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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (39 page)

BOOK: El país de uno
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PRESUNTO CULPABLE: ¿PODREDUMBRE
EVIDENCIADA O REALIDAD CAMBIADA?

Nadie más debe ser blanco de palabras como: “Fuiste tú.” “No te hagas pendejo.” “No te explico nada cabrón.” “Ya te agarré; ya te chingaste.” Palabras rutinarias que pronuncia cualquier policía judicial a la hora de arrestar a cualquier mexicano común y corriente. Palabras que corren en contra de ese principio fundamental del Estado de Derecho que es la presunción de inocencia. Palabras que revelan un sistema policial y penal dedicado a encarcelar inocentes, fabricar culpables, maquilar injusticias. Evidenciado en el estrujante documental
Presunto culpable
que retrata la podredumbre de los policías, la incompetencia de los ministerios públicos, la sinrazón de los jueces, la arbitrariedad del arresto. En México se aprehende sin pruebas y se juzga sin testigos. En México se condena aunque existan dudas razonables sobre la culpabilidad y razones para cuestionarla. En México una persona inocente se ve obligada a demostrar que lo es.

Como le ocurrió a José Antonio Zúñiga Rodríguez en el 2005. Acusado de homicidio calificado. Arrestado a pesar de que había testigos que lo situaban en otro lugar en el momento de los hechos. Condenado a veinte años de cárcel en el Reclusorio Oriente, a pesar de que la prueba realizada para ver si había disparado un arma había resultado negativa. Encontrado culpable en un proceso repleto de irregularidades, incluyendo la falsa cédula profesional de su abogado defensor. Encerrado en una celda con otros veinte reos, rodeado de cucarachas, durmiendo en el piso de concreto, muerto de frío, de miedo, de incertidumbre. Víctima de un sistema legal en el cual 93 por ciento de los presos nunca vieron una orden de aprehensión. Víctima de un sistema cárcelario donde languidecen millones de mexicanos cuyos derechos han sido atropellados, porque ni siquiera saben que los tienen.

“En la cárcel eres nadie”, dice José Antonio Zúñiga. Pero es un hombre de carne y hueso para dos valientes abogados que creen en su inocencia y están dispuestos a luchar para comprobarla. En la pantalla se plasman las escenas que todo mexicano debe ver; se narra una historia que todo mexicano debe conocer; se condena a un sistema judicial que todo mexicano debe rechazar. Torceduras trágicas como el testimonio acusatorio del único testigo quien acepta —en la reposición del procedimiento que los abogados logran conseguir— que no vio el disparo. Entrevistas deplorables como aquella en la cual el testigo admite que no sabía el nombre del acusado y sólo lo dio después de que le fue proporcionado por policías. Escenas espeluznantes que captan a esos mismos policías judiciales responsables de la detención mintiendo, rehuyendo, manipulando, diciendo que “no recuerdan” el arresto. Y finalmente la voz de un policía anónimo reconociendo que a los “delincuentes” con frecuencia les inventan “delitos”.

Y de allí el imperativo de hacer las preguntas clave para entender el sistema de justicia en México. ¿Por qué la policía no investiga? ¿Cómo es que la policía puede inventar pruebas o desconocerlas o borrarlas? ¿Por qué nadie puede cuestionar el expediente después de que ha sido integrado por la procuraduría? ¿Cómo hemos permitido el surgimiento de un sistema en el cual una persona puede ser declarada culpable con base en la integración de un expediente, y sin haber visto jamás a un juez? ¿Por qué es posible detener a alguien sin pruebas, sin huellas, sin evidencia? ¿Cómo es que la presunción de inocencia ha sido remplazada por la presunción de culpabilidad? Y precisamente por ello, 95 por ciento de las sentencias emitidas por los jueces —que nunca vieron o escucharon al acusado— son condenatorias. Por ello, 92 por ciento de las condenas en México no están basadas en evidencia física. Por ello, nuestro sistema de justicia es como una lotería en la que el “premio” puede ser un arresto arbitrario, una condena inexplicable, un encarcelamiento injustificado. La justicia institucionalizada, plenamente avalada por un juez resguardado dentro de un túnel de papel.

Póster de
Presunto culpable
.

Para los cientos de miles de mexicanos detenidos, los principios fundamentales del debido proceso y la presunción de inocencia no se aplican. La encarcelación se convierte en un castigo aún antes de la convicción. El mito del presunto inocente es remplazado por la realidad del presunto culpable. Y si después de 804 días en prisión, José Antonio Zúñiga es declarado “absuelto”, se debe al arduo trabajo de quienes realizaron un documental para probarlo. De quienes —como Roberto Hernández y Layda Negrete— exigen que sea posible videograbar todos los reconocimientos de personas, todos los juicios, todos los interrogatorios. De quienes insisten que el presunto inocente tiene derecho a que el juez esté presente en el juicio, y que ese juicio sea oral. De quienes saben que tú también, lector o lectora, debes saber el significado de un derecho legal consagrado en la frase en Latín: “
Ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat
.” “La prueba del delito reside en quien acusa, no en quien niega”.

Algo que muchos no comprenden cuando gritan: “Muera Sarkozy.” “No nos vamos a dejar.” “México no se va a someter a Francia.” “Todos unidos con Felipe Calderón.” “Dejemos de comprar queso Brie.” Expresiones del enojo que los mexicanos sienten ante el controvertido caso de Florence Cassez y el embate diplomático que ha generado. Manifestaciones de la indignación que los mexicanos despliegan ante la reacción francesa y los sentimientos nacionalistas que ha despertado. Lástima que la crítica y el enojo y la denostación se han dirigido al blanco equivocado. En lugar de odiar al presidente galo, deberíamos odiar al sistema judicial mexicano. En lugar de denostar a la secretaria de Relaciones Exteriores de Francia, deberíamos increpar al secretario de Seguridad Pública de nuestro propio país. En lugar de envolvernos en la bandera mexicana, deberíamos empezar a desmancharla. Porque si algo queda claro del conflicto Cassez —como lo demuestran los admirables reportajes de Guillermo Osorno— es que no se cumplió con el “debido proceso” que Francia tiene derecho a exigir y México aún no sabe cumplir.

El “debido proceso” basado en el principio de que el gobierno debe respetar todos los derechos de una persona de acuerdo con la ley. Cuando un gobierno daña a una persona, sin seguir la ley al pie de la letra, constituye una violación del “debido proceso”. Y eso es exactamente lo que ocurrió en el caso de Cassez desde el momento en que fue aprehendida. Desde el momento en que no fue presentada inmediatamente ante un Ministerio público. Desde el momento en que se le mantuvo encerrada en una camioneta durante 24 horas. Desde el momento en que Genaro García Luna ordenó la “recreación” de su captura para el beneficio de la televisión. Desde el momento en que el Ministerio público no informó al consulado francés de la detención. Desde el momento en que se volvió más importante maquillar la reputación de la policía que obedecer el imperativo de la ley.

Y sí, Sarkozy debe ser criticado por sus improperios verbales. Y sí, el presidente francés debe ser cuestionado por la decisión de convertir el año de México en Francia en una plataforma para el caso Cassez. Pero eso no oculta el hecho ineludible de que —como sugiere Guillermo Osorno— todos, absolutamente todos, han dicho algo diferente en sus declaraciones. La única que no ha cambiado su posición es Florence Cassez. Como queda constatado, las víctimas del secuestro —Cristina Ríos y su hijo— no reconocen la voz ni la fisonomía de la francesa en su declaración inicial y sólo lo hacen después de visitas posteriores y documentadas a la
SIEDO
. Otro testigo, Ezequiel Elizalde dice que cerca del dedo meñique ella tiene una cicatriz, producto de la supuesta inyección que le adminstra Cassez, pero investigaciones subsecuentes revelan que no es una cicatriz sino una mancha. Y existen dudas sobre si Elizalde estaba realmente en el rancho del cual supuestamente fue rescatado, o si se encontraba en Xochimilco. Reportajes posteriores lo presentan como un testigo errático, poco confiable, hasta mentiroso.

El caso de Florence Cassez se tiñó de injusticia cuando su captura fue recreada como montaje “a modo”. Cuando la reputación de Genaro García Luna pesó más que el respeto a los derechos individuales. Cuando el “debido proceso” se convirtió en el “indebido proceso”. Eso, en cualquier democracia funcional, hubiera implicado su liberación automática. Eso, la justicia convertida en farsa, es lo que más debería indignar a los mexicanos. La capacidad que tiene el sistema judicial para aprehender a presuntos inocentes y transformarlos en indudables culpables. La habilidad que tiene el sistema penal para encarcelar a alguien con base en la palabra “sagrada” —aunque variable— de las víctimas. La sensación surrealista que queda después de leer el expediente y ver lo que ocurrió. Aquello que Lewis Carroll narra
en Alicia en el país de las maravillas
: “¡No, no!, dijo la Reina. Sentencien primero y den el veredicto después”.

LA SUPREMA CORTE: ¿VAGÓN
VANGUARDISTA O TREN DEMORADO?

La celeridad con la cual el sistema de procuración de justicia “resolvió” el caso de Florence Cassez contrasta con casos que —ante la indolencia o complicidad de la autoridad— llegaron a la Suprema Corte. Y murieron allí como ocurrió con las votaciones de la mayoría de los ministros sobre Mario Marín y la Guardería ABC. En ambos asuntos hubo dictámenes importantes, valientes, admirables. Los ministros Juan Silva Meza y Arturo Zaldívar indagaron causas, describieron deficiencias, resaltaron omisiones, deslindaron responsabilidades, construyeron un banquillo de los acusados y sentaron a prominentes miembros de la élite política allí. Así como ocurre en democracias funcionales después de una equivocación, la punta del poder judicial propuso una sanción. Pero no se dio, y en gran medida debido a una Suprema Corte que funciona como un tren demorado.

Cada vez más presente, como si fuera una institución haciendo historia. Cada vez más ausente, como si rehuyera la cita que tiene con ella. Así es la Suprema Corte. A veces se comporta como un tren bala que corre deprisa y con destino claro. Y a veces es tan sólo un tren demorado. Retrasado. Tardío. Con once pasajeros divididos en torno a la velocidad deseable y la ruta posible. Un tren lejano que recorre el país sobre rieles rígidas y con cabuses polvosos. Que no vislumbra el horizonte de la democracia constitucional y cómo llevar a México hasta allí.

Porque la Suprema Corte tiene cada vez más peso, pero en ocasiones no sabe cómo usarlo. Porque la Suprema Corte tiene cada vez más influencia, pero a ratos no la ejerce como podría. Porque la Suprema Corte todavía no entiende su papel en la nueva era y cómo desempeñarlo. En vez de entrar a fondo a los asuntos clave, prefiere rehuirlos. En lugar de ensuciarse las manos con los temas trascendentales, prefiere lavárselas. En algunos asuntos adopta una actitud de avanzada pero en otros se queda en la retaguardia. Prefiere una visión minimalista, estrecha, procesal de su función. La Suprema Corte como oficina de trámites con la ventanilla frecuentemente cerrada. Los ministros como defensores de la ley pero no de los ciudadanos que afecta. Sembrando legalidad pero cosechando injusticia.

Ministros que olvidan lo que escribió Esquilo: “El mal no debe ganar con base en tecnicismos.” Que olvidan el fin último de todas las instituciones políticas: la preservación de los derechos imprescriptibles del hombre. Ministros encerrados en una interpretación constitucional estrecha que retrasa el progreso político del país. Ministros atrapados por el muro artificial que construyen entre lo político y lo jurídico. Cautelosos, temerosos, huidizos. Ministros que se sienten cerca de la letra de la Constitución pero están lejos de su espíritu. Jueces que se refieren —por ejemplo— a las candidaturas independientes como un tema “complejo, delicado, sensible, e importante” para luego desecharlo. Servidores públicos que cierran las puertas sin escuchar lo que se debate frente a ellas. Montados en un tren que se aleja de la democracia en lugar de consolidarla.

Pero en sus manos está la funcionalidad de la democracia; la plenitud de la democracia; la calidad de la democracia. Asumirlo así requiere valor. Requiere argumentos de fondo. Requiere entender el papel de la Suprema Corte en coyunturas históricas. Coyunturas cuando los jueces entienden —como lo escribió Thomas Jefferson— que las instituciones deben ir de la mano del progreso de la mente humana. Momentos cuando los jueces comprenden la necesidad de cambiar criterios para darle sentido democrático al texto constitucional. Circunstancias cuando los jueces están a la altura de la realidad que los rodea y no la rehúyen. Decisiones históricas que reflejan la historia y la cambian: Brown
vs
Board of Education que elimina la segregación racial en las escuelas; Roe
vs
Wade que legaliza el aborto en función del derecho a la privacidad; Marbury
vs
Madison que le da a la Suprema Corte estadounidense la capacidad de revisar las leyes que elaboran otras ramas del gobierno. Decisiones que reflejan la evolución social y la expansión de los derechos que entraña.

Ése es en efecto lo que las supremas cortes hacen. Ese es el impacto que tienen. Aunque los ministros aquí no se asuman como protagonistas de la transición democrática, lo son. Aunque los ministros aquí quieran estar lejos de la política, sus votos la afectan, en ámbito tras ámbito.

Cuestiones definitorias con impactos definitorios que van más allá de las palabras consagradas hace años en la Constitución. Decisiones jurídicas con resultados políticos y consecuencias democráticas o anti democráticas. Como las que generaron en el caso de Jorge Castañeda y las candidaturas independientes: la percepción de ciudadanos indefensos frente a la posible violación de sus garantías; la percepción de partidos que establecen las reglas del juego y las controlan; la percepción de legisladores que colocan candados y se guardan la llave para abrirlos; la realidad de una democracia que funciona para su clase política pero no para sus ciudadanos. Y la imagen de una Suprema Corte que lo permite.

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