Authors: Mamen Sánchez
El destino llama a la puerta de la periodista Clara Cobián el día que recibe el encargo de trasladarse a Nueva York para realizar la biografía de Greta Bouvier, la dama más misteriosa de la alta sociedad internacional, una maestra en el arte de esconder secretos y de manipular a los que la rodean. Las dos mujeres están unidas por su relación con Hinestrosa, uno de los escritores más famosos de España, con el que Clara mantuvo un romance del que no salió muy bien parada.
Mamen Sánchez
Agua del limonero
ePUB v1.0
Mezki22.2.12
ISBN 13: 978-84-670-3263-5
Título: Agua de limonero
Autor/es: Sánchez, Mamen (1971- ) [Ver títulos]
Lengua de publicación: Castellano
Edición: 1ª ed., 1ª imp.
Fecha Edición: 02/2010
Publicación: Espasa Libros, S.L.
Colección: Espasa narrativa [Ver títulos]
Materia/s: 821.134.2-3 - Literatura española. Novela y cuento.
Para mis padres con todo mi amor.
I
Nueva York, otoño de 2002
Greta nunca salía de casa sin una gardenia en el ojal. O una rosa de té, blanca y breve, como su taconeo de paloma inquieta. A estas alturas de su historia trataba a la vida como a una vieja amiga y era capaz de perdonarle hasta sus desplantes más crueles. Sabía que algunos recuerdos duelen para siempre; que el tiempo tiene la fea costumbre de dejar su firma en el rostro de quienes lo ven pasar; que ciertas personas no aprenden jamás; que las que nacen buenas casi nunca se tuercen, y que las que nacen malas no tienen remedio. Acababa de cumplir setenta y seis años —aunque sólo bajo el bótox y el lifting; frente al espejo nadie le hubiera adivinado más de sesenta—, pero era frágil. Frágil de andares y firme de carácter; una contradicción que le amargaba la existencia, ya que si no fuera por esos vuelos tan cortos y esas plumas tan deshechas, y esos huesos tan quebradizos, Greta Bouvier todavía sería aquella dama de largometraje que hacía maldecir su suerte a cada hombre que se cruzaba con su mirada y se descubría sin ella entre los brazos.
Se empolvaba la nariz antes de salir y se colocaba la flor en la solapa. La arrancaba del tallo largo evitando las espinas, o del barullo de hojillas tiernas de las que brotaba aquel botón de nieve en que consistía todo su perfume de esa mañana.
—Huele a verano —le decía al aire.
Y dejaba que los frascos de Chanel Nº 5 la aguardaran encerrados en el armario del tocador mientras levemente, en su ausencia, se iba evaporando su contenido, gota a gota, de alcohol y jazmines.
—Buenos días, señora Bouvier —la saludaba Carlos desde el interior de su uniforme.
Se quejaba infinito Carlos frente a medio litro de cerveza en un sótano de Brooklyn al que acudía noche sí, noche también, a jugarse las propinas al póquer. Decía que con los pantalones de rayas y el chaleco burdeos, con la camisa blanca y ese ridículo sombrero de copa, y no digamos con los guantes de algodón, parecía un empleado de Friday's o un esclavo negro del viejo Alabama. Pero Greta, «vaya con Dios» —esto lo decía en un español nasal y arrastrado, producto del alcohol y de una infancia en tecnicolor, con banda sonora de Celia Cruz y el recuerdo borroso de un vergel que le contaron fue Cuba y no un sueño—, vio aquel uniforme trasnochado en un hotel de Londres y decidió que no volvería a salir a la calle si no la esperaba al pie de la escalera un portero con librea.
—Buenos días, Carlos —respondía ella entre dientes, con cierto fastidio en la voz por culpa de aquel nombre de traficante de cocaína; ya podía llamarse David, o Jefferson, o incluso Walter. Sí, Walter hubiera estado bien; más acorde con el mármol del suelo y la altura del techo.
Y él:
—Bonito día.
Y ella: —Bonito.
—¿Desea que avise al chófer, señora Bouvier? —preguntaba Carlos con el silbato en la mano, como si con sólo chascar los dedos fuera a asomar por detrás de la rotonda una carroza de oro tirada por cuatro caballos árabes.
Entonces Greta asentía y él preguntaba, y ella respondía:
—El Bentley.
Y cuando la veía alejarse acomodada en el asiento trasero del coche, cuando la veía incorporarse al tráfico de Park Avenue, chiquita y estirada, media circunferencia de plata sobresaliendo en el respaldo, Carlos respiraba aliviado y se permitía desabrocharse cinco minutos el primer botón de la camisa, consciente de que de la cancela para fuera la responsabilidad cambiaba de manos. De sus manos enguantadas a las recién pulidas de Néstor Cifuentes, hijo y heredero del difunto Norberto, que todas las semanas se hacía la manicura en un salón de belleza de la calle Setenta y tres por dos motivos tan dispares como razonables. Uno, porque a Greta le gustaba ver sus uñas recién limadas sobre el volante del Bentley; y dos, porque la dueña del salón olía a lirios.
—Buenos días, señora Bouvier.
—Buenos días, Néstor.
—Bonito día.
—Bonito.
—¿Su padre?
—Algo mejorcito, gracias.
Así solían comenzar los imprevisibles pasos de Greta en la ciudad: sin más destino que sus caprichos; hoy a desayunar al Pierre, mañana a tomar el té en Swifty's, todos los días una decisión tomada en el último minuto; al final de la calle, cuando no quedaba otra que escoger por fuerza una dirección —norte o sur, derecha o izquierda—, manteniendo el suspense hasta el instante en que cambiaba de color la luz del semáforo, arrancaba el coche de delante o tocaba el claxon el de detrás. Tal era su particular rutina del desorden.
Pero había un día al año, un único día, en el cual el recorrido del Bentley estaba ya trazado con tal antelación que no era necesario reducir siquiera la marcha al acercarse a la esquina. Tampoco había que abrir de par en par las puertas de los armarios y presentarle su ropa ordenada por colores, tejidos o cualquier otra lógica de las suyas y dejarla pasear los ojos por encima de aquellas prendas con el mismo placer que sentiría si las contemplara por primera vez en el escaparate de Bloomingdale's. Ni prepararle ningún dulce especial con el que adornar la bandeja del desayuno, ni asomarse con ella al diseño de patchwork del parque en otoño, que visto desde su ventana más parecía una colcha puesta a secar que ese bosque tan terco rodeado de torres y empeñado en echar raíces bajo el asfalto.
Ese día en concreto, un año tras otro desde hacía exactamente cincuenta y uno, la señora Bouvier se vestía de luto riguroso, se desdibujaba la sonrisa fingida de cada mañana y la sustituía por el gesto amargo de su verdadero ánimo, y una vez a solas con sus nostalgias visitaba la tumba de su esposo, Thomas, que murió un treinta de noviembre nada más amanecer.
El coche la dejaba frente a la verja de hierro del pequeño camposanto, al que se llegaba por una carretera secundaria desgajada de la autopista en el camino de los Hamptons. Greta avanzaba lentamente, aspirando el aire húmedo de la sombra de los castaños, envuelta en una estola negra de visón y con los tacones enganchándosele de vez en cuando en la hierba que brotaba sin ton ni son entre las piedras.
Ante la verja había una casa muy humilde. Al final del camino se levantaba una iglesia gris con el tejado de pizarra negra, una sola campana y cuatro paredes simétricas con dos ventanas cada una. Alrededor de aquella ermita crecía lo que cualquiera hubiera confundido con un jardín cubierto de hojas verdes y amarillas, con sus parterres de hortensias, sus arriates de rosas recién florecidas y un muro de piedra junto al cual brotaban tomillo y lavanda a partes iguales. Sólo si se observaba con detenimiento, se descubrían aquí y allá algunas losas muy limpias, con sus nombres y fechas desvaídos a fuerza de tiempo y olvido, y sus cruces salpicadas por la escarcha. Algunas atravesaban dos siglos, otras dos generaciones, pero todas tenían en común la B del apellido que las congregaba precisamente allí y no en ningún otro cementerio de la América profunda. Thomas Bouvier había dejado escrito en su testamento el deseo de descansar eternamente junto a todos los miembros habidos y por haber de su desperdigada familia, y para ello había sido necesario liarse a trasladar muertos desde las cuatro esquinas del mundo hasta aquel rincón perdido de la carretera de los Hamptons, porque si durante su larga existencia cualquiera de sus caprichos se había transformado automáticamente en una orden de obligado cumplimiento, más aún en su lecho de muerte habría de hacerse realidad esta última voluntad, por muy extravagante que pudiera parecer.
Una mujer mayor vestida de negro la esperaba junto a la verja, a los pies de la casita de madera blanca. Era menuda y regordeta, con los rasgos de su raza todavía muy visibles entre las arrugas de su semblante. Conservaba el pelo lacio, negro y trenzado, la piel morena, la sonrisa blanca y la mirada dulce y nostálgica de la gente que crece a la sombra de los volcanes.
Greta la abrazó como si estuviera en deuda con ella y, al separarse de su rostro húmedo de lágrimas, también estaba llorando.
—¿Florecieron las gardenias, Rosa Fe? —le preguntó.
—Más de mil —respondió la india—. Parecía que nevó en mayo.
Las gardenias de una canción en español sureño que marcaron el ritmo de sus últimos pasos por la bahía de Acapulco tenían la cualidad de trasladar a Greta a través del tiempo y del espacio hasta aquel día, el treinta de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, en el que por primera y última vez en su vida estuvo a punto de ser rotundamente feliz. Y a pesar del frío que se le instalaba en las puntas de los pies dentro de aquellos zapatos negros de tacón, ella sentía que pisaba arenas, que respiraba salitre, que escuchaba el grito de las gaviotas, el roce de las alas de los zopilotes; que se le mojaban los dedos con la espuma batida de las olas y que se le acomodaban los ojos a los recovecos de la costa.
Por eso ordenó que siempre hubiera gardenias a los pies de la cama donde se echó a dormir Thomas de la muerte en adelante, para poder visitarle sin añorar la sombra de las brisas sobre la playa.
—Que borren Acapulco de los mapas del mundo —la escucharon decir al subirse en el avión en el que trasladaron el cuerpo de su esposo de regreso a Texas.
Asomada a la ventanilla, viendo cómo se le escapaba México sin haber podido saborearlo apenas, lloró las únicas lágrimas sinceras de toda su vida. Y no volvió. A pesar de las noches de media luna, no volvió. En cuanto amarró los cabos sueltos de la herencia de su marido, se trasladó a Nueva York con su súbita fortuna y se dispuso a vivir de espaldas al sur.
Pero dejó abierta esa ventana a la que se encaramaba una vez al año a la sombra de los castaños amarillos del cementerio, cuando con los ojos leía el epitafio de dos cifras —1873-1951— y con la memoria veía ponerse el sol al otro lado de la bahía.
II
Tenía setenta y ocho años Thomas Bouvier, y sólo vestía de blanco cuando paseaba por el golfo de México. De lino blanco, con la camisa de hilo y una cinta desanudada alrededor del cuello, con un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y una dignidad que no perdía ni a fuerza de tequilas. Tampoco la edad había podido con las líneas rectas de su mandíbula, ni con las de los nudillos de sus manos grandes, pero había dibujado caminos en el cuero de su rostro, alrededor de los ojos color avellana, de la boca gruesa, de la frente ancha, y aunque no le había robado un solo cabello de su cabeza, sí había conseguido rociársela de gris.