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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (9 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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—¿Y no es más sencillo que el presidente Roosevelt presente una protesta diplomática contra Suiza? —inquirió Wally Toscanini.

—Primero, todos necesitamos a los suizos. Ellos saben que estamos aquí y saben lo que hacemos. Segundo, si levantasen la voz, los alemanes se buscarían un nuevo método para entregar los depósitos de oro sin que nosotros lo supiésemos. Por lo menos, y gracias al informador de Gerry, sabemos dónde y cuándo se hacen esas entregas —aseguró Dulles.

—¿Se sabe el origen del oro? —preguntó Chills.

—No. Imaginamos que puede ser oro robado a los bancos principales de los países ocupados. Puede que sea oro holandés, belga, danés, checo o húngaro, retocado por el Reichsbank. No creo que los sellos sean del todo legales. Curiosamente, una fuente me ha dicho que todos los lingotes están sellados con códigos anteriores a la guerra.

—Lo más curioso de todo es que sea Bormann quien dirija esa operación. Al fin y al cabo, no parece ser un hombre con demasiada presencia en el Reich —precisó Bancroft.

—No te equivoques, Mary, y tampoco lo hagáis vosotros —advirtió Dulles a los presentes—. Puede que Bormann no salga en las fotografías, pero es el hombre más cercano a Hitler. El Führer no va al baño sin que Bormann porte el papel higiénico. Aquí tenéis un amplio dossier sobre el secretario de Hitler. Aprendéoslo de memoria, porque él es nuestro principal objetivo, y Odessa, el objetivo a batir —dijo mientras arrojaba una gruesa carpeta con fotografías en blanco y negro e informes de inteligencia sobre Martin Bormann que quedaron desperdigados por la mesa—. Samantha os contará brevemente el perfil de este tipo.

La joven experta en reclutamientos se levantó de la mesa y se puso de pie junto a una de las pizarras. Era una mujer explosiva, con su larga cabellera pelirroja, sus labios pintados de rojo y unas curvas que cortaban la respiración a su paso, y ella sabía cómo utilizarlo. Dulles la había reclutado en 1942, durante su corta estancia en Francia. Sam, como la conocían sus más allegados, actuaba de enlace entre la Resistencia francesa y una amplia red de contactos entre los aduaneros suizos. Con ello conseguía pasar de un lado a otro a resistentes que tenían que huir durante un tiempo del cerco de la Gestapo.

—Aquí tenemos a este hombre, Martin Bormann —dijo Samantha en tono distendido—, que gobierna secretamente el Reich. Aunque os parezca un mayordomo o un lacayo de Hitler, quitaos esa idea de la cabeza. No lo es en absoluto. Podéis comprobar sus rasgos en el informe que se os dará al final de esta reunión. Nació en la Baja Sajonia el 17 de junio de 1900. Su padre era trompeta en una banda militar. Cuando murió, su madre se volvió a casar con un banquero. Bormann fue reclutado durante la Primera Guerra Mundial, y aunque los nazis digan lo contrario, jamás disparó un solo tiro.

Aquello provocó una risa generalizada en la sala que fue interrumpida por Dulles.

—No os riáis. La gente que deja que sean otros los que dan los tiros son los más peligrosos. Continúa, Sam —pidió el jefe de la OSS.

La joven pelirroja continuó con su explicación.

—Sabemos que tras la guerra se incorporó a la Sociedad contra la Presuntuosidad de los ludios al mismo tiempo que trabajaba como contable al servicio de una familia de terratenientes. Desde entonces, ya sabéis: «Los judíos deben ser destruidos», «una raza repugnante», «corruptores de la sangre alemana» y cosas por el estilo. Bormann estaba creciendo tras Versalles en una sociedad cada vez más saturada de misticismo enmascarado con un nuevo orden…

—Es decir, un fanático —apuntó Chisholm.

—Así es, pero como millones de alemanes de esa época. Versalles los convirtió en lo que son ahora —respondió Samantha.

—Cuidado, Sam, o el jefe puede acusarte de nazi —advirtió Chisholm ante las risas de los presentes.

—Bormann se unió a los Freikorps y se convirtió en el tesorero. Aunque fueron declarados ilegales en 1920, su actividad fue en aumento hasta 1923, pero esta vez bajo el inocente nombre de Adiestramiento Profesional Agrícola. Bormann seguía controlando los fondos. En julio de ese año fue condenado por asesinato. Curiosamente, nuestro hombre aparece como el que señaló el objetivo, y no como el que disparó. Aquí tiene Dulles nuevamente la razón. Eso le hace ser más peligroso. Sólo estuvo un año en prisión. Allí se encontró con otro conocido nuestro, Rudolf Höss, de quien se dice que es el comandante de Auschwitz. En 1925 formaba parte de otro grupo antisemita conocido como Frontbann. Bormann y su grupo defendían tres principios básicos: una Alemania fuerte, aplastar el comunismo y destruir a los judíos. Los mismos que Hitler. Cuando Hitler y sus payasos ascendieron al poder, el partido dividió Alemania en cuarenta y una regiones administrativas, lideradas por un
Gauleiter
, que no es otra cosa que un pequeño dictador al servicio de otro gran dictador. Bormann aprendió que el poder estaba en el control de estos cuarenta y un hombres y lo ha llevado al límite hasta ahora.

—Sam, déjame preguntarte algo —interrumpió Claire—. ¿Cómo es posible que en 1926 fuera un ex presidiario y en 1933 el adjunto a Hess?

—Muy sencillo, querida. Contrajo matrimonio con una yegua aria de pura raza de nombre Gerda Buch. Su padre era Walther Buch, el responsable de mantener la disciplina en el partido. Bormann conoció a Gerda en 1928, cuando era miembro del Estado Mayor de las SA. Hitler fue testigo de la boda y, después de aquello, hizo a Bormann responsable del fondo de ayuda del partido nazi, el departamento encargado de repartir comida y fondos a las familias necesitadas. Bormann supo desviar parte de los fondos hacia préstamos privados a jefes del partido, lo que hizo que en poco tiempo tuviese bajo su pie a muchos de ellos. En 1930 tuvieron un pequeño nazi al que pusieron por nombre Adolf. Finalmente, Bormann se las arregló para quitarse de encima a tipos molestos como Heydrich o Hess, incluso se habla de que estuvo involucrado en la caída de Rohm, pero esto es más difícil de creer por la fecha de la caída del líder de las SA.

—¿Crees que él es el jefe de esta Odessa de la que estamos hablando? —preguntó Toscanini.

—Tal vez él puede ser el que señala el objetivo, pero será otro el que dirija la operación. El día a día de Odessa —respondió Samantha.

En ese momento, Allen Dulles volvió a tomar la palabra, con la pipa aún en su boca.

—Vuestra misión será descubrir quién es ese hombre fantasma, quién dirige los hilos de Odessa. Necesitamos saber quién financia esta operación. Necesitamos saber cuáles son sus fuentes de financiación y su origen. Necesito saber el nombre, el apellido y, a ser posible, el rostro del tipo que dirige Odessa.

—¿Qué sucederá si descubrimos a ese fantasma? —preguntó Chisholm.

—Me sorprende, Daniel, que me hagas tú esa pregunta. La respuesta es bien sencilla. Liquidaremos a todos aquellos que estén involucrados en Odessa. Ya sabemos que cuando el barco se hunde, las ratas son las primeras en abandonarlo. Debemos asegurarnos que las más gordas no puedan salir de él y, si es necesario, que se hundan con el barco. Es mejor hacerlo antes de nuestra victoria que después de ella. Por ahora, sabemos que nuestros objetivos están concentrados aún en Alemania y los países ocupados, pero una vez que alcancemos Berlín, los pájaros huirán de sus jaulas de oro hacia rumbo desconocido y, sin duda, los quiero a todos metidos o en una jaula de hierro para ser juzgados o en un ataúd. Elige tú mismo lo que quieres hacer: detenerlos o liquidarlos.

—Yo prefiero liquidar a esos malditos nazis bastardos del demonio —declaró desde el fondo de la sala John Cummuta, que permanecía haciendo equilibrios con su silla en dos patas y apoyando el respaldo contra la pared.

—Si queremos cumplir ese objetivo, John, antes debemos poner rostro a nuestro fantasma y a sus ayudantes, para detenerlos o liquidarlos; conocer de primera mano las rutas de evasión, para atajarlas; V saber sus fuentes de financiación, para evitar que siga fluyendo el oro —dijo Dulles—. Por eso, señoras y caballeros, debemos ponernos manos a la obra. Quiero resultados, y los necesito ya. Sacudid a vuestros informantes, pagadles o pegadles un tiro si es necesario, pero que os den la información que tengan sobre Odessa.

—¿Cómo distribuiremos las tareas? —preguntó Chisholm.

—Os quiero a todos en las calles, en los bancos, en los despachos de los abogados, y no quiero que regreséis hasta que tengáis algo —amenazó Dulles—. Samantha, conviene que tú intentes entrar en Alemania ahora que todavía hay rutas de entrada abiertas. Descubre lo que puedas. Te acompañará Claire. Ella habla alemán y puede serte útil.

—Ya sabes, jefe, que no me gusta entrar en Alemania con nadie… —protestó la joven.

—Lo sé, pero ésas son mis órdenes —dijo bruscamente Dulles para cortar de tajo cualquier réplica de la agente—. Y ahora, todos a trabajar. Os necesito en pleno uso de vuestras facultades. Necesito informar a Washington y necesito darles algo. Traédmelo.

Tras la reunión, Dulles regresó a su pequeño despacho, situado al fondo de un largo pasillo. Mientras saboreaba su pipa casi apagada, observó los titulares de los periódicos helvéticos: anunciaban la detención de la que sería la última gran ofensiva alemana. La Wehrmacht, liderada por VI Ejército Panzer SS, había lanzado un ataque sorpresa en las Ardenas, quedando detenido por falta de carburante. Mientras contemplaba cómo había comenzado a nevar fuera, Dulles pensó en los jóvenes que aún tendrían que morir en los campos de batalla de Europa antes de acabar con el Tercer Reich, pero sabía también que él y sus agentes iban a comenzar una dura lucha si querían evitar el nacimiento de un futuro Cuarto Reich.

Capítulo III

Abadía de Fontfroide

El insecto comenzó a avanzar por la mesa de madera, llamando la atención del distraído estudiante. De repente, el hombre colocó su mano a modo de barrera para que no pudiese seguir avanzando. Mientras observaba a aquella cucaracha, pudo comprobar la desesperación de ésta por intentar esquivar aquella inmensa mano que se interponía en su camino. Dos dedos fueron a posarse sobre sus patas traseras, obligando al insecto a tener que luchar para liberarse.

—¿Lienart? —preguntó una voz al otro lado de la puerta de su celda.

El joven August miró en dirección a ella y respondió sin mucho interés.

—Sí, hermano Hubert, ¿qué quiere?

—Alguien ha venido a verle. Es un hombre muy bien vestido —dijo el religioso.

—Enseguida voy.

Antes de levantarse de la mesa, extendió el pulgar y aplastó al insecto, que hasta entonces había estado luchando por su libertad.

—Legum servi sumus ut liberi esse possimus
, somos esclavos de las leyes para que podamos ser libres —sentenció August Lienart sonriendo.

El joven salió al frío corredor exterior. El hermano Hubert le acompañó al lugar donde le esperaba su visita.

Fontfroide, situada a unos catorce kilómetros al suroeste de Narbona, en mitad de las montañas de Corbières, era la abadía cisterciense más importante del sur de Francia y también una de las mejor conservadas. Era un buen refugio: alejado del mundo, muy lejos de la guerra. Allí todo transcurría en un espacio de tiempo diferente al real. Los dos religiosos atravesaron el claustro y se dirigieron hacia el patio de Luis XIV, rodeando el pozo y la zona de naranjos.

—Le dije que esperase aquí —protestó el hermano Hubert al comprobar que el visitante había desaparecido.

—¿A quién se refiere? —preguntó Lienart.

—A su visita… —respondió el hermano Hubert con cierto enfado.

Los dos religiosos atravesaron la puerta románica y entraron en la capilla de los extranjeros. Aquel recinto, el único que se conservaba del monasterio original, estaba destinado a acoger a peregrinos y a extraños, y se les permitía que asistiesen a los oficios religiosos sin molestar a los monjes. Al entrar, August divisó una figura familiar que se arrodillaba y se santiguaba ante la gran cruz que se levantaba en el centro.

—Hola, padre —saludó August.

El hombre terminó con lentitud de hacer la señal de la cruz y dirigió su mirada hacia la puerta.

—Hola, hijo —dijo Edmund Lienart mientras agarraba del brazo a su hijo—. Demos un paseo.

Tras unos segundos, el joven rompió el tenso silencio.

—¿Vas a decirme que te trae por aquí? —preguntó August.

—He venido para ver cómo estás.

—Tú no vendrías hasta aquí tan sólo para ver cómo estoy. Algo debes necesitar de mí.

—Caminemos por la rosaleda —dijo Edmund Lienart para alejarse de cualquier oído indiscreto.

Padre e hijo atravesaron en silencio el antiguo cementerio de la abadía y tras franquear una pequeña cerca desembocaron en la rosaleda.

—Aquí la guerra no ha llegado aún, pero todo se andará.

Los dos hombres continuaron paseando. Edmund Lienart invitó a su hijo a sentarse en un banco de piedra cubierto de musgo.

—Necesito tu ayuda —dijo.

—¿Mi ayuda? —respondió el joven—. Jamás has necesitado ya no mi ayuda, sino la ayuda de nadie.

—A veces, las tareas que nos imponemos son más duras de lo que pensamos, y por eso voy a necesitar tu ayuda —dijo Lienart mientras respiraba fuertemente el olor que desprendían los más de dos mil quinientos rosales y las plantas aromáticas de lavanda y romero que crecían casi salvajes junto a las lápidas del cementerio—. Me gusta este lugar —añadió.

—¿Has hablado con mi madre? —preguntó el seminarista.

—Sí, hablé con ella desde Berchtesgaden. Me dijo que la habías visitado y que estabas bien.

—Sí, así es.

Edmund Lienart observó en los ojos de su hijo cierta reprobación hacia la conducta que había llevado desde hacía años con respecto a su esposa, a sus amantes y a su mundana vida en París, olvidándose de sus obligaciones como padre y esposo.

—Sé que me reprochas no haber estado más tiempo con vosotros, pero tu madre y yo hemos establecido una especie de
entente cordiale
. Yo vivo mi vida en París sin provocar ningún escándalo que pueda ponerla en un aprieto y ella vive en Sabarthés, ocupándose de los negocios y propiedades familiares. Después de estos últimos años, entre tu madre y yo queda un gran respeto y amistad, sólo eso. Así es que te pido que no me juzgues. Ella no lo hace —dijo Lienart.

—Tal vez ella te perdone, pero yo no.

—Lo sé, hijo, lo sé.

—¿Para qué querías hablar conmigo? —interrumpió August.

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