El Oro de Mefisto (50 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—¿Ha venido alguien con usted? —preguntó la desconocida.

—Sí. Mi chófer y mi guardaespaldas. Me esperan arriba, en el vehículo que hay junto a la carretera. Les he dicho que si no regreso en una hora, que entren a buscarme.

De repente, August soltó la linterna que llevaba en su mano dándole tiempo a agacharse y lanzarse al ataque de la desconocida. La mujer pudo mantener el equilibrio a pesar del violento ataque de Lienart. Aún la sujetaba por las caderas cuando ésta le descargó un violento golpe con el codo en la cabeza. La agente, entrenada en lucha, le dio un violento rodillazo en el pecho haciéndole retroceder. En mitad de la lucha, había perdido la gorra, dejando suelta su cabellera roja.

—Usted…, —llegó a decir August en el suelo—> usted es la mujer que estaba con mi padre en el hotel de Ginebra y la mujer a la que vi bajar por las escaleras del piso de Claire la misma noche en que fue asesinada…

—Así es… Mi nombre es Samantha Osborn, pero todo el mundo me llama Sam. Pero no piense mal… Necesitaba la ayuda de su padre, por eso estaba con él en el hotel Beau Rivage. Su padre estaba igual de interesado que yo en saber quién es el traidor dentro de nuestra organización —dijo Samantha mientras recogía su arma del suelo y volvía a colocarse el cabello bajo la gorra.

—¿Por qué iba a estar mi padre interesado en ayudar a la OSS? Al fin y al cabo son ustedes nuestros principales enemigos —aclaró August.

—Pues porque su padre intentaba….

A Samantha no le dio tiempo a reaccionar ante el tipo que acababa de aparecer tras ella, en las sombras. Con un fuerte golpe, el recién llegado consiguió desarmar a la agente y empujarla hasta el fondo de la cripta.

—Bien, bien, bien… —dijo John Cummuta—. Y ahora, cerda traidora, vas a decirme qué haces aquí con este cura traidor.

La joven se había quedado tirada sobre August, pero debido al golpe de la cabeza había perdido su arma en la oscuridad.

—Quiero saber qué haces con este tipo al que llevamos siguiendo desde hace tiempo. Así que eras tú quien le pasaba la información de nuestros movimientos —dijo Cummuta sin dejar de blandir su arma.

—Escucha, John… —intentó decir Samantha.

—No quiero escucharte, zorra. Piensa en Nolan y Claire. Te apreciaban y tú les traicionaste.

—Te equivocas. No dispares, John. Te explicaré…

Nuevamente, fue interrumpida por Cummuta.

—No intentes explicarme nada. He llamado a Daniel. Hemos quedado en reunimos aquí. Podrás explicárselo a él.

—John, ¿es que me has seguido? —preguntó Samantha.

—No te seguía a ti. Estaba siguiendo a este cura francés del demonio —dijo John señalando con el cañón de su arma a August que todavía permanecía sentado en el suelo. Cummuta se había trasladado a Roma con el fin de recopilar información sobre August.

—Escúchame bien, John. Trabajo para Allen. Hace unos días he estado reunida con él en la sede de la OSS en Wiesbaden. Me encargó que descubriera quién es el traidor dentro de nuestra organización. Por favor —pidió Samantha—, ponte en contacto con Allen y compruébalo.

—¡No tengo nada que comprobar, maldita cerda traidora! —gritó Cummuta—. Explícaselo a Daniel cuando llegue. El sabrá qué hacer contigo.

—Por favor, John, escúchame. Daniel Chisholm es el traidor —aseguró Samantha—. Él fue quien mató al agente alemán en Hilzingen. Sólo él sabía que Claire y yo íbamos a reunimos con Ícarus y sólo el traidor de nuestra organización sabía que Gunther Hoffman, el agente del Abwehr que se escondía detrás del nombre clave de Ícarus, conocía su identidad. ¿Quién dio la orden de intervenir aquel día en Hilzingen para rescatarnos? ¿Quién?

—Fue Daniel —murmuró Cummuta.

—¿Quién era el principal interesado en que nosotras, Claire y yo, pudiéramos hablar lo suficiente con Ícarus como para descubrir quién era el traidor de nuestra organización?

—Daniel… —volvió a murmurar Cummuta.

—¿Por qué Daniel no fue con vosotros a rescatarnos? Sólo estabais tú y Nolan…

—También estaba Daniel, pero nos dijo que nosotros atacásemos por los flancos. Él estaba en Hilzingen cuando te reuniste con Ícarus. Nos dijo que debía vigilaros porque una de vosotras era una traidora.

—Pues seguro que tuvo tiempo de sobra para entrar en el granero y clavarle el estilete en la nuca a Ícarus —aseguró Samantha—, Él era el único que podía identificarlo, así que era mejor matarlo. A los alemanes no les importaba quitarse de encima a un traidor y por eso le dejaron las manos libres.

En ese momento, Daniel Chisholm surgió de la oscuridad a espaldas de John.

—Muy bien, querido John, muy bien, ahora, suelta el arma despacio… —advirtió el jefe de operaciones de la OSS—. Ponte junto a tu amiga Samantha y junto a ese cura.

—¿Por qué, Daniel? ¿Por qué te pasaste a los alemanes? —preguntó Samantha.

—Vaya, vaya, Sam… tú siempre tan pragmática, intentando encontrar respuestas para todo. Todos los medios son buenos cuando son eficaces y el dinero que me pagaban los alemanes era lo suficientemente abundante como para decidir qué bando escoger.

—Pero ¿y Nolan? ¿Y Claire? Eran tus amigos —dijo Cummuta.

—Fueron víctimas colaterales, víctimas inocentes. Si ambos estuvieran vivos ahora mismo, lo entenderían —respondió Chisholm sin dejar de apuntar a Samantha, John y Lienart.

—Así que nos vendiste a todos por avaricia.

—¿Y qué es la avaricia, querida Samantha? Un continuo vivir en la pobreza por temor a ser pobre. Me ofrecieron oro, mucho oro por algo de lo que yo disponía: información. Tan sólo debía informar al Abwehr, bajo mi nombre en clave de Belerofonte, acerca de las operaciones llevadas a cabo por nuestros agentes en las zonas ocupadas. Les pedí que si detenían a alguno, no debían ser ejecutados, sino recluidos en campos de prisioneros. Fui yo quien consiguió introducir a un agente de Odessa en el cuartel general británico de Montgomery, en Lünerburger, para matar a ese bocazas de Himmler. Me pagaron una buena cantidad de oro por ello. No me arrepiento. Era un asesino y tarde o temprano iba a ser ejecutado. ¿Por qué no ganar algo de dinero con ello?

—¿Y ésa es tu disculpa? —aseguró Cummuta—. ¿Crees que esos tipos de la Gestapo cumplieron con su palabra? ¿Sabes cuántos de los nuestros deben haber sido torturados y ejecutados por tu culpa? Eres un traidor de mierda…

—Cuida ese lenguaje conmigo —amenazó Chisholm blandiendo la pistola.

—¿Qué va a hacer con nosotros? —intervino August.

—Pues, sencillamente, matarles. Luego será fácil dar explicaciones. Declararé que mi querido agente John Cummuta descubrió que Samantha había traicionado a la OSS pasándole información a usted, Lienart. En mitad de un tiroteo, John os mató, pero antes de morir, tú, Sam, conseguiste disparar a John y matarlo. Como veis, es fácil.

—Allen no creerá tu versión —dijo Samantha, provocando una risa en Chisholm.

—¿Tú crees? Allen sólo tiene deseos de regresar a Washington para dirigir los nuevos servicios de inteligencia y no le interesará que se tenga conocimiento de que uno de sus jefes de operaciones era un traidor. Preferirá echar tierra sobre ello si quiere ser nombrado para algún importante puesto en Washington —aseguró Chisholm—. Estoy seguro de que se creerá mi versión, queridos amigos, y ahora, si no tenéis más preguntas…

Cuando Chisholm se disponía a disparar a Cummuta, escuchó cómo alguien se acercaba por el estrecho corredor desde la cripta de los papas. En ese momento, Cummuta decidió saltar a un lado mientras Samantha lo hacía hacia el otro, con el fin de dificultar a Chisholm el disparo.

El primer disparo de Chisholm acabó incrustado en la pared. El segundo alcanzó a Cummuta en el brazo izquierdo. Samantha consiguió coger su arma en medio de la oscuridad y disparó dos veces. Cuando cesó el intercambio de disparos, la cripta quedó en absoluto silencio y una nube de humo inundó el recinto.

Chisholm permanecía tumbado en el suelo boca arriba. Uno de los proyectiles de Samantha le había alcanzado en el cuello. Estaba muerto. En ese momento, Lienart, que se encontraba cerca de la entrada de la cripta, intentó escapar, pero la voz de Cummuta le hizo detenerse bruscamente.

Si das un paso más, te meto un tiro en la cabeza —dijo.

Lienart se detuvo y levantó las manos.

—Date la vuelta.

—¿Qué va a hacer? ¿Dispararme por la espalda?

—Tal vez. Quizás no me interese dejarle salir vivo de aquí. Tal vez le recuerde que estaba usted en Tønder con esos nazis cabrones, en el mismo lugar en el que fue asesinado mi amigo Nolan. Estoy seguro de que si disparase ahora mismo, nadie le echaría de menos —dijo Cummuta.

—Deja que se vaya —pidió Samantha a Cummuta—. Se lo he prometido.

—A mí me da igual lo que le hayas prometido a este tipo. Él ha ayudado a escapar a esos criminales de guerra y es un cómplice más.

Mientras los dos agentes de la OSS discutían, August intervino en la conversación.

—Perdonen que les interrumpa.

—Cállese. Nadie le ha dicho que puede hablar —dijo Cummuta sin dejar de apuntarle.

—Negociemos —dijo el seminarista.

—¿Negociar qué? Usted no tiene nada con qué negociar —volvió a replicar Cummuta.

—¿Qué diría si le dijese que puedo entregarle al tipo que ordenó el asesinato de sus compañeros de la OSS? —ofreció Lienart.

—¿Cómo sabe quién es el responsable? —preguntó.

—Porque trabajo para ese hombre. Podría entregárselo ahora mismo, pero antes debo confirmar algo.

—¿Cómo sé que cumplirá su parte si dejo que salga de aquí vivo? —preguntó el agente de la OSS.

—Tendrá que confiar en mi palabra. Sólo le queda eso, pero le aseguro que tarde o temprano le entregaré a ese hombre. Créame… —aseguró Lienart.

—De acuerdo, puede irse, pero le aseguro que, si no cumple su palabra, tendrá que vivir toda su vida mirando a su espalda. Y si un día se da la vuelta, puede que me encuentre, apuntándole con una pistola en la cabeza, sólo que en esa ocasión no le dejaré vivir —le amenazó Cummuta.

—Cumpliré con mi palabra. Créame… —dijo Lienart mientras desaparecía en la oscuridad de las catacumbas y regresaba a la superficie.

Pas de l'Echelle

El BMW dejó la Rue de la Gare y entró en un camino que conducía a un grupo de edificaciones en ruinas. Edmund Lienart iba despacio. Al llegar a una gran explanada, observó que había un vehículo bajo unos árboles. Un tipo, probablemente el chófer de Andreas Masson, fumaba tranquilamente sentado en el capó. Lienart aparcó unos metros más allá.

Al descender del coche, observó cómo el chófer del jefe del servicio secreto suizo le hacía una señal con la cabeza indicándole un edificio casi en ruinas que se encontraba a un lado de la explanada. Lienart comenzó a caminar hacia el edificio. Dentro se amontonaban varias pilas de escombros, posiblemente del techo, de lo que debía de haber sido un almacén de ganado.

—Pase, pase, mi querido amigo Lienart —dijo Masson.

—Bonito lugar para reunirse —respondió Lienart sin dejar de observar a su alrededor.

El magnate francés y jefe de Odessa temía que el gordo despreciable de Masson hubiera organizado una operación de secuestro con los servicios secretos franceses y, por eso, establecer el punto de reunión a tan sólo unos metros de la línea fronteriza con Francia no le causaba muy buenas expectativas.

—Mi querido amigo Lienart, es siempre un honor poder encontrarme con usted —dijo Masson, que estaba sentado en una silla de camping en medio de aquel bosque de escombros.

—No sé si decir lo mismo —replicó Lienart sin dejar de mirar alrededor.

—Alguien dijo que el hombre no es hijo de las circunstancias. Las circunstancias son hijas del hombre.

—Es curioso que pronuncie usted esta cita. ¿Sabe que es de Benjamin Disraeli? ¿Sabe usted que era judío? —advirtió Lienart con una sonrisa en los labios—. Yo, en cambio, he aprendido que lo que hace falta es someter a las circunstancias, no someterse uno a ellas.

—Usted sabe perfectamente por qué le he citado aquí, mi querido amigo Lienart.

—Lo cierto es que no. Hubiera preferido reunirme con usted en algún buen restaurante de Ginebra en lugar de hacerlo en un almacén de ganado maloliente y en ruinas a cinco kilómetros de mi hotel.

—Nuestro gobierno…

—¿A qué gobierno se refiere? —interrumpió Lienart.

—Al de la Confederación… ¿A qué otro me podría referir?

—¿Al de Francia?

—¡Ah…! Ustedes, los franceses, siempre tan desconfiados…

—Siempre digo que la desconfianza es la madre de la seguridad y me ha ido muy bien siguiendo ese mandato —aseguró el magnate.

—Como iba diciéndole, nuestro gobierno, el de la Confederación, está decidido a sopesar las peticiones del gobierno de París en cuanto a que usted y las operaciones de su organización Odessa en suelo helvético comienzan a ser ciertamente problemáticas y molestas para Suiza y para la integridad de su territorio.

—No decían eso su gobierno y sus bancos cuando durante la reciente guerra ingresábamos millones de francos suizos en oro procedente de los depósitos del Reichsbank y de las reservas de las SS. ¿Acaso su gobierno no sabe que ese oro procedía en su mayor parte de las dentaduras de esos pobres diablos de judíos que acababan con sus huesos en las cámaras de gas de los campos de exterminio? Tal vez sería bueno recordarles a su gobierno, a sus banqueros e incluso a usted que Suiza fue un aliado fiel y silencioso de esa situación.

—No es necesario, amigo Lienart, ser tan brutal en su debate —dijo Masson mientras sacaba del bolsillo un cigarro habano—. Lo que se me ha pedido es una negociación con usted y su organización. A todos nos interesa que usted tenga todo tipo de facilidades para abandonar nuestro país sin que esos franceses interfieran en nuestra política interna. Suiza ha sido desde su fundación un país libre y democrático, que no ha aceptado la interferencia de otros, y en este caso, tampoco lo permitiremos.

—¿En qué caso se refiere? —interrumpió Lienart bruscamente.

—A su posible salida de nuestro país. Tan sólo deseamos hacer lo más conveniente para todos. Usted sabe que sus operaciones al mando de Odessa han sido aceptadas por nuestro gobierno con el único fin de que sus protegidos no entraran en nuestro país. A partir de ahí, hemos cerrado los ojos…

—Muy convenientemente y previo pago en lingotes de oro… —espetó Lienart—. Ustedes, los suizos, son increíbles, y por eso me gustan. Tienen esa doble moral, ese doble rostro, y saben cómo enseñar uno u otro según les convenga. Por ejemplo, su admirado Max Huber. Eminente jurista, presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja y convencido antifascista, por un lado, pero también miembro del consejo de administración de Bührle Oerlikon, la fábrica de armas que abastecía a Hitler y a los suyos, o presidente de la multinacional Alusuisse, cuya fábrica de Singen empleaba a trabajadores esclavos, por el otro. Como ve, querido Masson, ustedes, los suizos, manejan la doble moral con la misma facilidad que se venden a uno u otro según les convenga.

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