Authors: Eric Frattini
—Esto es el principio. Ahora toca la revancha —advirtió Schäffer a sus oficiales sin dejar de apartar su vista del operador de sonar.
Tal y como habían previsto, el operador dio la alerta.
—Señor, destructor a cuarenta y cuatro grados. Va a babor. Se aleja.
—A estribor. Motores a media revolución. Están ahí y no muy lejos. Seguro que estarán cabreados —afirmó el capitán.
La espera se hacía cada vez más tensa. Los segundos parecían horas.
—Se oyen motores cada vez más cerca —advirtió el operador mientras comenzaba a apretar los dientes y a agarrarse fuertemente a la barandilla de hierro que tenía a su lado.
Las primeras cargas de profundidad sacudieron violentamente al U-977. De repente, los tripulantes del submarino comenzaron a oír el característico sonido del rastreador ultrasonido del ASDIC.
—¡Malditos cerdos ingleses! Una vez estuve dos horas bajo un ASDIC en el paso de Calais. Tuve que cagar incluso en los pantalones para no moverme —recordó el segundo de a bordo.
El ASDIC eran las siglas del Comité de Investigación Aliado para la Detección Submarina. Este aparato estaba destinado a detectar sumergibles a través del ruido que producían al navegar. El sónar del destructor continuaba buscando a su presa bajo el agua. Poco a poco, el sonido comenzó a hacerse cada vez más continuo e intenso en el interior del U-977.
—Timón a babor, quince grados —ordenó el capitán.
Una segunda oleada de cargas volvió a golpear el submarino, provocando un incendio en las máquinas. El humo convertía el interior del submarino en una trampa irrespirable.
—Cota de profundidad, sesenta y cinco metros. Más profundidad y despacio. ¿Hay señal? —preguntó el capitán al operador de sonar.
—A cincuenta grados y acercándose.
Nuevamente la señal de búsqueda del destructor se dejaba oír dentro del submarino.
—Desciendan más. Diez grados a estribor. Así creerán que somos dos. Espero que así se lo traguen.
—Se alejan, señor… ¡mierda! Motor a sesenta y seis grados y acercándose, capitán. Es otro destructor. ¡Malditos ingleses! —exclamó el operador.
El rastreo del ASDIC comenzó a hacerse más potente a medida que se acercaba hacia ellos.
—Más abajo —volvió a ordenar el capitán Schäffer.
—Proa abajo diez. Popa arriba siete. Doscientos metros, capitán.
La siguiente oleada de cargas de profundidad hizo que los tornillos y remaches del interior del submarino se convirtieran en peligrosos proyectiles debido a la presión.
—Ciento cincuenta y a toda máquina.
El capitán reflejó en su cuaderno de bitácora: «Tras seis horas de navegación a gran profundidad parece ser que los destructores nos han perdido. A doscientos diez grados a proa hay un gran resplandor. Creo que son los barcos alcanzados por nuestros torpedos».
—Proa arriba cinco —ordenó Schäffer.
—Superficie en diez minutos, señor.
Cuando el U-977 llegó a la superficie, el cielo apareció teñido de rojo debido al resplandor provocado por las fuertes explosiones de los cargueros alcanzados. Desde el puente, Schäffer y sus oficiales observaban en la distancia cómo varias bolas de fuego iban desapareciendo en las profundidades del Atlántico, con cientos de hombres en el interior de aquellos barcos heridos de muerte.
—Mensaje de radio del alto mando, señor. Es muy extraño. Trae doble clave —indicó el operador mientras entregaba el papel a Schäffer.
El capitán Schäffer cogió la Enigma, la máquina descodificadora de claves, y se encerró en el camarote. Abrió el armario pequeño en donde guardaba el cuaderno de bitácora y extrajo un sobre lacrado con los sellos del alto mando de la Kriegsmarine. Sacó sus claves del sobre y comenzó a descodificar el misterioso mensaje.
—¡Mierda, mierda! —exclamó—. Esos imbéciles nos ordenan un nuevo rumbo fuera de la zona de convoyes.
—¿A dónde nos envían? —preguntó el segundo de a bordo, Fiehn.
—74° 30' 39.23" N. 18° 55' 25.76" E. Déjeme ver las cartas —dijo Schäffer mientras realizaba las mediciones con el compás—. Se nos ordena que nos retiremos a una bahía llamada Bjornoya, al norte de la isla del Oso.
—¿Y eso dónde diablos está? —preguntó el segundo oficial.
—A 236 millas náuticas desde la punta más al norte de Noruega. Se nos ordena que fondeemos allí hasta nueva orden.
—¿Y cuánto tiempo será eso?
—Hasta nueva orden —recalcó el capitán Schäffer.
—Mierda, a este paso se acabará la guerra y nosotros seguiremos en mitad de un peñasco en ningún lugar. A máquinas… nuevo rumbo… —comunicó Fiehn por el interfono.
A varias millas náuticas de allí, el U-530, un submarino tipo IXc/40, al mando del capitán Otto Wermuth, que patrullaba en la costa este estadounidense y en la zona de Nueva York, recibía la misma orden que Heinz Schäffer. El U-977 y el U-530 iniciarían una nueva aventura al servicio de la misteriosa organización Odessa.
Hilzingen, cerca de la frontera germano-suiza
Las dos mujeres comenzaron a sentir el frío en el cuerpo, escondidas en aquel granero abandonado.
—Arrímate a mí. No tengas miedo, me gustan demasiado los hombres como para intentar algo contigo —dijo Samantha Osborn, la agente de la OSS—. Odio este maldito clima. Espero que la Resistencia no nos haga estar aquí demasiado tiempo.
—¿Qué sucedería si nos detectara una patrulla suiza? —preguntó Claire mientras arrimaba su cuerpo al de Samantha para entrar en calor.
—Querida, si eso ocurriera, nuestro jefe tendría que dar muchas explicaciones al general Guisan, pero sería peor si los que nos detectan son los tipos de la Gestapo una vez que crucemos la frontera. Allí sólo dependerá de nosotras. No habrá nadie que nos ayude en Alemania.
Henri Guisan, antiguo agricultor en una granja de Chesalles-sur-Oron, había sido nombrado el 30 de agosto de 1939 comandante en jefe del ejército suizo, un cargo que sólo existió en tiempos de guerra. La propaganda oficial hizo de él un héroe omnisciente, una instancia moral, una figura de integración nacional. Realmente, Guisan admiraba a las tropas de las SS y de la Wehrmacht. Ante sus ojos, los soldados alemanes representaban el valor, la obediencia, el empuje militar y, sobre todo, la eficacia en el combate. A pesar de los informes recibidos de la misión militar suiza en el frente oriental en los que se relataban ejecuciones, torturas a prisioneros e incluso a mujeres, obligadas a cavar sus propias tumbas antes de ser ejecutadas, Guisan se declaraba un gran admirador de Mussolini. Bajo una aparente neutralidad, solía reunirse con Allen Dulles para discutir cuestiones de operaciones del espionaje estadounidense en suelo suizo. Los suizos cerraban los ojos ante éstas y, con ello, lavaban su maltrecha imagen de colaboracionistas con los alemanes.
Unas horas después, aún en plena noche, Sam y Claire oyeron cómo alguien entraba en el granero intentando no hacer demasiado ruido. Sam cogió su arma y metió una bala en la recámara.
—¿Señorita Samantha? —preguntó un hombre casi entre susurros.
—Aquí estoy —respondió la agente de la OSS aún con el arma en la mano.
—Me han ordenado que las guíe para traspasar la frontera y que las devuelva sanas y salvas a Suiza nuevamente.
—De acuerdo, pues allá vamos —dijo la espía con determinación.
Hilzingen, situada en el distrito de Constanza y con una población cercana a los siete mil habitantes, se había convertido gracias a su proximidad con la frontera suiza en una estación de paso e información para todos aquellos espías de un lado u otro que deseaban intercambiar información durante los últimos días del Tercer Reich. Rodeada de montañas, la Gestapo había realizado diversas redadas en la zona en busca de espías aliados.
En pocas horas, el guía y las dos agentes cubrieron la distancia de cuatro kilómetros que los separaba del Rubicón y las afueras de la ciudad. Durante el trayecto, Claire intentó mantener la calma a medida que comenzaban a distinguir las primeras luces de la ciudad. El punto de encuentro era una granja situada al norte de la ciudad, al final de la Hohenhöwenstrasse. Allí tenían que encontrarse con un contacto de Samantha.
—¿Con quién nos vamos a encontrar? —preguntó Claire.
—No fe preocupes ahora de eso, muñeca. Preocúpate de que no nos localicen esos cuervos de la Gestapo. Una vez que lleguemos al punto de contacto, quiero que te mantengas alejada. Quiero que vigiles por si aparecen los cuervos.
—Pero Daniel me ordenó que no me separase de ti —protestó Claire.
—Me importa un bledo lo que te ordenase Chisholm. Esta operación es mía, y el contacto también es mío, así que las órdenes aquí las doy yo. Si te parece bien, harás lo que te ordene. Si te parece mal, te das media vuelta y regresas a Suiza.
Claire guardó silencio y continuó andando detrás del guía y de Samantha. Una hora después divisaron a lo lejos la granja en la que debían realizar el contacto. Estaba formada por dos edificios, la vivienda y el granero, situado al otro lado del camino.
—No se ve a nadie. Tú espera aquí, junto al guía —ordenó Sam.
Claire permaneció escondida tras un arbusto. No se veía absolutamente nada en aquella noche sin luna, tan sólo una pequeña luz en una de las ventanas de la granja. Samantha se levantó y echó a correr en dirección al granero. Tan sólo se oía a las vacas mientras masticaban el pienso. La espía escuchó una voz que la llamaba desde la oscuridad.
—Aquí estoy —dijo el desconocido.
—Ícarus levantó el vuelo…
—Y sus alas se quemó —respondió el informador.
Ya más relajada, Samantha se presentó.
—Soy agente de la OSS. Quiero saber la información que tiene para nosotros —dijo.
—Soy…
De repente, Samantha interrumpió al informador.
—No quiero saber su nombre. Si me detiene la Gestapo, prefiero no tener sobre mi conciencia que pueda soltar su nombre y lo detengan, así que nada de nombres. Para mí, usted es Ícarus.
—De acuerdo. Tengo valiosa información para ustedes, los americanos, pero a cambio quiero un salvoconducto de los Aliados para poder salir de Alemania con mi familia con absoluta seguridad —pidió el informador.
—No estoy autorizada para negociar esto, pero se lo haré saber a mi jefe en Suiza. Y antes de eso, necesito saber la información que tiene usted y su valor. Un salvoconducto de la inteligencia aliada es muy valioso y todo ello se hará en relación con la información que nos facilite.
—De acuerdo, pues aquí va. Hay una organización muy poderosa, formada por altos dirigentes del Reich y de las SS, que planea crear líneas de evasión tras la guerra para ayudar a escapar hacia diferentes puntos del mundo…
—Ya sabemos eso —dijo Samantha interrumpiendo al informador y disponiéndose a abandonar el granero—. Si no me ofrece nada más, doy por concluido nuestro encuentro y adiós a su salvoconducto.
—Está bien, está bien… —admitió Ícarus mientras sujetaba a Samantha por la muñeca para retenerla—. ¿Acaso saben también que el responsable máximo de esa organización es un extraño y misterioso tipo nacido en Francia?
—¿Y cómo es que los alemanes de raza aria han colocado a un extranjero para una misión tan delicada? —preguntó Samantha.
—Al parecer, es un hombre muy rico y allegado a un alto líder del Reich. Creo, según me han dicho, que es amigo personal de Bormann o incluso del mismísimo Führer. Busquen a ese francés y descubrirán su organización.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Tengo mis fuentes, señorita. Consígame ese salvoconducto y me ocuparé de intentar poner rostro a su señor X —propuso Ícarus.
Ícarus era en realidad Gunther Hoffman, un agente del Abwehr y hombre de confianza del almirante Wilhelm Canaris que se había salvado de la quema tras la detención de su jefe por su participación en el intento de asesinato de Hitler en julio del año anterior, Cuando el Führer firmó el decreto de disolución del Abwehr, el 18 de febrero de 1944, Hoffman fue destinado, al igual que otros muchos, a la Oficina Central de Seguridad del Reich bajo el mando de Ernst Kaltenbrünner.
—Consígame el nombre de ese francés y lograré un salvoconducto para usted y su familia para que puedan instalarse en Estados Unidos cuando todo esto acabe.
—Espero que cumpla con su palabra…
—Espero que me traiga ese nombre…
Samantha se despidió de Ícarus, pero, antes de salir del granero, el agente alemán se dirigió hacia ella.
—¿Saben ustedes, los americanos, que tienen un traidor entre sus filas?
—¿Cómo dice? ¿Cómo puedo estar segura de que es cierto lo que me está diciendo? —preguntó Sam.
—Porque no tengo nada que perder —respondió Ícarus—. Un agente de la OSS está pasando información altamente sensible al Abwehr desde enero de 1943.
—Quiero el nombre de ese traidor. Si me da usted los nombres de ese traidor y de ese francés, me ocuparé personalmente de que autoricen su traslado y el de toda su familia a Estados Unidos. Pero quiero esos dos nombres —dijo Samantha antes de salir del granero—. Entrégueme a esos dos tipos y usted y su familia vivirán felices en California. Créame…
Mientras avanzaba por la oscuridad, caminando con cuidado para no tropezar, una potente luz cegó sus ojos. Una voz llamó su atención.
—Achtung! Achtung
! Deténgase, o abriremos fuego —dijo una voz al otro lado del foco.
Samantha intentó correr para alejarse del campo de luz del reflector, pero unos certeros disparos a pocos metros delante de ella hicieron que se detuviese.
—Levante las manos y arrójese al suelo —ordenó el agente de la Gestapo.
La agente de la OSS sintió una fuerte patada en un costado mientras unas manos comenzaban a cachearla desde las axilas a los muslos, desde los brazos a la entrepierna para encontrar su pequeña pistola.
—¡Cerdo asqueroso de mierda! —gritó Samantha en perfecto alemán.
El oficial de la Gestapo volvió a golpear a la agente estadounidense, esta vez en la cabeza.
—Ya verás lo que vamos a hacer contigo y con tu amiga cuando lleguemos al cuartel. Me gustan mucho las cerdas yanquis como tú —advirtió el agente de la Gestapo mientras la manoseaba a la altura del pecho.
Dos hombres vestidos con un abrigo de cuero negro la agarraron por los brazos y la levantaron en volandas para introducirla en el coche. Al arrojarla violentamente dentro, Samantha pudo ver el rostro de Claire y un pequeño hilo de sangre que salía de su ceja derecha. El guía había desaparecido.