Authors: Eric Frattini
—No, nadie lo sabe —respondió Stangl.
—Las informaciones que tenemos es que usted fue detenido por las tropas americanas en Italia. ¿Qué hacía allí?
—Tras el cierre del campo de Treblinka, fui destinado a Trieste bajo el mando del general Odilo Globocnik. El avance aliado me pilló en Italia y fui capturado.
—¿Dónde fue recluido?
—En un campo de prisioneros en Gleisenbach, de donde conseguí escapar. Gracias al Círculo Salzburgo, conseguí llegar hasta aquí sin más ayuda que mi audacia —respondió Stangl—. Les dije a mis interrogadores que era de las SS, pero que sólo había participado en operaciones contra partisanos en Italia y Rusia, y se lo creyeron.
—Hay momentos en que la audacia debe dar paso a la prudencia y eso es lo que debe hacer usted ahora si quiere salir vivo de Europa —dijo Müller.
—Así lo luiré. ¿Cuál será mi próximo destino? —preguntó.
—Roma. Ése será su próximo destino hasta que le consigamos documentos falsos para salir rumbo a Siria. Después, ya veremos si podemos enviarle junto a su familia a Brasil.
—¿Bajo qué autoridad estaré protegido en Roma? —preguntó Stangl.
—Bajo la tiara y las llaves de Pedro. Ha sido usted muy bien recomendado por monseñor Alois Hudal, y Odessa lo tendrá en consideración. Puede retirarse. Esté preparado para salir esta misma noche.
El tercer protegido era el capitán Alois Brunner, a quien Odessa deseaba mantener a toda costa alejado de las garras de las autoridades aliadas. Al fin y al cabo, este capitán, asistente del teniente coronel Adolf Eichmann, era uno de los trece hombres que habían asistido a la reunión del hotel Maison Rouge de Estrasburgo que aún permanecía en libertad. Sin duda, a nadie le interesaba que cayese en manos aliadas. Había sido el mejor hombre de Eichmann y el responsable del envío de 140.000 judíos europeos a las cámaras de gas. Cerca de 24.000 habían sido deportados desde el campo de concentración de Drancy. Por ello, Francia era una de las naciones aliadas más interesadas en su detención, al igual que en la del magnate Edmund Lienart.
—¿Puedo entrar? —dijo asomando la cabeza.
—Sí, adelante —indicó Müller.
—Buenas noches. Soy el capitán de las SS Alois Brunner. A sus órdenes —dijo mientras daba un pequeño taconazo en el suelo.
A Müller se le hacía raro ver a todo un ayudante del temido Eichmann saludando a un sargento primero, al fin y al cabo, aquel hombre alto, de porte elegante, bien peinado y con unas gafas oscuras de sol cubriendo sus ojos había sido el segundo hombre más poderoso de la IVB4, la oficina del departamento IV o Gestapo, perteneciente a la Oficina Central de Seguridad del Reich y responsable de la ubicación y deportación de los judíos en todo el territorio ocupado. Brunner mostraba una educación exquisita a pesar de ser el hijo de un granjero húngaro.
—Veo en su informe que consiguió escapar de un campo de prisioneros, ¿no es así? —preguntó Müller.
—Sí. Esos estúpidos americanos me confundieron con otra persona.
—¿Con quién?
—Con Antón Brunner, un SS que fue ejecutado por crímenes de guerra en Austria. Dije que había combatido en una unidad de infantería en el frente ruso —aseguró Brunner.
—¿Y le creyeron? —preguntó Müller—. Los de la contrainteligencia aliada suelen desnudarnos para ver el grupo sanguíneo bajo el brazo.
—Así es, pero yo jamás me lo tatué. Privilegios del alto mando… —dijo el con una sonrisa en los labios.
Mientras Müller continuaba revisando el informe que tenía sobre la mesa fue interrumpido por Brunner.
—Dígame, sargento, ¿cuál será mi ruta de escape?
—Tenemos planeado, en primer lugar, que llegue a Roma y desde algún puerto italiano embarcarlo rumbo a Egipto. Allí seguirá protegido por nuestra organización —respondió Müller.
—Estaré a la espera de sus órdenes. ¿Cuándo saldremos para Roma?
—Esta misma noche, así que esté preparado. Podemos encontrarnos con alguna sorpresa —advirtió Müller.
—¿Qué tipo de sorpresa?
—De camino hacia aquí tuve un desafortunado encuentro con una patrulla de la policía militar estadounidense. Ellos perdieron, y yo gané. Seguramente, estén buscándome y, si me están buscando a mí, pueden dar con ustedes, así que lo mejor es que salgamos cuanto antes. Les acompañaré hasta las afueras de Salzburgo y allí nos separaremos. Varios miembros de nuestra organización les ayudarán a llegar a Roma. Tienen ya instrucciones de dónde deben llevarles una vez que estén en la capital italiana. Permanecerán escondidos en organizaciones del Pasillo Vaticano —aclaró Müller.
—¿El Pasillo Vaticano? ¿Qué es eso? —preguntó Brunner.
—Es mejor que no lo sepa. Si lo capturan, podría poner en un serio aprieto a toda nuestra organización. Cuanto menos sepa, menos podrá revelar. Sólo debe saber que el Vaticano es nuestro principal amigo y protector. Con eso basta.
—Ya sabe, sargento Müller, que la desconfianza es la madre de la seguridad y es mejor que siga siendo así —declaró Brunner antes de salir de la habitación.
Durante la noche, los cuatro hombres —Müller, Mengele, Stangl y Brunner— recorrieron los poco más de cincuenta y seis kilómetros que los separaban de Salzburgo. En Bad Ischl, Müller abandonó al grupo para regresar a Altaussee, en donde debía localizar al teniente coronel Adolf Eischmann. El antiguo oficial de las SS, responsable de la muerte de millones de personas, se escondía en una casa en el número 8 de Fischerndorf, a orillas de un lago cercano. Aún quedaba mucho trabajo por hacer antes de regresar a Roma.
Ciudad del Vaticano
Al cardenal Claudius Munroe, todopoderoso prefecto de la Entidad, le gustaba dar un agradable paseo por los Jardines Vaticanos antes de dar comienzo su jornada. La reunión a la que había asistido días antes, junto a los subsecretarios Montini y Tardini y el agente Bibbiena, le había provocado cierto malestar. Deseaba dar a conocer lo revelado aquel día al propio Papa, pero, para ello, debía conseguir antes traspasar el cerco que el subsecretario de Estado Montini había impuesto al Santo Padre.
Su paseo matinal daba siempre comienzo a las cinco y media en punto desde la puerta del Palacio del Gobernatorio. Después se dirigía hacia la Casina de Pío IV y se adentraba en los Jardines Vaticanos bordeando la muralla hasta la torre de San Juan. Allí meditaba en completo silencio, alejado de los ojos indiscretos de la Guardia Suiza y la Guardia Noble, que custodiaban las estancias papales.
Al llegar a la fuente de la Galera, en la que se representaba una nave de guerra por la que brotaba agua de sus cañones, se sentó en el borde de piedra. A su eminencia le gustaba oír el sonido del agua fluyendo a través de aquellos pequeños cañones minúsculos de bronce.
Necesitaba contarle a Su Santidad lo que se había hablado en aquella reunión. Sabía que el Santo Padre sería el único capaz de poner fin a esa obscenidad presentada por Bibbiena.
—Buenos días, eminencia.
—Buenos días, padre Bibbiena, le esperaba —dijo el cardenal.
—Deseaba hablar con su eminencia.
—Alguien dijo, padre Bibbiena, que no hay talento más valioso que el de no usar dos palabras cuando basta una, y lo que yo pude escuchar el otro día de sus labios sólo tiene una: obscenidad, y así se lo comunicaré al Santo Padre —repuso el jefe de la Entidad.
—Deme una oportunidad, eminencia… Lo que intento hacer es todo por el bien de la Iglesia, en el nombre de Dios…
—Cuánto mal ha hecho el hombre utilizando el nombre de Dios. Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, las leyes se corrompen; y eso es lo que yo voy a tratar de evitar con todas mis fuerzas. No permitiré que desde mi puesto de prefecto de la Entidad se corrompan las leyes de la Santa Sede con su deseo de alcanzar un fin siniestro. No voy a permitirlo —alegó Munroe.
—La naturaleza de los hombres soberbios y viles es mostrarse insolentes en la prosperidad, y usted vive en un mundo y en una Iglesia próspera. No siempre ha sido así, por eso debemos luchar —dijo Bibbiena.
—Sí, padre, pero debería usted saber que la naturaleza de los hombres soberbios como usted hace que se muestren abyectos y humildes en la adversidad, y por eso son más peligrosos. Usted, padre Bibbiena, se ha convertido en una pieza peligrosa para nuestro engranaje. Por eso, esta misma mañana pediré su dimisión y recomendaré su traslado a la iglesia de San Doménico en Palermo. Allí podrá ejercer una buena labor pastoral. Tal vez en Palermo descubra usted la humildad que ha perdido entre estos altos muros del Vaticano. Uno debe ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad —afirmó el cardenal Munroe.
—¿La verdad, eminencia? ¿Qué sabe usted de la verdad? Nunca se alcanza la verdad total ni nunca se está totalmente alejado de ella —dijo el espía papal.
—Sí, pero la verdad se robustece con la investigación y la dilación; la falsedad, con el apresuramiento y la incertidumbre. Por eso deseo que esta misma mañana dimita de su puesto en la Entidad.
Cuando el cardenal se disponía a alejarse, Bibbiena miró a ambos lados del jardín para comprobar que no había nadie por los alrededores.
—¿Eminencia?
—No deseo seguir hablando con usted. Haga lo que deba hacer —afirmó el cardenal Munroe.
Pero antes de que pudiera alejarse, Bibbiena le agarró violentamente de la capa y lo atrajo hacia él. Le colocó los brazos alrededor del cuello, obligándole a arrodillarse ante la fuente. El agua de los cañones comenzó a mojar la nuca de Munroe, hasta que la cabeza del prefecto quedó sumergida.
Poco a poco, su resistencia se hizo cada vez más leve hasta que, finalmente, dejó de moverse. Bibbiena agarró el cuerpo por los pies y lo arrojó a la fuente de la Galera. Mientras abandonaba el lugar, pudo ver cómo el cuerpo flotaba ya boca abajo, cubierto tan sólo por la capa púrpura cardenalicia como si fuera un manto de muerte.
—Animus hominis est inmortalis corpus mortale
, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal —pronunció el espía antes de regresar a sus tareas.
Con el asesinato del cardenal Claudius Munroe, Bibbiena tenía el camino libre para alcanzar el tan ansiado puesto de prefecto de la Entidad. Desde ese puesto, podría controlar a su amigo August Lienart, que debía prepararse para tareas más elevadas.
Fischerndorf
Ulrich Müller llevaba días escondido en la montaña y en diversas casas seguras del Círculo Salzburgo y de Odessa, huyendo de los servicios de inteligencia estadounidenses. Aún le seguían la pista tras el asesinato de los dos policías militares en la región de Altaussee. Sus perseguidores se acercaban cada vez más a él. El tiempo corría en su contra, pero antes debía localizar a Adolf Eichmann, su siguiente objetivo, tal y como le había ordenado Odessa.
La vida del teniente coronel Eichmann como fugitivo había dado comienzo en mayo de 1945. Había marchado hacia el noroeste de Alemania y, para evitar su captura y los registros sorpresa de las patrullas aliadas, dormía a cielo abierto. Después había ido a Salzburgo, donde había pasado su luna de miel justo diez años antes. En mitad de una calle, Eichmann había conseguido cruzar un control militar gracias a la ayuda de una bella joven vestida con uniforme de enfermera de la Cruz Roja.
—Soy teniente coronel de las SS y necesito su ayuda para pasar el control —dijo Eichmann.
El todopoderoso jefe de Asuntos Judíos de la Gestapo había intentado borrarse el grupo sanguíneo del brazo quemándose con cigarrillos, pero no había dado resultado. Como no podía borrarse el tatuaje, decidió cambiar su identidad por la del teniente Otto Eckmann, de la 22ªDivisión de Caballería de la Waffen-SS. El apellido era muy parecido al suyo, pero al final fue detenido por los estadounidenses.
Primero, fue trasladado a un pequeño campo en Weiden, a noventa kilómetros al este de Núremberg, donde había permanecido hasta agosto de 1945, y después a un campo mayor en Oberdachstetten. Su mayor miedo era ser reconocido por algún agente de la Judenkommissionen, un grupo formado por supervivientes de campos que se dedicaban a recorrer los campos de prisioneros para identificar a los criminales de guerra. Si le reconocía alguno, estaba dispuesto a morder una cápsula de veneno.
En 1945, un antiguo compañero le había delatado. Éste sabía que Eichmann era el responsable de la muerte de más de cuatro millones de judíos. Desde ese momento, su destino quedó marcado, aunque pudo escapar del campo de Oberdachstetten. Había cambiado varias veces de identidad, pero su nombre salió de nuevo en los Juicios de Núremberg, considerado como el máximo responsable del asesinato masivo de judíos.
Ulrich Müller comenzó a ascender por una empinada cuesta que llegaba hasta una casa de campo rodeada de amplios prados verdes. Respiró profundamente. Divisó a una mujer a pocos metros de la casa. Iba vestida como una campesina y varios mechones de pelo rubio le tapaban el rostro.
—Buenas tardes —saludó Müller.
La mujer ni siquiera respondió.
—¿Podría darme un vaso de agua? —preguntó Müller.
—Lo siento, pero no tenemos agua. Si quiere, puede bajar hasta el pozo y servirse usted mismo —dijo.
Müller vio que alguien les observaba discretamente desde la casa. Decidió hablar abiertamente.
—¿Señora Eichmann?
—¿Perdón? —dijo la mujer—. No sé a quién se refiere. No conozco a esa persona.
—Es usted Veronika Eichmann, esposa de Adolf Eichmann.
—No, se equivoca. No sé quiénes son esas personas de las que habla.
Müller, cansado del largo viaje, por la tensión sufrida al tener que esquivar a las patrullas aliadas, se cansó de aquel estúpido interrogatorio.
—Señora Eichmann, no puedo perder el tiempo con usted. Dígale a su esposo que si quiere la ayuda de Odessa, tendrá que dejarse ver.
Cuando Müller se disponía a emprender el descenso de la cuesta, escuchó una voz desde el umbral de la puerta de la casa.
—¿Sí? —dijo la voz.
—¿Teniente coronel Adolf Eichmann?
—Sí, soy yo —dijo el hombre dejándose ver al aire libre.
A Müller, aquel tipo con el que se había cruzado una vez en Riga, durante una inspección de tropas de las SS, le parecía un oficinista, un burócrata que jamás se había manchado las manos de sangre. Llevaba galas de pasta negra y mostraba aún una figura digna de un oficial de las SS. Con las manos colocadas en la cintura y vestido con un pantalón de montar y botas de caña alta negras, para Müller era el perfecto líder de las SS, prefería dejar el trabajo sucio en manos de otros. Jamás se había manchado las manos de sangre, jamás había pisado un campo de concentración… Para hombres como Adolf Eichmann, todo aquello del Holocausto era tan sólo una cuestión de números… de sumas y restas…