foreign Affairs
— la persistencia del “Estado depredador”.

Ese Estado mexicano, donde la corrupción y el abuso no son una aberración sino una condición natural. Donde el conflicto de interés no es la excepción sino la regla. Donde desde hace cientos de años, la propensión de las élites gobernantes ha sido monopolizar el poder en vez de restringirlo. Donde la clase política usa su influencia para extraer rentas de la economía en lugar de promover leyes transparentes, instituciones fuertes, mercados funcionales. El resultado es un Estado depredador. Un Estado cleptocrático que instrumenta políticas públicas ineficientes, expolia a sus ciudadanos y usa los recursos públicos para su propia glorificación o consumo. Un Estado cínico y oportunista en el cual las personas comunes y corrientes no son percibidas como ciudadanos sino como clientelas. El objetivo del gobierno no es garantizar bienes públicos —como caminos, hospitales, escuelas— sino producir bienes privados para los funcionarios y sus amigos y sus familias. Para los allegados de Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps y el “Niño Verde” y Emilio González Márquez y tantos más.

En un sistema así, casi todos se sienten como el autor de la carta a la cual aludí al inicio de este capítulo: impotentes, explotados, insatisfechos, enojados. Y, ¿cómo no? El Estado depredador ha producido una sociedad depredadora. Un país que empuja a su población a la informalidad y a doblar las reglas. Un país en el cual las grandes fortunas no son producto de la actividad productiva sino de la manipulación política. Aquí en la República mafiosa los políticos convierten las elecciones en juegos suma cero donde nadie puede darse el lujo de perder. Los líderes sindicales convierten a sus agremiados en clientes dependientes de los favores que les otorgan. Los funcionarios de Pemex parecen más preocupados por el dinero que pueden recolectar que por el bien público de los contratos que autorizan. Aquí en la República rentista, con demasiada frecuencia los policías no persiguen a los criminales, los reguladores no regulan, los jueces no aplican la ley, los agentes aduanales no inspeccionan, los empresarios no compiten, los acreedores no pagan, los contribuyentes no contribuyen, los automovilistas no se paran en los semáforos. Toda transacción es manipulada y manipulable.

Aquí en la República desilusionada, hay una ausencia doble: falta buen gobierno y falta buena sociedad. Faltan “comunidades cívicas” en donde los ciudadanos confíen unos en otros, obedezcan la ley sigan las reglas y promuevan el bien público —porque saben que alguna autoridad los sancionará si no lo hacen —. Aquí en la República deteriorada, las instituciones no generan la participación popular porque el sistema político-económico es tan elitista, tan corrupto, tan poco sensible a su población. Y por ello produce ciudadanos pero sólo de nombre que no cuentan con canales eficaces de participación e influencia, más allá de su voto. Pueden tachar una boleta electoral pero no pueden remover a un gobernador corrupto. Pueden llevar a un político al poder pero no incidir en cómo lo ejerce. En México hay competencia, pero ocurre entre partidos corrompidos y clientelares. En México hay gobiernos electos pero poco representativos. En México hay ciudadanos pero muchos no saben cómo serlo cabalmente.

Los buenos gobiernos se construyen con base en buenos ciudadanos y ha llegado la hora de serlo. Porque cada seis años, México busca un Cid Campeador. Cada seis años, México busca un político capaz de redimir al país y rescatarlo. Los mexicanos gritan una y otra vez: “No nos falles” y se sorprenden cuando eso ocurre. Por eso ha llegado el momento de reconocer que no hay salvadores. Que no hay redentores. Sólo hay ciudadanos con una obligacion compartida: decirnos a nosotros mismos que México cambia pero muy lentamente debido la complicidad de sus habitantes.

El ciudadano favorito de las autoridades es el idiota, o sea, quien anuncia con fatuidad “yo no me meto en la política”. Así describe Fernando Savater a los desatendidos, a los que dejan las decisiones primordiales del país en manos de otros, a los que reclaman beneficios y protecciones por parte del Estado —incluyendo espectáculos y diversión— pero no participan o exigen eficacia. Y el Estado mexicano, sólo parcialmente democráctico, vive feliz atendiendo las necesidades de tantos mexicanos a quienes trata como “clientes” o “súbditos” en vez de ciudadanos. A quienes mediante segundos pisos y dádivas diarias y piscinas instaladas sobre el Paseo de la Reforma vuelven a los mexicanos adictos al populismo.

Adictos a pensar que el mejor político es el que más obra política construye, el que más sacos de cemento regala, el que más subsidios garantiza, el que mejores promesas hace. Adictos a la simplificación de la complejidad mediante la cual un partido ofrece vales para medicinas, la eliminación de la tenencia unos días antes del proceso electoral, el dinero en efectivo entregado de camino a la urna, la disminución del
IVA
, los subsidios a la gasolina. Desde la fundación del
PRI
, el populismo siempre nos ha acompañado, y hoy en día sigue en boga.

No es difícil entender por qué la clase política mexicana recurre al populismo como instrumento para gobernar. El populismo hace que todo sea tan simple, tan claro, “haiga sido como haiga sido”. Divide al mundo en “fanáticos” o “gente decente que trabaja y lleva a sus hijos a la escuela”. Clasifica a los mexicanos en los puros y los que generan “asquito”. Separa a México en el “pueblo bueno” y “la mafia que se ha adueñado del país”. Algo tan complejo como la crisis post electoral del 2006 se atribuye al odio y al rencor generado por López Obrador. Algo tan complicado como las razones detrás de nuestro crónico subdesempeño económico se atribuye a “el pillaje neoliberal”. Cada bando busca organizar sus odios, generar sus propios adictos, dividir conforme a sus principios impolutos. Peor aún, el populismo absuelve a los ciudadanos de la responsabilidad para encarar los problemas del país.

Como señala Savater en su
Diccionario del ciudadano sin miedo a saber
, el vicio del populismo va acompañado del vicio del paternalismo. El vicio de los gobiernos y las autoridades públicas de empeñarse en salvar a los ciudadanos del peligro que representan para sí mismos. Los políticos mexicanos de todas las estirpes se ofrecen solícitamente para dispensar a los ciudadanos de la pesada carga de su autonomía. Su lema es: “Yo te guiaré: confía en mí y te daré lo que quieres.” Un desfile multimillonario para festejar el Bicentenario: allí está. Una pista de hielo en el Zócalo: allí viene. Pena de muerte para los secuestradores, el Partido Verde apoya la iniciativa. Un hombre con pantalones capaz de imponer cambios aunque sea de forma autoritaria: allí está Carlos Salinas, otra vez. Una popular actriz de telenovelas: aparece al lado de Enrique Peña Nieto en cada
spot
que paga. México carga con uno de los mayores peligros de las democracias: una casta de “especialistas en mandar” que se convierten en eternos candidatos. En cada elección asistimos —y contribuimos— al reciclaje de pillos.

Y el problema es que alcanzan esa posición gracias a la flojera o al desinterés del resto de los ciudadanos, que dimiten del ejercicio continuo de vigilancia y supervisión que les corresponde. La clase política mexicana se aprovecha de la persistencia de personas que —frenadas por falta de interés o falta de oportunidad— no participan en las responsabilidades de la ciudadanía y se resignan a vidas determinadas por otros. Los idiotas mandan porque otros idiotas los eligen. Los idiotas mandan porque los ciudadanos abdican de su ciudadanía y se refugian en la apatía y en el anonimato. Los idiotas mandan porque logran erigirse en una especie de diosecillos que siempre tienen la razón, dado que los apoya el pueblo y el pueblo nunca se equivoca. El populismo ya sea de derecha o de izquierda sobrevive porque no hemos alcanzado la educación que premie la disidencia individual sobre la unanimidad colectiva. Que recompense el mérito en lugar del compadrazgo. Que nutra nuestra capacidad de luchar contra lo peor para que venga lo mejor. Que construya ciudadanos autónomos, libres, de carne y hueso. Que institucionalice la desconfianza en los líderes y la vigilancia sobre ellos por diferentes medios.

Según un estudio reciente del encuestador Alejandro Moreno, 66 por ciento de los mexicanos piensa que “personas como yo no tenemos influencia sobre lo que el gobierno hace”. Si eso no cambia, México seguirá siendo un lugar idóneo para quienes quieren mantener a sus habitantes en una permanente minoría de edad, ajenos a la política y residentes permanentes del lugar mental donde faltan la resolución y el valor para participar en el espacio público. Y seguirá siendo un país gobernado por proto populistas —ya sea de izquierda o de derecha— y ciudadanos idiotizados que los celebran.

PATRIOTISMO MALENTENDIDO

Ciudadanos idiotizados desde la Independencia. Desde la Revolución. 1810. 1910. 2010. Doscientos años de héroes falsos y mentiras propagadas y dictaduras perfectas y democracias que están lejos de serlo. Doscientos años de aspirar a la modernidad sin poder alcanzarla a plenitud y para todos. Siete décadas de justificar el Estado paternalista y el predominio del
PRI
, la estabilidad corporativa y el país de privilegios que creó. Buen momento, entonces, para examinar la herencia, los mitos compartidos, las ficciones fundacionales, el bagaje con el cual cargamos. Gran oportunidad para emprender un proceso de instrospección crítica sobre nuestra identidad nacional, para cobrar conciencia de lo que hemos hecho consistentemente mal. Para entender por qué no hemos construido un país más libre, más próspero, más justo durante los últimos dos siglos.

Abundan las explicaciones. La Conquista, la Colonia, la ausencia de una tradición liberal, el Porfiriato, la vecindad con Estados Unidos, la desigualdad recalcitrante, el nacionalismo revolucionario, los ciclos históricos marcados por proclamas, seguidas de alzamientos y la instauración de líderes autoritarios que prometen salvar al país del caos y de sí mismo. Muchos piensan que México no avanza por su pasado fracturado, por su historia insuperada, por sus creencias ancestrales, por sus costumbres anti democráticas. Muchos esgrimen el argumento cultural como explicación del atraso nacional. “Es un problema mental”, afirman unos. “Es una cuestión de valores”, insisten otros. “Es un asunto de cultura”, sugieren unos. “Así somos los mexicanos”, proclaman unos. Según esta visión cada vez más compartida, el subdesarrollo de México es producto de hábitos mentales premodernos, códigos culturales atávicos, formas de pensar y de actuar que condenan al país al estancamiento irrevocable.

Es cierto que muchos mexicanos creen apasionadamente en los componentes centrales del “nacionalismo revolucionario”. Es cierto que muchos mexicanos han internalizado las ideas muertas del pasado, y por ello les resulta difícil forjar el futuro. Es cierto que muchos mexicanos han sucumbido al romance con la supuesta excepcionalidad histórica de México, y por ello se resisten a apoyar medidas instrumentadas con éxito en otros países. Aquí, los hábitos iliberales del corazón son como un tatuaje. Aquí, ideas como el Estado de Derecho, la separación de poderes, la tolerancia, la protección de las libertades básicas de expresión, asamblea, religión y propiedad, no forman parte del andamiaje cultural post revolucionario. Y por ello tenemos elecciones competitivas que producen gobiernos ineficientes, corruptos, solipsistas, irresponsables, subordinados a los poderes fácticos, e incapaces de entender o promover el interés público. En términos políticos, México es una democracia electoral; culturalmente sigue siendo un país iliberal.

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