Authors: Eric Frattini
—¿Cuánto tiempo estuvo allí escondida? —preguntó Lienart.
—Creo que fueron dos o tres horas. Tenía los brazos, la espalda y las piernas anquilosadas… Hasta que oí revolotear a dos perdigones… Son unos pájaros de esa región. Jamás habrían sobrevolado si hubiesen detectado movimiento en la zona.
—¿Sabe qué fue de sus padres? —interrumpió el joven seminarista.
—Cuando comprobé que los alemanes se habían ido, decidí escalar hasta la cima del barranco. Allí descubrí los cadáveres sin vida de mis padres y de mi hermano. Fue la venganza por haber matado yo a uno de los suyos. ¿Qué le parece? Tres italianos por un alemán. Cuestión de matemáticas. Matemáticas alemanas —dijo Elisabetta mientras continuaban paseando.
—¿Ya no tiene ganas de luchar? —preguntó Lienart—. Si matasen a mis padres, continuaría luchando contra los alemanes.
—¿Luchar? ¿Para qué? Ya no tengo familia por la que luchar. Mi familia está muerta, igual que este país. Tengo veintidós años y he visto morir a demasiada gente que quería. La guerra ha terminado ya para mí, aunque mis compañeros sigan luchando en el norte.
—¿Qué hará cuando todo finalice?
—Tal vez volver a mis estudios de arquitectura en Parma. Quizás, algún día, cuando usted sea un cardenal importante, vivirá en Roma en alguna casa diseñada por la gran arquitecta Elisabetta Darazzo. ¿Quién sabe? —dijo la joven mientras no paraba de sonreír y saltar alrededor de Lienart.
En ese momento el joven seminarista miró su reloj.
—Debo regresar a la residencia…
—¡Oh! Muy bien… ¿Quiere que le acompañe o prefiere perderse solo?
—No se preocupe. Encontraré la residencia. Esta justo detrás de la Piazza Navona. No tiene pérdida.
En ese momento, surgió entre los dos jóvenes una especie de situación incómoda.
—Bueno, entonces… me voy… —dijo Eli.
Mientras la veía marcharse, August deseó decirle lo mucho que había disfrutado de aquel día en su compañía, pero una importante misión le había llevado hasta allí y nada debía distraerlo, ni siquiera aquella hermosa joven de pelo oscuro y profundos ojos negros.
Al entrar en la residencia, el sacerdote encargado de la portería le dio el alto.
—¿Es usted el padre Lienart? —preguntó.
—Sí, pero soy seminarista. Aún no he sido ordenado.
—Tiene usted un mensaje del padre Bibbiena, de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.
August cogió el sobre cerrado con un sello de lacre y lo abrió en la soledad de su habitación.
Querido amigo:
Tal y como te prometí, he conseguido que seas recibido por al arzobispo Alois Hudal. Para ello, deberás presentarte mañana a las nueve en punto de la mañana en la entrada principal del colegio de Santa Maria dell‘Anima. La institución está situada en Via della Pace, tras la Piazza Navona. Sé puntual. Hudal es famoso en Roma por su sentido estricto de la educación, la moral y el deber. Ten cuidado con él.
Recibe un cordial saludo, tu amigo,
H. Bibbiena.
Tras leer el mensaje, Lienart levantó el colchón para comprobar que aún estaba allí el sobre que le había entregado su padre para el arzobispo. Ahora, sólo cabía esperar a la mañana siguiente.
August se despertó temprano y, tras orar en la capilla de la residencia, se dispuso a vestirse con un traje azul y una corbata oscura del mismo color. Antes de acercarse a la cercana Piazza Navona, se miró en el espejo con aquel traje puesto. Durante unos segundos, le gustó lo que vio en el espejo sin aquel estricto alzacuellos.
—Tal vez debería engordar un poco —se dijo mientras intentaba colocarse bien la chaqueta sobre los hombros.
Al salir de la residencia se detuvo un momento para observar a dos niños que jugaban persiguiéndose. Era curioso escuchar las risas cuando sabía que a no muchos kilómetros de allí aún se luchaba a vida o muerte por un pedazo de tierra. Al mirar su reloj comprobó que marcaba poco más de las nueve.
—¡Maldita sea, se me ha hecho tarde! —exclamó mientras corría a la Piazza Navona, sorteando niños, madres con cochecitos de bebés y vendedores ambulantes.
Cuando llegó a la puerta del colegio de Santa Maria dell'Anima, el joven seminarista se secó el sudor con la manga de la chaqueta. Antes de entrar comprobó que llevaba en su bolsillo el sobre que le había entregado su padre para el arzobispo Hudal.
—¿A quién desea ver? —preguntó un sacerdote con claro acento alemán.
—Tengo una audiencia con monseñor Hudal. Me está esperando.
—Tome asiento y espere.
Durante unos interminables minutos, August permaneció sentado en un sillón de terciopelo rojo, sujetando entre sus manos, aún sudorosas, el misterioso sobre.
La iglesia y el seminario austro-alemán de Santa Maria dell'Anima era un centro religioso situado en pleno corazón de Roma. Su director, el obispo Alois Hudal, de sesenta años, era conocido por la Entidad, el servicio de inteligencia papal, como el
Obispo Negro
debido a sus simpatías por el régimen nazi, en general, y por Heinrich Himmler, en particular. Al principio, Hudal había sido declarado persona non grata por la Secretaría de Estado a causa de un informe del contraespionaje vaticano, el Sodalitium Pianum, que indicaba que el austríaco era realmente un agente de los servicios secretos del Reich. Lo que sí era cierto es que Alois Hudal era un personaje con importantes relaciones dentro de la poderosa curia romana y que sabía moverse en sus alfombrados salones. Defendía las ideas nacionalsocialistas de Hitler y los suyos. En 1937 había escrito un libro,
Los fundamentos del nacionalsocialismo
, en el que elogiaba a Hitler y su política e intentaba construir puentes y vínculos entre cristianismo y nazismo. Él mismo se ocupó de enviarle un ejemplar firmado al canciller y le había escrito de puño y letra: «Al arquitecto de una gran Alemania».
Desde hacía veintidós años regía con mano de hierro los destinos del colegio de Santa Maria dell'Anima, que preparaba a religiosos alemanes y austríacos para el sacerdocio. En 1930, el poderoso cardenal Merry del Val, prefecto de la Congregación del Santo Oficio, lo nombró consultor y tres años después, en junio de 1933, el cardenal Eugenio Pacelli, ahora papa Pío XII, le ordenó obispo titular de Aela, permitiéndole mantener su posición como rector en Roma. Aquel hijo de zapatero que había estudiado teología en Graz había llegado muy lejos, a los ojos del joven Lienart, y su padre lo sabía. Incluso el propio Papa llamaba al obispo con el apelativo cariñoso de Luigi.
—Puede usted entrar —dijo el recepcionista—. Monseñor Hudal le recibirá.
August se sentía nervioso mientras observaba cómo la gran puerta de madera se abría ante él para darle acceso al despacho principal del poderoso arzobispo. Al entrar, su sorpresa fue mayúscula al descubrir allí sentado a su amigo el padre Bibbiena.
—Hola, August.
—¿Qué haces aquí? —balbuceó Lienart.
—Yo le he ordenado que asista a esta misteriosa reunión —dijo una voz desde el otro lado del gran salón. Era Hudal.
August se dirigió hasta el arzobispo y, tras tomar su mano derecha entre las suyas, puso sus labios sobre el anillo episcopal.
—Bien, bien —dijo Hudal mientras tocaba la cabeza de Lienart con su mano izquierda a modo de bendición—. Sólo hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida. La segunda es inevitable; la primera, imperdonable. Así que dígame qué le trae hasta mí.
—Monseñor, vengo hasta usted con suma humildad…
Monseñor Hudal volvió a interrumpir al seminarista.
—La humildad sólo es patrimonio de los poco inteligentes, joven. No perdamos el tiempo con más rodeos y dígame qué le trae hasta aquí.
El seminarista entregó el sobre que llevaba en la mano a Hudal. Éste se dirigió hasta su mesa y con un abrecartas rompió el sello de lacre en el que podía verse un dragón alado, símbolo de la familia Lienart, y sacó la carta. Tras colocarse unos anteojos redondos metálicos, comenzó a leerla.
Durante unos minutos, el silenció reinó en el salón. Lo único que podía oírse eran las exclamaciones de satisfacción del propio Hudal.
—Bien… muy bien… perfecto… —decía.
Finalmente, cuando terminó de leer el texto, se dirigió a la puerta y ordenó a su secretario que citase a otro religioso a la reunión. Poco tiempo después, alguien golpeaba la puerta con los nudillos.
—Adelante, adelante, padre Draganovic —ordenó Hudal—. Pase y tome asiento. Le presento al padre Bibbiena, de la Secretaría de Estado, y al joven seminarista August Lienart.
El religioso era tosco y hablaba terriblemente el italiano. Lienart calculó que podría tener poco más de cuarenta años. Nacido en la ciudad austro-húngara de Brcko, desde hacía tiempo gobernaba en Roma la institución de San Girolamo.
—Nuestro joven amigo, aquí presente, nos trae una propuesta interesante de la que quiero hacerles partícipes, padres Bibbiena y Draganovic —dijo Hudal—. Al parecer, en nuestra querida Alemania ya muchos dan la guerra por perdida, así que este joven trae noticias interesantes y provechosas para nosotros…
—¿A qué se refiere, monseñor? —intervino Draganovic.
—No me interrumpa hasta que no finalice mi explicación. Después, podrán hacer todas las preguntas que deseen —cortó Hudal mientras se encendía un cigarrillo—. Nuestro joven amigo es el mensajero de su padre y de una poderosa organización llamada Odessa. Nos propone establecer una red de instituciones de la Iglesia para ayudar a escapar a muchos de nuestros amigos del Reich cuando finalice la contienda. La idea es esconderlos en Roma y, tras facilitarles documentaciones falsas, ayudarles a dar el gran salto hacia Sudamérica.
—Eso saldrá bastante caro —señaló Bibbiena, que hasta entonces había permanecido alejado de la conversación.
—Así es, amigo Bibbiena, pero Odessa propone realizar un pago a cambio de nuestra ayuda. En estos momentos, el Vaticano y nuestro querido Santo Padre necesitan fondos especiales para devolver a la Santa Sede el esplendor que merece tras esta larga guerra. La inestable llegada del óbolo de Pedro al Vaticano, durante esta guerra, ha hecho que las arcas papales se hayan visto seriamente afectadas.
—¿Cree que podría conseguirme una audiencia con el Papa, monseñor? —preguntó August.
—Joven Lienart, ¿por qué aguarda con impaciencia las cosas? Si son inútiles para su vida, inútil es también aguardarlas. Si son necesarias, vendrán, y vendrán a tiempo. Así que déjeme a mí las conversaciones con el Santo Padre. El ahora está muy ocupado con la situación que vive Roma y sus refugiados.
—Sí, monseñor, pero también la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte.
—Muy bien, joven Lienart. Veo que también es usted hábil con las palabras. Sin duda llegará muy lejos aquí, en la Santa Sede, si es capaz de convertir esa impaciencia innata de la juventud en una virtud. Su familia es una de las más prestigiosas en la larga historia del Vaticano. ¿Sabe que un antepasado suyo, creo que fue el cardenal François Lionart, fue consejero de los papas Gregorio XV y Urbano VIII? Por esa razón, tras leer la carta que me dirige tan amablemente su padre, el señor Edmund Lienart, he decidido ayudarle en su misión.
—Muchas gracias, monseñor. Su ayuda es vital para llevarla a buen término.
—¿Sabe que el padre Draganovic dirige una organización para ayudar a escapar a refugiados croatas? Son buenos católicos a los que hay que ayudar —afirmó Hudal ante la cara de sorpresa de Draganovic.
—Pero… monseñor… —balbuceó Draganovic.
—No balbucee, padre Draganovic, no balbucee… —le ordenó Hudal.
—¿Qué rutas son ésas? —intervino Lienart.
—Son rutas de evasión a través de organizaciones católicas de Roma. ¿Cómo las llama usted, padre Draganovic?
—El Pasillo Vaticano —respondió el religioso en voz baja.
—¿Cómo ha dicho? Pero esta vez responda más alto, así podremos escucharle —le advirtió el Obispo Negro.
—Pasillo Vaticano…
—Esa organización ha sido muy bien diseñada y construida por el padre Draganovic desde 1943. Dígale a su padre, joven Lienart, que el padre Krunoslav Draganovic estará encantado de poner toda su organización a disposición de Odessa y que así lo he dispuesto yo.
—Muchas gracias, monseñor. Será una gran ayuda para la organización en la que colaboro en unos momentos ciertamente delicados —respondió agradecido August, aunque observó que Draganovic torcía el gesto; sería complicado que pudieran contar con él a pesar de lo que decía el arzobispo Hudal.
—Pues no se hable más. El padre Draganovic le pondrá al tanto de las rutas y de todas las informaciones que sean necesarias conocer una vez que su padre cumpla el trato que propone a nuestra organización. ¿Conoce usted el contenido de la carta que me envía su padre? —preguntó Hudal.
—Yo sólo soy un mensajero de mi padre y de Odessa, nada más. No tengo por qué conocer los contenidos de los mensajes que porto. Si mi padre quisiese que conociese su contenido, él mismo me lo diría.
—Me gusta su seguridad, joven Lienart. Pero le diré de qué trata exactamente la carta que he recibido y cuál será mi respuesta a su padre. En este documento, que se me pide que destruya después de leerlo, se indica que, a cambio de nuestra ayuda creando una ruta de evasión vaticana para nuestros amigos del Reich, Odessa, la organización que dirige su padre, desembolsará una importante cantidad de lingotes de oro. La cantidad está establecida en unos cincuenta y dos millones de francos suizos en oro. Los lingotes estarán acuñados por el Reichsbank, con sellos anteriores a septiembre de 1939. Según su padre, en unas semanas, tal vez días, un camión escoltado por miembros de las SS y de la Guardia Nacional Croata, de nuestro querido y bienamado Poglavnik Pavelic, hará llegar el oro a la Santa Sede.
—¡Es demasiado oro para que los Aliados o la división de contraespionaje, el CIC, no detecten el envío! —exclamó Bibbiena.
—Se me ocurre una idea… —apuntó Lienart.
—Una idea se vuelve muy peligrosa cuando es la única que se tiene —aseguró Draganovic.
—Todo hombre nace siendo capaz de hacer todo, sea malo o bueno; pero son los impulsos de la sociedad los que acceden a las acciones humanas. Creo que sé cómo evitar el control aliado sobre el oro.
—Somos todo oídos, joven Lienart —dijo Hudal.
—Según parece, el convoy vendrá directamente desde territorio alemán. Cualquier transporte que pase por la frontera entre Austria e Italia, o entre Suiza e Italia, puede ser detectado por el CIC. Propongo como plan trasladar el cargamento de oro directamente a Venecia y acondicionar una de las fábricas de Murano, para poder fundir en uno de sus hornos nuevamente el oro, acuñándole los sellos de la Santa Sede. No creo que a ninguno de los Aliados se les ocurra siquiera pedir al Santo Padre un control de las reservas de oro del Vaticano. Ni ingleses, ni americanos, ni franceses se plantearán pedir una inspección del oro depositado en el Banco Vaticano. Nadie tiene interés, en estos momentos, en ofender al Papa.