De allí las preguntas sin respuesta. ¿Dónde están las cuentas detalladas del Senado en internet? ¿Dónde están las adquisiciones del Congreso en las cuentas públicas? ¿Por qué hay tantos senadores priístas rodeados de guaruras agazapados montados en carros blindados? ¿Por qué el presupuesto público debe ser utilizado para mitigar su paranoia? ¿Por qué hay oficinas dentro del Senado que parecen pequeños palacios? ¿Por qué nuestro bolsillo se dedica a recompensar a quienes no tienen la menor idea de lo que significa legislar?
A todas horas, en todo momento, contemplamos la extracción de recursos de nuestro bolsillo que se destinan al suyo. De nuestros impuestos a sus campañas políticas. De nuestras contribuciones a sus pensiones. Del erario al subsidio de la extravagancia. Una succión sexenal de lo que el país produce, depositada en manos de partidos, malgastada por los clase política. Así funciona la democracia en México hoy. Permite la extracción pero no asegura la representación. Permite el turismo legislativo pero no la rendición de cuentas que debe acompañarlo. Permite el paseo de los panistas y los perredistas y los priístas por las playas, pero no conduce a que gobiernen mejor.
Cada día sale a la luz otro exceso de un sistema político que cuesta mucho y rinde poco. Allí está el despilfarro institucionalizado. El derroche legalizado. El asalto desarmado. El nuevo, caro y lujoso edificio del Senado. Los parlamentarios del
PAN
hospedados en hoteles de cinco estrellas. Las fiestas de diez mil invitados que organiza el gobernador de Quintana Roo. Los gastos suntuarios del Partido Verde y del “niño” que lo dirige. Ejemplo tras ejemplo del privilegio de mandar. Evidencia tras evidencia del privilegio más delicioso que es gastar el dinero ajeno.
El “niño verde”.
Ese dinero que pertenece a los habitantes de México y que es entregado con fines fiduciarios a través de los impuestos. Ese dinero que se cede al gobierno para que cumpla con las tareas que le corresponden. Ese dinero que se canaliza a los partidos para que escuchen las demandas ciudadanas y las atiendan. Ese dinero que podría financiar el combate a la pobreza pero paga los espectaculares de los partidos. Ese dinero que paga los viáticos de los congresistas que van “de trabajo” a París. Que no le pertenece al presidente o al grupo parlamentario del
PRI
o a los pre-candidatos presidenciales o al
IFE
o a los partidos que financia, sino a los ciudadanos de México.
Pero es dinero usado como si fuera suyo. Como si la clase política tuviera el derecho de gastar recursos públicos donde quisiera, cuando quisiera. Como si los impuestos no fueran un vínculo entre los representantes y los representados. Como si el erario no proviniera directamente de aquello que se le descuenta a la población. Allí están los diputados que viajan más al extranjero de lo que votan en la Cámara y se rehúsan a rendir cuentas por ello. Gobernadores que pagan
spots
publicitarios para promover su imagen pero no quieren decir cómo los financiaron. Pre-candidatos presidenciales que enriquecen a los accionistas de las televisoras y violan las reglas de la legislación electoral.
Ahora bien, es preferible una democracia cara a una democracia inexistente, sugieren sus defensores. Es mejor una democracia de partidos sólidos a una democracia de ciudadanos bien representados, argumentan sus beneficiarios. Garantizar la credibilidad del proceso electoral no tiene precio, dicen quienes han convertido a la democracia mexicana en una de las más caras del mundo. Y los partidos actúan así porque pueden. Porque las reglas han sido creadas para permitir y perpetuar este tipo de comportamiento.
Hoy el país padece las consecuencias de una decisión fundacional que se ha vuelto contraproducente. La apuesta al financiamiento público dispendioso a los partidos como una forma de fortalecer la democracia está empeorando su calidad. Lo que funcionó —como resultado de la reforma electoral de 1996— para fomentar la competencia ahora financia la incontinencia. El subsidio público a los partidos entonces resolvió algunos dilemas, pero ahora ha creado otros y muy graves. Creó, por ejemplo, partidos dependientes, pero no de los electores sino de los medios electrónicos. Cadenas de televisión y estaciones de radio que en la elección del 2006 recibieron 80 por ciento de los recursos otorgados a los partidos para sus campañas, o sea 2 500 millones de pesos. El sistema politico financió el enriquecimiento de Ricardo Salinas Pliego y Emilio Azcárraga durante las temporadas electorales; un problema que se trató de remediar —imperfectamente— con la reforma electoral del 2007.
En cada elección el
IFE
se enfrenta a todo lo que falta por contabilizar;
spots
cuyo financiamiento falta escudriñar; espacios de tiempo al aire cuya “donación” en especie falta explicar; violaciones a los topes de campaña que podrían quedar evidenciados. Huellas del veneno que corre a lo largo del andamiaje electoral y merma la confiabilidad a la cual —como sus patrocinadores— tenemos derecho. Veneno que el
IFE
puede detectar pero ante el cual no tiene un antídoto eficaz, por dos motivos: el modelo de fiscalización que impera en México y los incentivos que tienen los partidos para violar sus reglas. Las sanciones no funcionan como un disuasivo, el monitoreo concluye un año después de la elección, las irregularidades detectadas no invalidan el triunfo conseguidos con ellas, la expectativa de más dinero público —en función del voto— obtenido crea razones para exceder los topes en vez de respetarlos. Ante ese envenenamiento, hay un
IFE
vociferante pero impotente, dependiente de la buena voluntad de los partidos y las televisoras para ofrecer datos con los cuales transparentar una relación cuya opacidad les beneficia. Un
IFE
capaz de ofrecer el diagnóstico adecuado pero incapaz de diseñar la cura correcta.
Antes la equidad electoral enfrentaba el problema del acceso al financiamiento, y ahora se enfrenta al problema de sus excesos. Antes se pensaba que el financiamiento público prevendría el ingreso indebido del financiamiento privado al proceso electoral, pero tanto Pemexgate como Amigos de Fox como las actividades del Consejo Coordinador Empresarial han demostrado que no es así. Antes el Estado canalizaba recursos para asegurar la equidad entre los partidos y ahora esos flujos ascendentes contribuyen a su “cartelización”.
Las diversas reformas de la transición han producido partidos que son cárteles de la política y operan como tales. Deciden quién participa en ella y quién no; deciden cuánto dinero les toca y cómo reportarlo; deciden las reglas del juego y resisten demandas para su reformulación; deciden cómo proteger su feudo y erigen barrerras de entrada ante quienes —como los candidatos ciudadanos— intentan democratizarlo. Partidos que canalizan el dinero público para pagar actividades poco relacionadas con el bienestar de la sociedad. Organizaciones multimillonarias que en lugar de transmitir demandas legítimas desde abajo, ofrecen empleo permanente a los de arriba. Organizaciones autónomas que extraen sin representar y usan recursos de la ciudadanía sin explicar puntual y cabalmente su destino. Agencias de colocación para una clase política financiada por los mexicanos, pero impermeable ante sus demandas.
El problema es que la solución al desfiguro del sistema político depende de los propios partidos. Depende de quienes se benefician del
statu quo
y no tienen incentivos para reformarlo. La solución a aquello que aqueja a la República está en manos de quienes contribuyen a expoliarla. Depende de quienes saben que el reto ya no es la equidad electoral, sino el despilfarro de recursos públicos y la ausencia de mecanismos fundamentales de representación y rendición de cuentas.
Hemos creado una partidocracia que más bien parece una cleptocracia; un engranaje que arrebata en nombre de la democracia pero merma su calidad. Un círculo vicioso creado por personas que se incorporan a partidos políticos que viven del financiamiento público, cuyo origen es el dinero de los contribuyentes. Esos partidos políticos postulan diputados y senadores que pasan a conformar el Congreso. Ese Congreso se encarga de elaborar las leyes que rigen la contienda electoral, de aprobar el presupuesto del
IFE
, de elegir a sus consejeros. Ese
IFE
no tiene más remedio que desembolsar millones de dólares de dinero público a los partidos. Esos políticos no tienen ningún incentivo para cambiar las reglas de juego, dado que no perciben muchos beneficios y pagan pocos costos. Como no hay reelección, no hay rendición de cuentas. Y el círculo vicioso comienza de nuevo, empoderando a la clase política del país pero ordeñando a sus habitantes.
Es paradójico. Las reformas de 1994, 1996 y 2007 buscaban generar confianza en la contienda electoral y en los partidos que participaban en ella. Ahora, años después allí están los resultados: lo que genera confianza también produce desconfianza. Elecciones competitivas pero demasiado caras. Partidos sólidos y bien financiados pero poco representativos. Contiendas equitativas pero donde todos tienen la misma capacidad para gastar sumas multimillonarias. Reglas políticas que aseguran una democracia electoral pero inhiben una democracia que rinda cuentas. Un sistema para compartir el poder que beneficia más a los medios que a los ciudadanos. Una democracia costosa para el país y onerosa para los contribuyentes que la financian.
Decía Disraeli que utilizar los impuestos para asegurar las ventajas de una clase no es protección sino despojo. Y así se percibe lo que hacen los partidos y los políticos. Como despojo, como arrebato, como abuso. Así se perciben las declaraciones de Antonio García Torres, quien en algún momento fue presidente de la Comisión de Garantía de Acceso y Transparencia a la Información del Senado: “No se qué importancia tenga que la ciudadanía conozca a dónde van los senadores (cuando viajan) ni cuanto cuesta esto.” Así se seguirá percibiendo lo que cuesta la democracia hasta que alguien exija recortar el presupuesto para los partidos; hasta que alguien exija recortar el tiempo de las campañas; hasta que alguien exija reducir la propaganda posible en los medios; hasta que alguien diga “ya basta”. Hasta que los ciudadanos acoten los privilegios partidistas. Hasta que obtengamos respuesta a la pregunta imprescindible que debe hacérsele a las élites políticas y económicas del país: ¿Qué están haciendo con nuestro dinero?
Dice Jacqueline Peschard —presidenta del Instituto Federal de Acceso a la Información— que la transparencia es un componente fundamental de la consolidación democrática. Es imperativo que exista para obligar a quienes ejercen el poder a actuar con mayor honestidad. Para incentivar la participación de una ciudadanía informada. Para promover el interés público con base en información creíble. Para mejorar el desempeño de las instituciones gubernamentales. Para construir pesos y contrapesos. Para enseñarle a la sociedad sobre “el derecho a tener derechos”.
Quizá por ello la transparencia enfrenta hoy tantas resistencias. Porque hay demasiados intereses que proteger, demasiadas decisiones discrecionales que ocultar, demasiados favores personales que archivar, demasiados oligarcas que apuntalar, demasiadas prácticas autoritarias que pocos quieren modificar. En el
SAT
, en la
PGR
, en la Cofetel, en los partidos, en la Secretaría de Hacienda, en la Sedena, en las gubernaturas de los estados. Ante esas reticencias habrá que defender al
IFAI
, así como al mandato que lo anima. Habrá que exigir que los sujetos obligados de la transparencia cumplan con ello y exponer a quienes no lo hacen. Habrá que exigir que los partidos entreguen documentos y transparenten sus acciones y hagan públicas las percepciones de sus dirigentes y detallen los gastos en los que incurren. Y habrá que seguir preguntando, una y otra vez, ¿qué esconden?
Hay pocos puestos mejores sobre el planeta que el de un político mexicano. Un político mexicano no tiene que trabajar para cobrar su sueldo ni tiene que rendir cuentas para conservarlo. No tiene que explicar el sentido de su voto en el Congreso ni tiene que estar presente para otorgarlo. No tiene que responder a las necesidades del electorado ni establecer una relación con él. Puede ser abogado privado y político, boxeador y político, playboy y político, personaje de
Big Brother
y político, incompetente y político. Puede presentarse en su oficina o no hacerlo. Puede respetar la ley o violarla cuantas veces quiera. Puede presentarse en el pleno del Congreso o no. Puede representar a aquellos que lo eligieron o no. Puede cumplir con el trabajo para el cual supuestamente fue designado o no. Cobrará su cheque mensual de cualquier manera. Cobrará su bono anual de cualquier modo. Saltará a otro puesto al final de su periodo, independientemente de lo que haga o deshaga.
El comportamiento de muchos políticos y de muchos funcionarios en México revela un problema profundo. Pocos saben ser “servidores públicos”. Las noticias cotidianas subrayan un hecho insoslayable, irrefutable, inequívoco: México tiene un sistema político disfuncional poblado de políticos disfuncionales. Pocos saben ser “servidores públicos”. Pocos saben las responsabilidades que entraña y la rendición de cuentas que debe —automáticamente— generar ese papel. Pero muchos saben servirse con la cuchara grande en un país pobre; saben cómo montarse sobre su puesto y aprovecharlo; saben cómo estirar el erario y exprimirlo. Saben cómo hacerlo y pueden hacerlo.