Authors: Eric Frattini
—Pues si no hay más preguntas, podemos dar por concluida la reunión —sentenció Edmund Lienart.
Los seis hombres se levantaron y, tras estrecharse las manos, los tres suizos se dirigieron hacia la salida. Galen Scharff se quedó atrás, manteniéndose apartado a propósito de Korl Hoscher y Radulf Koenig. Para el banquero, aquellos dos abogados eran de una casta inferior. Educado en la Universidad Católica de Lucerna, Scharff era la séptima generación de banqueros de su familia y necesitaba hacérselo ver a aquellos dos picapleitos. Antes de abandonar el salón Masaryk, el banquero se dirigió a Lienart y le acompañó hasta la salida.
—¿Sabe usted lo que decía Voltaire de los banqueros suizos? —preguntó a Lienart.
—Le confieso que no lo sé.
—Voltaire pasó veintitrés años de su vida cerca de Ginebra. Escribió que cuando un grupo de banqueros ven saltar por la ventana a otro, saltan detrás. Probablemente haya dinero que ganar —dijo con sarcasmo mientras le tendía la mano a Lienart.
—Pues espero que saltemos juntos por esa ventana, Herr Scharff —precisó el jefe de Odessa con una sonrisa en los labios mientras despedía al último de sus invitados.
—No lo dude, amigo Lienart, no lo dude —respondió el ejecutivo suizo.
Antes de que Galen Scharff desapareciese entre una pequeña multitud de hombres de negocios que se encontraban en la recepción del elegante hotel, Lienart le hizo una última pregunta.
—¿Llegó Voltaire a saltar por la ventana?
El director general del Banco Nacional Suizo se detuvo sorprendido y mirando a Lienart directamente a los ojos, respondió:
—Volvió a París con ochenta y cuatro años, completamente rico gracias a los banqueros suizos, que invirtieron su dinero en el tráfico de préstamos prusianos y en la rentable trata de esclavos. Como ve, él también saltó por la ventana —dijo con una sonrisa en los labios antes de desaparecer.
Lienart entró de nuevo en el salón y vio que Puhl y Von Schröeder se habían servido una copa de coñac cada uno. Se dirigió hacia el pequeño bar para ponerse él también una copa.
—¿Cree usted que Scharff cumplirá con su palabra? —preguntó Von Schröeder.
—No le queda más remedio, siempre y cuando le hagamos ganar dinero a él y a su banco. El problema será si ese beneficio deja de llegar.
—¿Qué sucedería entonces? —preguntó Puhl.
—Es mejor que no lo sepa, Herr Puhl.
En la mente de Lienart estaba la reunión que tendría lugar en unas horas en una casa de Chambésy, muy cerca de Ginebra. Antes de sentarse junto a los dos banqueros alemanes, Lienart miró su reloj. Aún tenía tiempo.
Chambésy
Edmund Lienart tardó poco tiempo en recorrer los poco más de cuatro kilómetros que lo separaban del hotel Beau Rivage y la casa donde tendría lugar la reunión con los seis asesinos de las SS. La carretera de Lausana que conducía hasta Chambésy mostraba unas vistas agradables del lago Leman. A pesar del frío clima reinante en Suiza, Lienart mantuvo la capota plegada de su BMW 327. Le gustaba sentir el frío invernal en el rostro. En pocos minutos alcanzó a divisar las afueras de la ciudad. Unos metros más allá giró a la izquierda y entró en una calle sin salida cuyo final desembocaba en una gran verja de hierro. Varios guardias armados vestidos como los guardabosques bávaros, con pantalones cortos de cuero y tirantes bordados, patrullaban el perímetro interior junto a altos muros rodeados de una cerca electrificada. Cuando el vehículo se detuvo, dos guardias armados salieron a su paso desde una garita. Uno de ellos miró al recién llegado y abrió la verja.
El BMW entró en un gran patio rodeando una gran jardinera con una fuente en el centro, deteniéndose en un lado del edificio. La casa era una villa construida a finales del siglo XIX por unos ricos comerciantes armenios. Tras arruinarse, había pasado a ser propiedad de un rico banquero suizo que, al morir sin herederos, la había donado al estado. La propiedad había sido un casino y, posteriormente, un centro de amistad germano-suizo.
Al bajar del vehículo, divisó a los dos guardias armados con ametralladoras.
—¿Herr Lienart? —dijo una voz a su espalda.
—Sí, soy yo.
—Sígame —pidió el mayordomo, con claro acento alemán.
El interior de la casa principal mostraba aún ciertos toques de decoración oriental y muebles de estilo inglés, mezclados con techos decorados con frescos con imágenes de caza.
—¿Quiere antes acomodarse en su dormitorio?
—Sí, gracias. ¿Han llegado ya las personas a las que espero?
—Sí, señor. La mayoría están en sus habitaciones, y el resto, en la biblioteca.
—De acuerdo. Convóquelos para dentro de diez minutos. Les entrevistaré de uno en uno.
—Así lo haré, señor.
La habitación de Lienart era amplia y luminosa y tenía unas magníficas vistas al lago. Observó que había en la mesa una botella de licor de cerezas negras, algo que le permitiría entrar en calor. «Es la hora», pensó tras consultar su reloj.
Con los seis informes personales que le había entregado el comisario Koch en el Kehlsteinhaus, en el Obersalzberg, se dispuso a conocer a los que serían los responsables de la seguridad de Odessa.
Un gran despacho con vistas al cercano lago era el escenario elegido por Lienart para entrevistar a los seis miembros de las SS. Aún estaba de espaldas a la puerta observando el lago Leman cuando oyó el sonido de un taconazo seco. Se dio la vuelta. Ante él estaba un hombre joven, de pelo rubio y rostro infantil vestido con un traje cruzado de lana.
—Heil, Hitler
—dijo el hombre extendiendo el brazo derecho.
—Déjese de saludos del partido. Eso permitirá que no sepan que son alemanes. Si continúa usted gritando el saludo, en menos de dos minutos tendremos aquí a todo el espionaje aliado. Desde este momento queda suspendido para usted y sus compañeros el saludo a nuestro Führer. ¿Me ha entendido? —advirtió Lienart mientras continuaba leyendo el historial militar del hombre que se encontraba en posición de firme ante él—. Puede sentarse.
El sargento Ulrich Müller se mantuvo rígido, sentado en el borde del butacón.
—Veo que ha combatido usted en el frente oriental.
—Así es, señor. En el Einsatzgruppe A, en el Báltico, en los Einsatzkommandos 3, unido al Grupo de Ejércitos Norte, bajo las órdenes directas del general Franz Walter Stahlecker.
—Por lo que sé, es usted un experto con el rifle.
—Sí, señor, cazaba mucho con mi padre antes de la guerra. Soy capaz de alcanzar un objetivo a mil metros.
—Según su hoja de servicios, incluso a niños —dijo Lienart provocando cierta tensión en Müller.
A los asesinos de las SS les gustaba acabar con la vida de poblaciones enteras, pero les costaba hablar de ello. Lienart continuó hablando mientras leía el informe.
—¿Cuál era la especialidad de su unidad?
—Participamos en operaciones de limpieza de judíos y partisanos en amplias zonas de Letonia, señor —respondió Müller.
—¿Tiene usted algún problema en recibir órdenes de un superior no alemán, señor Müller?
—Ninguno, señor. Mis superiores nos han indicado, tanto a mí como al resto de mis compañeros, que su misión para el futuro del Reich es primordial y prioritaria y que la supervivencia de nuestra Alemania depende de ello. A mí me han entrenado para recibir órdenes, acatarlas y no hacer preguntas.
La unidad de Ulrich Müller había sido la responsable del asesinato de 30.000 judíos en el gueto de Riga. Su habilidad era la de hacer prácticas de tiro con un rifle de francotirador sobre judíos y partisanos. En el Báltico había acabado con la vida de 130.000 hombres, mujeres y niños, entre judíos y partisanos detenidos.
—Bien, señor Müller, desde este momento forma parte de nuestra pequeña unidad secreta. Nada de lo que escuche podrá repetirlo fuera de aquí.
—¿Y si me interroga algún superior? —preguntó el SS.
—Le responderá que si desea hacer alguna pregunta sólo tiene que dirigirse al ministro secretario Bormann. Con ese nombre, dejará de interrogarle. Y ahora puede retirarse y decirle al siguiente de sus compañeros que pase.
El suboficial se puso en pie y, tras ponerse firme y dar el taconazo de rigor, abandonó el despacho. Antes de salir, Lienart llamó su atención.
—Señor Müller, desde este mismo momento, olvide el taconazo de rigor y la posición de firmes. Soy civil y esas formas no son necesarias conmigo.
—De acuerdo, señor —dijo Müller antes de cerrar la puerta.
El sonido de unos nudillos indicaron a Lienart que el siguiente candidato esperaba para entrar a verle.
—Adelante —ordenó.
Al abrirse la puerta apareció ante él la figura de una mujer menuda, de cuerpo pequeño pero con una mirada penetrante, escrutadora. Lienart, sin dirigirle siquiera la vista, abrió su expediente.
—Siéntese —ordenó.
—Prefiero estar de pie —dijo.
—Le he ordenado que se siente —dijo Lienart con tono autoritario.
La mujer cambió la expresión de su rostro, pero acató la orden.
—Veo que es usted miembro del cuerpo médico de las SS.
—Así es. Destinada entre 1940 y 1943 en el campo de concentración de Ravensbrück, bajo las órdenes del doctor Gustav Gebhart.
Para Lienart el rostro de aquella mujer era el de un monstruo, uno más de los miles en los que se habían convertido muchos alemanes de bien. Y ahora, él iba a ayudarles a escapar de la justicia.
—Ha sido usted muy bien recomendada por el comisario Koch.
—Lo sé, señor. Soy muy eficiente haciendo mi trabajo. Me gusta —respondió la doctora Bertha Oberhaser.
Los experimentos médicos llevados a cabo por aquella mujer se basaban principalmente en infligir heridas a los prisioneros e infectarlas para simular las heridas de los soldados alemanes que combatían en el frente. Para ello se valía de madera, clavos oxidados, astillas de cristal, suciedad y serrín.
—¿Tiene usted algún problema en recibir órdenes de un superior no alemán, doctora Oberhaser?
—No, señor. Tan sólo me gustaría saber por qué no es un alemán quien lidera la misión a la que hemos sido asignados mis compañeros y yo.
—No le he preguntado eso. Su opinión le importa bien poco al Reich —atajó Lienart—. Sólo quiero saber si cumplirá mis órdenes sin rechistar.
La mujer se revolvió en el butacón en donde se encontraba sentada.
—Sí, señor, cumpliré sus órdenes hasta el final.
—Bien, puede retirarse ya.
El siguiente en entrar fue Hubert Böhme, un hombre escuálido con pinta de maestro de pueblo que lideraba el comando especial 4º del Sonderkommando 1005 de los Einsatzgruppen. Arquitecto antes de la guerra, perdió su trabajo y se alistó en las SS. Debido a sus méritos especiales en Babi Yar, en Kiev, había recibido la Cruz de Hierro de Primera Clase.
—Veo que formó parte de la operación de Babi Yar —dijo Lienart.
—Sí, señor, y estoy muy orgulloso de ello. En tan sólo dos días conseguimos acabar con la vida de cien mil judíos. Cincuenta mil por día…
Lienart levantó la vista del historial para observar el rostro de aquel hombre de aspecto normal que se vanagloriaba de haber acabado con la vida de cien mil hombres, mujeres y niños en tan sólo dos días.
De profundos ojos claros, Böhme se sentía incomodo ante aquel francés que le miraba de forma superior y que ni siquiera era alemán. Lienart observó que Böhme no dejaba de aplanar el poco cabello que le quedaba y que cubría una incipiente calvicie.
—¿Cuál ha sido su último destino? —preguntó Lienart.
—Cuando me informaron de que debía presentarme ante usted aquí, en Ginebra, formaba parte de la Aktion 5.
—¿Qué es la Aktion 5?
—Nuestros superiores nos ordenaron eliminar todo rastro de las ejecuciones en masa llevadas a cabo por nuestra unidad en Rusia y Ucrania y en Babi Yar, en particular. Nos ocupamos de exhumar los cadáveres de las fosas comunes y, tras apilarlos, los quemamos para que esos bolcheviques encontraran sólo cenizas.
Lienart sintió horror al escuchar cómo aquel antiguo arquitecto le explicaba fríamente como había optimizado el trabajo, al alternar leña con capas de cadáveres o usando raíles como parrillas. Se sentía orgulloso de aquello.
El siguiente en entrar en el despacho fue Rudolf Creutz, miembro del Einsatzgruppe C, que había operado en el norte y centro de Ucrania, en los territorios ocupados del Este, hasta octubre de 1941. A Lienart le sorprendió leer en su historial que Creutz tenía un doble doctorado universitario en Derecho y Economía Política, motivo por el que sus compañeros de unidad le conocían, según la más pura tradición académica alemana, como doctor Creutz.
—¿Es usted abogado y economista? —preguntó sorprendido Lienart a aquel hombre de finas maneras y con aspecto de profesor universitario que sujetaba el sombrero nerviosamente entre sus manos.
—Sí, señor. Conseguí ambos doctorados en la Universidad de Leipzig, antes de la guerra.
Con la aprobación de Reinhard Heydrich, Creutz se ganó el respeto de sus superiores cuando se ocupó entre enero y febrero de 1940 de la ejecución secreta de presos políticos en el campo de concentración de Soldau. De junio a octubre de 1941 había comandado el Sonderkommando dentro del Einsatzgruppe C, el responsable de la búsqueda y ejecución de comisarios políticos del servicio ruso NKVD. Su unidad localizó y ejecutó a casi seis centenares de comisarios políticos.
El quinto candidato era el capitán SS Walther Hausmann. En junio de 1941 había sido destinado al Einsatzgruppe D, que operaba en el sur del frente oriental, especialmente en Ucrania y Crimea. Había participado en el exterminio de judíos, en la represión de los grupos partisanos y en las actividades de la resistencia rusa. En el desempeño de este cargo, fue el responsable de la matanza de Simferopol, donde al menos 14.300 personas, judíos en su mayoría, fueron ejecutados. En total, al comando especial de Hausmann se le habían atribuido más de 90.000 ejecuciones.
—Siéntese, señor Hausmann —ordenó Lienart mientras revisaba su historial.
A pesar de su procedencia humilde, había estudiado Economía en Gotinga y en 1930 consiguió trabajo dando clases en distintas instituciones.
—Es usted economista.
—Sí, así es.
—¿Le gusta su trabajo?
—Sí, señor. Creo que alguien debe hacerlo para mantener limpios los territorios del Reich.
—¿Sabe algo acerca de esta misión?