Agua del limonero (6 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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—No creo que soñaras conmigo —comentó Thomas con la bahía de Acapulco reflejada en los ojos—. Hablabas en alemán.

A Greta le tembló la mano al llevarse la taza de café a los labios.

—A mí también me duelen los recuerdos, Greta —añadió Thomas después de un silencio largo—. Hay heridas que tardan en cicatrizar. No tengas prisa. —Dejó pasar el tiempo justo y, cuando volvió a hablar, su tono era otro—. Hoy es domingo — dijo—. Deberíamos ir a misa o dirán que no cuido de tu alma como Dios manda. — Sonrió—. Hay una iglesita muy linda que aún no conoces a un par de kilómetros de aquí. Aprovecharemos para dar un paseo largo en el coche por la carretera de la costa. Te gustará.

—Muy bien —respondió Greta—. Dame un minuto.

Terminó el café de un trago y se levantó de un salto, como un animal arrinconado que encuentra una vía de escape. Todavía temblando un poco sobre la fragilidad de sus altos zapatos, desapareció en la penumbra del salón.

Se impacientaba Thomas, con la gardenia en el ojal, esperando al volante del Packard. Había mandado traer el coche directamente desde la fábrica de Detroit, en el interior de un camión, envuelto en algodones. Era el primer ejemplar del nuevo Patrician 400: una auténtica bestia negra, con los acabados en aluminio cromado, las llantas de acero y el volante de nácar. Poseía nada menos que ciento cincuenta caballos de potencia y una garganta que rugía salvaje por los caminos de tierra de los cocotales. Visto desde delante asustaba su gesto furioso, sus faros redondos, sus colmillos de plata, y ese cisne de cabeza gacha y alas al viento, mascarón de proa inquietante. Por detrás, cuatro dientes sin encías, envueltos en humo negro, enmarcaban la placa de la matrícula: «THB 0001», «Thomas Henry Bouvier, el número uno», el primero en todo.

Tamborileó con los dedos sobre el volante. Empezaba a calentar el sol y a sudar el cuero. Tal vez debería haber comprado uno de esos deportivos Chevrolet de los anuncios de carburantes, rojos por fuera y negros por dentro, que solían llevar incluida una mujer preciosa en el asiento delantero. Se inclinó a un lado para alcanzar la manecilla que abría la ventana contraria y entonces, al levantar la vista, la vio aparecer, como un sueño, por aquellas escaleras blancas, haciéndose la indiferente.

Greta llevaba un pañuelo alrededor de su melena rubia, unas gafas de sol sobre los ojos dulces, la falda casi a la altura de las rodillas, unos zapatos de tacón de aguja y una blusa suelta, de seda transparente, acariciándole la piel.

Y era tan pálida, tan frágil, tan malvada que Thomas habría sabido mantener mejor la calma de haberla visto desnuda. Efectivamente, aquella hembra merecía un descapotable. Para que el cielo la cubriera de azul.

—Te hiciste esperar, güerita —protestó mientras rodeaba el Packard para abrirle la puerta delantera—, pero valió la pena.

Se sentó al volante. Greta había encendido la radio y giraba el dial con sus uñas pintadas de rojo. Se detuvo en los primeros acordes de un bolero lastimoso.

—Dos gardenias para ti… —canturreó ella con el acento sonoro de su lejana tierra.

Y el motor del coche la acompañó por las pendientes de Las Brisas camino del acantilado.

La carretera era estrecha y sinuosa. A derecha e izquierda se levantaban palmas cuajadas de cocos, buganvillas cubiertas de flores, árboles de mangos maduros. Las ardillas cruzaban el camino a grandes saltos, algunas gaviotas revoloteaban por encima de los magnolios y el aire traía regusto a mar. La luz caía tamizada por la vegetación formando charcos de sol y sombra sobre la carrocería del coche.

Greta sacó el brazo por la ventanilla, se reclinó un poco en el asiento de cuero, dejó que el aire jugara con su pelo. Respiró.

—Así me imaginaba el paraíso —confesó con los ojos cerrados.

—Yo jamás imaginé que existiera —le replicó Thomas—. Y ya ves qué sorpresas trae la vida.

Posiblemente fue entonces cuando Thomas Henry Bouvier, al volante del Packard, envuelto en selva, olvidó por un instante que la fiesta había llegado a su fin, que ya no había más tequila ni más parranda. Que sólo quedaban él y su borrachera en un oscuro rincón del palenque; que Greta era, vaya con Dios, la primera carcajada de la muerte. Y en ese instante fugaz de lucidez, antes de que se lo llevaran todos los demonios, tomó la decisión irrevocable de casarse con ella. Aunque fuera lo último que hiciera, Thomas H. Bouvier lograría que Greta Solidej aceptara ser su esposa.

Al verla aparecer entre las columnas del porche de su casa convertida en Lili Marleen, había cambiado de idea con respecto a lo de ir a misa. Ni aquélla era la ropa adecuada ni aquél el estado conveniente de su espíritu. Pensamientos impuros, deseos extravagantes. ¿Cómo acudir a la casa de Dios del brazo de la peor de las tentaciones?

Pero entonces le vino a la mente la imagen de todos aquellos miembros de la sociedad decente rogándole que acogiera a Greta bajo su protección. Sonrió. Sin saberlo, ellos habían puesto la primera piedra de aquella pecaminosa construcción y ahora, si querían estar en paz con sus frágiles almas, no tendrían otro remedio que caer en su propia trampa.

Salió de la carretera con un giro del volante y se perdió por el caminillo sin asfaltar que conducía a la iglesia.

—Está al otro lado de esa lomita —indicó señalando al frente, a lo alto de una colina muy verde—. Hasta aquí llega la música, ¿no la oyes?

Greta apagó la radio y Thomas el motor. La algarabía de una fiesta popular subía por la cuesta. Flautas y tambores y el griterío de chicos y grandes retumbaban en las rocas de los acantilados.

—Vamos a verlo —le pidió Greta, que ya había abierto la puerta del coche decidida a continuar a pie por la ladera, abandonando aquel camino de tierra.

No le resultaba nada fácil mantener el equilibrio sobre los zapatos de tacón. Tenía que fijarse muy bien por dónde pisaba para no tropezar con ninguna piedra. La pendiente era más pronunciada de lo que había supuesto y el calor más agobiante. Subió como pudo hasta la cima del cerro.

Thomas la seguía varios metros por detrás. Respiraba agitadamente y de vez en cuando se detenía para darse aire con el sombrero. No pudo avisarla. No le salió la voz.

Cuando llegó a su altura la encontró temblando. Estaba parada ante una lápida de mármol, con el viento en contra. Inmóvil. Asustada.

—¿Por qué me trajiste acá? —le preguntó sin mirarlo, sólo atenta al epitafio aquel: «Aquí yace Gloria Bouvier, mi amor, mi compañera en la vida y en la eternidad».

—Quería que conocieras a mis fantasmas. Para que puedas salvarme cuando vengan a buscarme.

Junto a la sepultura había una ermita blanca, con una campana sonando alegre y las puertas abiertas de par en par. La gente caminaba en procesión desde el pueblito que quedaba abajo. Venían danzando, vestidos con ponchos de vivos colores, hombres, mujeres y niños. Traían frutas y flores de cempaxóchitl en sus tocados, en sus cestos de mimbre. Y seguían un paso siniestro, subido en alto, en un altar con velas, fotografías, comida y bebida y diversos objetos. Era un esqueleto disfrazado de charro, con sombrero de ala ancha y pantalón de cuero.

—Es la fiesta de la muerte —le explicó Thomas—. Hoy es el Día de Difuntos, uno de noviembre. Te gustará.

Greta se agarró con fuerza al brazo de él mientras el gentío entraba en la ermita. Pudo observar que, mezclados entre la gente del pueblo, subían también muchos de los amigos de Thomas. Se habían unido a aquella celebración disparatada, pero sin confundirse con los criollos, ya que todos vestían elegantemente: las señoras de negro riguroso y los hombres con levita y sombrero. Sólo ellos dos, en pie, en lo alto del camino, junto a la boca abierta del templo, desentonaban en aquel cuadro de colores. Los dos de blanco, los dos del brazo, como si observaran la fiesta desde el otro lado de la pantalla. Greta sintió las miradas escandalizadas de toda esa gente clavándosele en las piernas y el escote. ¿No era impropio que Thomas y la chica estuvieran sobre la tumba de Gloria? ¿Vivían en pecado, después de todo? ¿Por qué se exhibían así, como dos amantes, en público, sin miramientos?

Los comentarios nutrieron los corrillos de los salones a partir de entonces. Durante los días que siguieron a aquella mañana, Greta observó consternada que algunas damas de bien se apartaban de su camino cuando se cruzaban con ellos por la calle, que algunos de sus mejores amigos habían dejado de visitarlos al caer la tarde y que las invitaciones a bailes y reuniones sociales empezaban a escasear.

Por fin, una noche de viento, los caballeros se reunieron a fumar en el Casino Español y decretaron por unanimidad que Thomas H. Bouvier debía contraer matrimonio con la joven austríaca cuanto antes si quería mantener la posición y el respeto que tanto le había costado lograr a lo largo de su longeva existencia. Por su parte, las señoras se tomaron la cuestión como una obra de caridad hacia aquella pobre alma extraviada. Y, finalmente, entre todos, sugirieron que Emilio Rivera y su joven esposa, Bárbara, hicieran una discreta visita a la mansión Bouvier.

—Debes casarte con ella —le dijeron a Thomas mientras esperaban a Greta en el recibidor—. No te queda otro remedio.

—¿Seréis mis padrinos? —les respondió él fingiéndose contrariado.

—Con gusto, Thomas. Con gusto.

Y la sociedad entera del Acapulco más refinado respiró aliviada cuando dejaron de temblar sus cimientos.

Sólo Emilio Rivera adquirió desde esa noche en adelante la extraña costumbre de aullarle a la luna, obsesionado con la imagen de Greta Solidej descendiendo las escaleras con aquel vestido de seda azul acariciándole el busto y las caderas.

II

Todavía no había amanecido y Thomas no quiso que amaneciera aún entre las cien paredes de su hacienda. Descendió sigiloso la escalera vestido de gris marengo, con el portafolios de piel escondido bajo su gabardina, el paraguas y el bastón, el sombrero de felpa, la gardenia en el ojal.

El fiel Pedro había prendido un candil y lo esperaba al pie de la escalera. Norberto Cifuentes estaba al volante, con la gorra de plato y los ojos de sueño, el motor del Packard envuelto en una manta para evitar el ruido.

—Dígale a la señorita Solidej que salí de viaje de negocios —le ordenó al indio—. Y vigílemela, Pedro, que no coja frío ni el camino equivocado.

—Sí, patrón.

Tenía un pistolón en el cinto, bajo el poncho bordado. Levantó el candil en alto en cuanto partió el coche, como si fuera un faro o el lucero de la mañana.

El aeródromo de Guerrero tenía sólo una pista. Ya esperaba la avioneta con las hélices girando.

Thomas se despidió de Norberto, que se santiguaba frente al coche, disfrazado de chófer francés, con aquel bigote acusador, negro y grueso de hijo de la revolución. Y rozando ya las ramas altas de los tamarindos, desapareció tras la cortina de humo y arena en la que se sumergía siempre que iba y venía de su santa tierra.

El viaje era largo y penoso. A menudo había que desviarse de la ruta prevista por culpa de los vientos y las tormentas y el camino se alargaba todavía más. La cabina era estrecha, el fuselaje tan débil que igual se sufría el frío más glacial que el calor más extremo, los huesos doloridos, la piel cuarteada.

—Nos detendremos en Texas, ¿verdad, señor? —le preguntó el piloto, un inglés instruido en la RAF que había encontrado su medio de vida a consecuencia de la guerra.

—Esta vez no, Julián. Ida y vuelta a Nueva York, sin escalas.

—Habrá que repostar unas cuantas veces, señor.

—No lo dudo —respondió Thomas—. Este cacharro tiene más achaques que un gringo viejo.

Aunque no se detuvieron en Texas, sí sobrevolaron la tierra perforada, los pozos humeantes, las refinerías negras, las telarañas de gas y polvo. Y su rancho verde: un oasis en el desierto, con los caballos pastando en una pradera artificial, las rosas creciendo a la sombra de las paredes de piedra. Su imperio.

Después, el océano, azul e infinito, con la costa a un lado, el universo al otro. «Nuestro primer viaje será a Nueva York —pensaba Thomas con el sol de frente—. La subiré a lo más alto del Empire State para que vea el mundo y sepa que le pertenece entero. Que cualquiera de sus caprichos se hará realidad sólo con chasquear los dedos. Le diré: "Piensa un deseo", y leeré en sus ojos cerrados, en la luz de su rostro, en la curva de sus labios como en un libro abierto, y no habrá nada imposible; nada que Thomas Bouvier no pueda conseguir para Greta. Para Greta Bouvier».

—¡Qué alegría volver a verlo, señor Bouvier! —El dueño de Tiffany & Co. vivía enclaustrado en su despacho blindado de la Quinta Avenida. No salía de aquella caja de caoba y espejo más que para atender de manera excepcional a sus mejores clientes—. Me avisaron de la empresa y he venido en coche desde Baltimore. Creí que estaba usted en Acapulco.

—Y en Acapulco estaba, querido amigo, pero surgió un imprevisto. Voy a casarme.

Aunque el joyero estaba preparado para cualquier excentricidad por parte de sus clientes, aquella noticia lo pilló por sorpresa. Perplejo, contempló a Thomas Bouvier con cara de susto.

—¿Qué le ocurre? ¿Tal vez creyó que no volvería a cometer la misma barbaridad de nuevo? —preguntó con cierta ironía—. ¿Que los excesos de Gloria me habían quitado las ganas?

—No, por Dios. —Reaccionó levantándose de la butaca y abrazando a Thomas—. Ésta es la mejor noticia que podría darme —aseguró. Sonó real. En cierto sentido, era totalmente sincero—. ¡Me alegro tanto por usted!

Cuando Thomas consiguió zafarse de aquellos brazos pegajosos, carraspeó un par de veces y se acomodó en su asiento.

—Anillos de compromiso, supongo —aventuró el joyero.

—Collares, sortijas, pendientes, pulseras, broches y tiaras, supone usted poco — respondió él.

Las siguientes horas transcurrieron entre oro y platino, rubíes y esmeraldas. Cada encargado de planta subió seguido de dos o tres mujeres hermosas que lucían las mejores creaciones de la casa. Los diamantes pesaban sólo de verlos, el azul de los zafiros desafiaba al agua del mar Caribe, las perlas eran como estrellas apagadas, las turquesas como el cielo iluminado.

Thomas contemplaba toda aquella maravilla con una sonrisa muy ancha e iba apartando a un lado aquello que le recordaba a Greta, ya fuera el brillo de sus ojos, el contorno de su cintura, la explosión de su pecho, el calor de su boca, el dorado de su pelo suelto, la dulzura de su voz.

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