Authors: Eric Frattini
—Tome —dijo Lienart mientras le entregaba el lingote a Barovier—, acuñen el sello de la Santa Sede.
Colocaron los lingotes en una prensa mecánica e imprimieron el cuño de la tiara y las llaves de Pedro sobre ellos y un número de serie concreto con el fin de evitar el control de las autoridades económicas aliadas.
—¿Por qué han de acuñarse estos códigos numéricos? —preguntó Bibbiena a su amigo.
Marcone fue quien respondió.
—Cuando la guerra finalice, las autoridades aliadas se ocuparán de controlar todo el oro que circule desde ese mismo momento entre bancos centrales. Hitler robó enormes depósitos, en su mayor parte de bancos centrales de países ocupados. Los lingotes más corrientes son los de 385,80 onzas troy…
—¿Cuántos kilos son eso? —interrumpió Bibbiena.
—Doce kilos. La idea es cambiar esa medida en cada lingote. Después, les aplicamos el cuño vaticano y, posteriormente, un número de control anterior a la guerra. De esta forma, el oro queda fuera de toda sospecha. Cada lingote pesa 385,80 onzas troy, a un precio por lingote de 13.503 dólares americanos, o lo que es lo mismo, 58.450,43 francos suizos. En reichmarks sería una cantidad aproximada a los 5.445,85 cada lingote, pero en este momento de la guerra es mejor hablar ya en dólares del vencedor o en francos suizos neutrales —respondió Marcone—. Solamente en oro, el Vaticano ingresará casi dos millones y medio de dólares, distribuido en ciento setenta y nueve lingotes acuñados. La cantidad entregada en diamantes deberá ser calculada por nuestros expertos en Roma.
Horas después, lustrosos lingotes de color amarillo con sellos vaticanos por valor de casi dos millones y medio de dólares se alineaban nuevamente en el suelo de la fábrica de Murano para ser embalados en cajas especiales para su posterior traslado hasta las inexpugnables cámaras acorazadas del Banco Vaticano de Roma.
—¿Qué hacemos nosotros ahora? —preguntó Bibbiena a su amigo Lienart.
—Regresar a Roma y esperar nuevas órdenes. La función está a punto de acabar.
A poco más de trescientos kilómetros al norte, enclavado entre las altas cumbres de las montañas de los Alpes austríacos, a setenta kilómetros de Salzburgo y a poco más de Berchtesgaden, se escondía el lago Toplitz, destino final de uno de los camiones del convoy. De poco más de un kilómetro de largo y ciento diez metros de profundidad, sus aguas negras y carentes de oxígeno impedían cualquier forma de vida en sus frías profundidades.
El teniente coronel Adolf Eichmann, acompañado por cuatro SS, golpeaba la puerta de una casa cercana a la orilla. Eran las cinco de la mañana. Una joven granjera abrió la puerta y se sorprendió al ver a aquellos cinco hombres vestidos con el uniforme negro de las SS.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó Eichmann.
—Me llamo Ida… Ida Weisenbacher.
—¿Hay alguien más con usted?
—No, señor. Mis padres han muerto y vivo sola aquí.
—Vístase. Mis hombres le ayudarán a preparar esos carros con los caballos. Los necesitamos.
La joven volvió a la casa atenazada por el frío y se vistió con el mayor número de prendas para evitar las bajas temperaturas.
—¿Qué quiere que haga, señor?
—Necesitamos esos dos carros. Organícelo y, si necesita ayuda, pídasela a mis hombres —respondió Eichmann.
Mientras la joven sacaba los caballos del establo y los situaba junto a los carros escuchó cómo el teniente coronel de las SS, el hombre que había sido el gran arquitecto de la Solución Final a la cuestión judía en Europa, no paraba de gritar órdenes e instrucciones a los hombres que se encontraban en un camión atrapado en el fango. Media hora después, los dos carros estaban ya colocados junto al camino, inundado por el barro y el lodo.
—Debemos pasar estas cajas del camión a los carros y trasladarlas hasta la orilla del lago. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor, le he entendido —respondió Ida.
La joven y los cuatro SS fueron cargando las pesadas cajas desde la cabina del camión a los carros. Después, los carros avanzaron dificultosamente por el lodazal hasta llegar a la orilla. Los cuatro SS saltaron y depositaron las cajas en una gran barcaza que estaba amarrada al inestable muelle. Cuando la embarcación llegó al centro del lago Toplitz, los dos hombres de las SS agarraron las cajas y las arrojaron al agua, provocando al hundirse una pequeña ola de espuma y burbujas.
—Señorita —dijo Eichmann—, puede usted volver a su casa. Le ordeno que no diga nada de lo que ha visto aquí esta noche. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor… le juro que no diré nada de nada. Lo prometo.
Durante las siguientes horas los cuatro miembros de la SS estuvieron arrojando cajas al lago. Cuando los primeros rayos de sol comenzaban a iluminar las cumbres que lo rodeaban, la operación estaba casi finalizada.
—Ustedes dos, vuelvan al camión —ordenó Eichmann—. Yo esperaré al resto a que regresen del lago.
—Bien, señor, así lo haremos —respondieron.
A lo lejos, Eichmann observó a los dos jóvenes altos, rubios, bien parecidos y con una obediencia ciega a la causa del Reich que se acercaban remando hacia donde él se encontraba. Sujetaba en su mano derecha una Lüger que acababa de desenfundar.
—Deme la mano, le ayudaré —dijo Eichmann a uno de los SS.
Cuando el joven se disponía a coger la mano izquierda del oficial, Eichmann, con un rápido movimiento, disparó a la cabeza al primer SS ante la mirada sorprendida de su compañero. Estaba seguro de que él sería el siguiente en morir, como así sucedió. Eichmann apoyó el cañón de su arma en la cabeza del segundo SS y disparó. De regreso al camión, el teniente coronel recargó su arma.
—¿Donde están nuestros compañeros? —alcanzó a decir uno de los jóvenes.
Eichmann le descerrajó un tiro a la altura del corazón. Seguidamente, subió al estribo del camión y a través del cristal disparó en la cabeza al cuarto miembro de las SS. Su misión había finalizado con éxito. Ya sólo quedaba desaparecer de allí.
Berna
Durante días, Dulles había tenido que estar dando explicaciones a Washington por el fiasco de Hilzingen. Un agente enemigo colaborador era muy difícil de captar, y más en ese momento, en la recta final de la guerra. Su asesinato había sido una auténtica metedura de pata. Si no sabían proteger a sus informantes, era poco probable que pudieran reclutar a otros.
—¿Puedo entrar, jefe? —preguntó Samantha.
—Pasa. Adelante, Sam.
—Necesito hablar contigo. Desde que regresamos de Hilzingen los de seguridad no nos pierden de vista ni a mí ni a Claire. Nos va a ser muy difícil trabajar en la calle y captar nuevos informantes.
—Lo sé —interrumpió Dulles—, pero debes entender que cuando un agente doble con buen acceso a información delicada es asesinado justo después de tener una reunión contigo y con Claire, es más que normal que los perros de seguridad husmeen en la basura para descubrir qué ocurrió. No nos podemos permitir una filtración desde dentro, y tú deberías saberlo, Sam.
—¿Qué puedo hacer para quitarme de encima a los de seguridad?
—Convencerles de que no tienes nada que ver con la muerte de Ícarus. Estoy seguro de que en cuanto lo demuestres, te quitarán sus zarpas. De todos modos, intentaré quitártelos de encima, pero necesito que me traigas algo. Para mí, tú eres la máxima responsable de la pérdida de Ícarus, así que necesito otra fuente fiable.
—¿Y qué pasa con Claire?
—¿Qué pasa con ella?
—Pues que ella también estuvo conmigo en la reunión con Ícarus. Durante la redada de la Gestapo, la perdí de vista un rato. Puede que ella tuviese tiempo de matar a Ícarus —dijo Samantha.
—Estoy pensando en enviaros a Roma para que me traigáis cierta información.
—¿A qué te refieres?
—Al parecer, un agente en Roma nos ha informado de una operación tío oro nazi destinado posiblemente al Vaticano. Necesito saber quién está al mando, así como la ruta que seguirá el envío para interceptarlo, si es que aún no se ha enviado.
—¿Y si ya lo han hecho?
—Pues descubriremos el destino final de ese oro. Según parece, vuelven a aparecer esas misteriosas siglas detrás. Odessa.
—¿Quieres que vaya a Roma?
—Sí, con Claire, Nolan, John y Daniel. Y cuanto antes, mejor. No quiero que se escabulla entre nuestros dedos ese oro nazi.
—De acuerdo. Descuida, Allen, te traeré esa información —aseguró Samantha—. ¿Quieres que me quede esta noche contigo? —dijo mientras se apoyaba en la mesa dejando ver su prominente escote.
—No, Sam. Sólo te pido que me traigas algo para acallar a Washington. En este momento estás en la cuerda floja por la perdida de Ícarus. Y ahora, por favor, déjame redactar estos informes y cierra la puerta cuando salgas.
Samantha, algo incómoda por el rechazo, se abrochó el botón de su blusa, se recompuso la estrecha falda con las dos manos y salió del despacho.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Claire en voz baja.
—Nada. No me ha dicho nada de Ícarus. Creo que nos vamos a Italia con Chisholm y Cummuta, ese estúpido yugoslavo. Al parecer, Odessa ha vuelto a aparecer en Roma. Quiere que vayamos y le traigamos algo. Lo que sea para quitarnos a los de seguridad de encima.
—Estoy segura de que no nos dejarán ni un minuto en Roma.
—Tenlo por seguro, preciosa. Esos perros saben hacer su trabajo y estoy segura de que tanto tú como yo los tendremos pegados al culo todo el tiempo. Ahora, creo que tenemos que ver a Chisholm para recibir instrucciones.
En la sala de conferencias de Herrengasse 23, la sede de la OSS, estaban ya reunidos Gerry Mayer, Wally Toscanini, el propio Chisholm, Cummuta y Chills. Al entrar Samantha y Claire, un silencio incómodo inundó la sala.
—Bien, chicas, sentaos ahí y os diremos qué vais a hacer en Roma —dijo Mayer para cortar la tensión—. Daniel nos explicará cuál será vuestra misión.
Daniel Chisholm, el jefe de operativos de la OSS, observaba a ambas agentes con desconfianza, pero no le quedaba más remedio que colaborar con ellas. Para Chisholm eran más importantes las órdenes recibidas por parte de Dulles y Mayer que la desconfianza que pudiera sentir hacia ambas agentes.
—Hemos recibido una importante información de una fuente segura…
—¿Vas a decirnos quién es esa fuente segura? —preguntó Samantha.
—Prefiero omitir esa información, ya que no es necesaria ni para ti ni para el buen fin de esta misión. Y ahora, si me dejas que os explique en qué consiste la misión sin interrumpirme, podrás enterarte de todo —repuso Chisholm mirando fijamente a Sam, molesto por haber sido interrumpido—. Como os decía, una fuente segura nos ha informado de un posible cargamento de oro enviado desde Alemania o Austria hacia el Vaticano. El Vaticano ha enviado, al parecer, a dos agentes de la Entidad. Uno de ellos es un tipo bastante experto y conocido por los nuestros en Roma, un tal Hugo Bibbiena. Aquí tenéis un informe con alguna fotografía suya. Del segundo agente sabemos poco. Tan sólo que su apellido es Liejart o Lienhart y que es de nacionalidad francesa. No sabemos mucho más de él. Tenemos que encontrarlo y seguirlo hasta que nos lleve a algún sitio.
—¿Y si el oro ha cambiado ya de manos? —preguntó Cummuta.
—Si el oro está ya en poder del Vaticano, poco podemos hacer. Estoy seguro de que ese oro será utilizado para pagar favores cuando termine la guerra. Si Odessa está detrás de esto, quiero saberlo y será misión vuestra descubrirlo. Esforzaos por traerme una imagen de ese tal Lienhart. Quiero una cara para ese tipo. ¿Me habéis entendido?
—Sí, jefe —respondieron al unísono Claire, Sam, Chills y Cummuta.
—Esta misma noche nos vamos a Italia. Estad preparados. Sabed que vamos a una ciudad controlada por nuestras fuerzas, así que no tendremos muchas dificultades con los italianos, pero está lleno de quintacolumnistas, agentes alemanes y fascistas que creen que aún pueden seguir luchando. Éstos sí que pueden ponernos las cosas difíciles.
—¿Cuál será nuestra misión? —preguntó Claire.
—Tú te ocuparás de enganchar a ese tal Lienhart con la ayuda de Chills y Cummuta.
—¿Y cómo lo haré?
—Deja que Nolan y John se ocupen de eso. Saben cómo hacerlo. Cuando lo compruebes, verás lo convincentes que son. Utilizando su sistema, siempre pican.
Los dos agentes, sentados al fondo de la sala, comenzaron a reírse ante la insinuación de su jefe de operaciones.
—Tú deberás buscar un piso pequeño, cerca de la Piazza Navona —continuó Chisholm dando instrucciones a Claire—. Tiene que estar en una zona tranquila, no muy bulliciosa. Búscalo en una calle cerrada. Tal vez puedas instalarte en una casa de huéspedes. No suelen hacer demasiadas preguntas.
—¿Por qué cerca de la Piazza Navona?
—Porque allí ha sido fotografiado nuestro misterioso amigo junto al agente vaticano. Creemos que puede residir cerca, quizás en algún hotel o residencia cercana. Tal vez incluso en Santa Maria dell'Anima, bajo el manto protector del obispo Hudal.
—¿Qué hago cuando tenga una dirección en Roma?
—Comunícamelo a mí. Estaré en nuestra embajada. Nolan y John permanecerán junto a Sam en un piso franco. Desde allí coordinaremos esta operación. ¿Ha quedado todo claro? ¿Alguna pregunta? ¿No? Pues ya sabéis, cuidado ahí fuera y traedme algo bueno para Dulles. Iremos a Roma en equipos. Claire y yo, por un lado, y John, Nolan y Sam por otro. Cuanto menos levantemos sospechas, mejor.
—Buena suerte a todos y buena caza —dijo Gerry Mayer dando por concluida la reunión.
Bahía de Bjørnøya, isla del Oso
—¡Señor, señor! —gritó el oficial de comunicaciones.
—¿Qué sucede? ¿A qué viene tanto grito? —preguntó el comandante Heinz Schäffer del U-977.
—Señor, creo que hemos recibido un mensaje del alto mando. Está en clave.
—¿Es que aún tenemos alto mando? Debe de ser una broma o tal vez todavía no se han suicidado todos. Déjeme ver ese mensaje tan importante. Ahora que había conseguido capturar una buena pieza —dijo a regañadientes el oficial mientras arrojaba la caña de pescar a un lado y saltaba sobre las piedras mojadas.
En el interior del U-977, Schäffer se dirigió hacia su camarote con la máquina Enigma. Tras romper el sobre de códigos, comenzó a descifrar el mensaje.
—Llevamos aquí semanas, capitán. ¿A dónde nos envían ahora? —preguntó su segundo al mando, el alférez de fragata Otto Fiehn.
—Al parecer, nos dan una nueva posición. Debemos fondear en un lugar de la costa noruega y esperar a una personalidad que subirá a bordo.