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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto

BOOK: El Oro de Mefisto
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El fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa y el principio del nuevo orden impuesto por los Aliados no logra disipar algunas incógnitas: ¿qué papel desempeñó la Iglesia en la huida de criminales de guerra? ¿Custodiaron los banqueros suizos el oro del Reichsbank? ¿Qué contenían las enigmáticas cajas que los nazis hundieron en las frías aguas del lago Toplitz? ¿Existió la siniestra organización Odessa?

En semejante escenario, el joven y ambicioso seminarista August Lienart se ve implicado en una operación a gran escala, que le lleva por diferentes escenarios de Alemania, Suiza, Italia, Yugoslavia y Cuba. Liderada por una enigmática organización, pretende encontrar una vía de evasión para que los líderes nazis puedan huir de Europa y, más aún, establecer el futuro nacimiento de un Cuarto Reich. El futuro de Europa, está en sus manos, pero ¿quién se esconde tras el sobrenombre del Elegido?

El maquiavélico y astuto Lienart se ve envuelto en una sucesión de trepidantes tramas y misterios cuya intriga se mantiene hasta el final de la novela.

Eric Frattini

El Oro de Mefisto

ePUB v1.0

jubosu
25.11.11

Título: El Oro de Mefisto

Fecha de publicación: 21/09/2010

ISBN: 978-84-670-3422-7

Colección: ESPASA NARRATIVA

A Hugo, lo más valioso para mí,

por estar siempre presente

y por darme cada día de su vida su amor.

A Silvia, por su incondicional apoyo

en todo lo que hago.

Sin ella, no podría escribir

«Todo lo que existe, merece perecer».

Mefistófeles (
Fausto
, Goethe)

Saint Paul, Minnesota, 1958

La nieve había comenzado ya a invadir la ciudad. Todas las calles estaban preparadas para celebrar el Día de Acción de Gracias y adornadas para la cabalgata. Varios niños vendían papeletas para un sorteo con el fin de recaudar fondos para comprar pavos para los orfanatos de la ciudad. A Kermit Marzec le gustaba su vida americana. Le gustaban su trabajo, sus amigos, su familia y su vida en Estados Unidos.

Hacía poco menos de una década que había emigrado desde la destruida Europa, huyendo de una posguerra de hambre y miseria, sin un centavo en los bolsillos. En Estados Unidos se había ganado una buena fama de empresario tenaz y hábil y, sobre todo, de amigo de sus amigos. Marzec formaba parte incluso de la honorable Cámara de Comercio de Saint Paul. Su empresa de chatarrería, la Marzec's Enterprises Scrap Metal, cuya sede se encontraba a orillas del Mississipi, se había convertido en uno de los patrocinadores oficiales del equipo de fútbol de la ciudad. Todo era perfecto en su vida. Había conocido a su esposa Margaret nada más pisar suelo estadounidense y tenían dos hijos: John de once años y Michael, de ocho.

Ker, como le conocían sus amigos, iba cada mañana a Tony's, un café en donde solían reunirse los veteranos del cuerpo de marines que habían combatido en los campos de batalla de Europa. A Marzec le gustaba escuchar junto a sus hijos las historias de aquellos hombres, algunos de ellos mutilados, acerca de cómo habían salvado Europa de la Alemania nazi. Incluso se sentía orgulloso de vivir en el mismo país que aquellos hombres.

—Hola, Ker. Hola, chicos —saludó el dueño del local—. ¿Qué vais a tomar?

—Huevos, judías, beicon muy hecho, tostadas de pan blanco, café para mí y chocolate para los chicos —contestó Marzec.

Mientras desayunaba leyó el periódico, que mostraba en su portada los graves incidentes acaecidos en Little Rock, en el estado de Arkansas, entre racistas blancos y manifestantes negros que pedían la aplicación de la ley contra la discriminación racial en las escuelas. En las fotografías se veía a racistas blancos escupiendo a los paracaidistas enviados por el presidente Eisenhower para hacer acatar la ley.

—Ya no sé hasta dónde vamos a llegar en este país. Ciudadanos estadounidenses escupiendo a soldados estadounidenses —dijo Marzec.

—Es curioso —intervino el camarero del local—, hace unos años les recibíamos como héroes al haber acabado con ese carnicero de Hitler y hoy les escupimos en Arkansas.

—Vamos, chicos, tenéis que ir al colegio —interrumpió Marzec mientras arrojaba sobre la mesa dos billetes de dólar.

Los tres se subieron al Ford Fairlane 500 familiar y circularon por Grand Avenue hasta St. Albans Street. Al llegar a la puerta del colegio, Marzec se bajó para abrir la puerta para que sus dos hijos bajaran del vehículo. Tras darles un beso en la cabeza a cada uno, volvió a subir al Ford y condujo nuevamente hasta Grand Avenue para dirigirse hacia el este por la estatal 35. En la radio sonaba la voz de Bill Haley & His Comets interpretando su último éxito:
Don't Knock the Rock
. Al llegar a Shepard Road giró a la derecha y atravesó el puente sobre el Mississipi para entrar en la zona industrial de la ciudad. Nada más cruzar el puente volvió a girar a la derecha por Filmore Street hasta un gran conjunto de naves industriales que se alzaban en un descampado. Un enorme letrero de la Marzec's Enterprises Scrap Metal coronaba el edificio más grande.

Aún era temprano. Ni siquiera había llegado Lucy, su secretaria. Kermit Marzec se apeó del vehículo para abrir la gran puerta metálica y entró con el Ford en el aparcamiento, donde varios camiones habían dejado una descarga de chatarra a medias.

Con un termo de café caliente en una mano y una bolsa de donuts entre los dientes, buscó las llaves de la puerta principal en el bolsillo del pantalón. En ese momento sintió cómo una sombra se situaba a su espalda. El misterioso visitante al que Marzec no consiguió ver el rostro colocó en un rápido movimiento un fino alambre alrededor del cuello del chatarrero y lo estranguló en cuestión de segundos. El café caliente al caer sobre la moqueta barata se mezcló con la orina de Marzec, que había aflojado su vejiga mientras intentaba desesperadamente llevar un poco de aire hasta los pulmones.

El desconocido, de complexión fuerte, alzó el cadáver de Marzec como si fuera un muñeco y lo introdujo en el maletero del Ford. A continuación, subió al vehículo y lo situó frente a la compactadora de chatarra. En cuestión de segundos el Ford Fairlane se convirtió en un cubo metálico sin forma del que salían pequeños rastros de sangre por uno de sus lados. Poco después, el asesino desapareció del lugar tal y como había llegado.

Finsbury Park, Londres

El doctor Daniel Bergman representaba al perfecto pediatra de barrio. Vivía en una húmeda casa de dos pisos en Seven Sister Road, en el suburbio londinense de Finsbury Park. Se había instalado allí cuando acabó la guerra y había establecido una de las mejores clínicas pediátricas de la ciudad. En ella atendía preferentemente a niños de familias sin recursos. Siempre estaba abierta a los más necesitados y el propio doctor Bergman estaba dispuesto a acudir a la casa de alguno de sus pequeños pacientes sin importarle la hora o el clima reinante. Incluso muchas familias adineradas llevaban a sus hijos a la clínica para que los tratara el buen doctor. Bergman mostraba una gran habilidad para quitarles el miedo a los niños, tanto si les atendía porque tenían algún hueso roto o si padecían alguna enfermedad, como sarampión o escarlatina. A los niños les gustaba aquel simpático médico que los reconfortaba con un dulce y una pregunta: «¿A quién quieres más? ¿A papá o a mamá?».

El doctor Bergman cuidaba mucho su aspecto. Sus manos eran delgadas, sus dedos, largos, y llevaba siempre las uñas pulcramente cortadas. Vestía trajes de lana, tanto en invierno como en verano.

Como cada mañana, Helen, su enfermera, se encargó de abrir la consulta y de ordenar las fichas de los pacientes. A las cinco de la tarde, el doctor Bergman veía a su último paciente.

—Doctor, ¿quiere que cierre por fuera? —preguntó la enfermera antes de marcharse.

—Sí, Helen, gracias. No voy a salir y mañana comenzamos temprano. Ya he dicho a la señora Cadweld que cenaré en cuanto acabe con estas fichas.

—Entonces, buenas noches, doctor.

—Buenas noches, Helen.

El ama de llaves llevaba un mes al servicio del doctor Bergman. Aplicada, recta y con un espíritu casi germánico, fue su carácter precisamente lo que le llamó la atención al médico para contratarla.

—¿Dónde quiere cenar, doctor Bergman? —preguntó el ama de llaves.

—Cenaré en mi despacho de la planta de arriba —respondió el médico.

—He preparado caldo de pollo y estofado de carne. Le llevaré la bandeja dentro de un rato —dijo la mujer.

—De acuerdo. Mientras, terminaré con estas fichas de los pacientes antes de subir.

La mujer cerró la puerta al salir, dejando al médico en la soledad de su consulta. Pasada media hora, un pequeño golpe sonó en la puerta. Era nuevamente la señora Cadweld.

—Le he dejado la bandeja en su despacho, pero si se retrasa, va a enfriarse la cena.

—Gracias, señora Cadweld, pero no me regañe como a un niño. Enseguida subo.

Bergman se levantó y se dirigió a la planta de arriba. En su despacho lo esperaba ya la señora Cadweld, con la servilleta entre sus manos para colocársela al doctor.

Bergman se acercó al plato, cerró los ojos y olió el estofado de carne con verduras.

—Qué bien huele —dijo antes de sentarse.

Pasados unos minutos, la señora Cadweld oyó que en el despacho sucedía algo. Al entrar, vio al médico en el suelo cubierto por su propio vómito e intentando respirar. Mientras la vida se le iba escapando de entre sus pulmones, Daniel Bergman vio cómo la señora Cadweld le miraba desde el sofá, donde se había sentado para observar pacientemente la escena. Una vez que comprobó que el pediatra estaba muerto, el ama de llaves lavó los platos para borrar cualquier rastro de hexobarbital, se colocó un pequeño gorrito y una capa y se marchó de la clínica, desapareciendo en la noche.

Oulu, Finlandia

Las fuertes nevadas habían dejado sin reparto de correo a la región y Seppo Törni, el cartero, tenía bastante trabajo atrasado. A pesar de la dureza y de las inclemencias del tiempo, a Seppo le gustaba acabar pronto su trabajo para dedicarse a dos de sus mayores aficiones: la caza y el esquí de fondo. Desde que había llegado a Finlandia como refugiado, tras la Segunda Guerra Mundial, había estado dando tumbos de un lado a otro. Primero, había trabajado de empaquetador en una fábrica de papel en Tyrnävä; después, había ejercido de soldador en un astillero de Turku. Finalmente, había acabado por instalarse en la lejana Oulu, donde encontró una cabaña alejada del mundo y un cómodo puesto en el servicio finlandés de correos. Allí, nadie hacía preguntas.

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