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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (8 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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—¿Actuar en qué?

De nuevo Heinrich Müller volvió a interrumpir la conversación.

—Liquidaciones —aclaró—, ejecuciones, asesinatos, homicidios.

—Exacto, Herr Lienart —intervino Globocnik—. Nuestra función en Odessa será la de limpiar. Nosotros y nuestros seis candidatos nos ocuparemos de liquidar, o llámelo «hacer desaparecer», a todos aquellos que puedan interferir en la operación Odessa. Por eso hemos elegido cuidadosamente para esa función a seis de nuestros mejores hombres, curtidos en batallas…

—Y en liquidaciones —llegó a decir Lienart.

—Exacto. Y en liquidaciones —ratificó Koch.

Edmund Lienart abrió una de las carpetas al azar y descubrió en una fotografía el rostro de una mujer en uno de los expedientes de las SS.

—¿Una mujer?

Globocnik soltó una carcajada ante la pregunta de Lienart.

—¿Y por qué no? Las mujeres han sido siempre mucho más fieles y disciplinadas que los hombres a la hora de perder sus sentimientos en el momento de tener que ejecutar a un prisionero. Rudolf Höss, comandante en Auschwitz, me contó un día que los mejores y más crueles guardias de campo eran mujeres. Durante una visita me presentó a varias de ellas, aún recuerdo sus nombres: María Mandel, conocida en el campo como la
Bestia de Auschwitz
, por su afición a ejecutar a todo prisionero que la mirase a los ojos; o Elisabeth Völkenrath, que disfrutaba viendo cómo los prisioneros se orinaban encima antes de ser ejecutados en la horca; o la supervisora Irma Grese, a la que le gustaba dejar a la intemperie a madres con sus bebes únicamente para disfrutar viendo cómo apretaban tanto a sus hijos para que no murieran congelados que acababan asfixiándolos entre sus brazos; o Margot Dreschel, que disfrutaba observando por la mirilla de las cámaras de gas cómo morían los prisioneros. Como ve, amigo Lienart, son mujeres fieles al Reich y al Führer, como usted o como yo —precisó Globocnik.

—Tranquilícese, Lienart —le dijo Bormann—. Estas personas no harán nada que usted no desee que hagan. Estarán siempre a sus órdenes. Llévese sus historiales militares y estúdielos atentamente. Apréndaselos de memoria.

Para Edmund Lienart, aquellos seis retratos en blanco y negro oran los rostros de seis monstruos sin sentimientos, sin recuerdos, sólo máquinas que funcionaban por una ideología, la nacionalsocialista, capaces de llevar a cabo la exterminación más cruel y terrible que el hombre haya podido concebir jamás. Los seis
limpiadores
de Odessa contaban con las mejores condiciones para cumplir fielmente sus órdenes. Eran, a sus ojos, fríos, egoístas, brutales, implacables y criminales por naturaleza.

—Ahora que está todo aclarado —dijo Martin Bormann— nos ocuparemos de pedir ayuda a la marina.

—¿Qué papel jugará la marina en Odessa?

—Amigo Lienart, nunca se sabe si Odessa tendrá que utilizar los medios de la Kriegsmarine, y saber cómo emplearlos para el futuro de nuestra empresa. Dönitz y los suyos han estado diseñando submarinos más rápidos, más silenciosos y con bastante más autonomía en inmersión para que sirvan a nuestros propósitos. El alto mando dará órdenes expresas a la Kriegsmarine para que retire del servicio a varias de sus mejores unidades de U-Boote y que las mantenga en reserva a la espera de sus órdenes.

—Espero no tener que dar muchas explicaciones al almirante Dönitz —repuso Lienart—. Ya sabe usted, secretario Bormann, que es famoso por llevar la contraria al alto mando y no me gustaría tener que contar muchos asuntos de Odessa a la Kriegsmarine.

—No será necesario —interrumpió el poderoso secretario de Hitler—. Haré que el Führer ordene personalmente a Dönitz poner todos los medios a su disposición sin hacer preguntas. De eso me ocupo yo.

Usted viajará a Suiza para mantener una reunión con nuestros aliados, los gnomos. Se reunirá con Puhl y Von Schröeder.

—Si es así, mañana por la noche podría ir a Ginebra. Antes tengo que viajar a Francia por una cuestión familiar.

—No se preocupe, amigo Lienart, en cuanto finalice nuestra reunión puede irse. Si quiere, un Junker de la Luftwaffe le llevará a Francia y, una vez resuelto su asunto familiar, puede volar a Ginebra.

—¿En dónde me reuniré con los seis liquidadores? —preguntó Lienart.

—He dado órdenes precisas para que los seis sean trasladados a una casa segura al norte de Ginebra. Entrarán en Suiza con identidades y pasaportes falsos, haciéndose pasar por desesperados refugiados que huyen de los bombardeos aliados de Alemania. Me ocuparé personalmente de que los seis estén cuanto antes en Ginebra a la espera de sus órdenes en una dirección convenida —intervino el comisario Koch dirigiéndose a Lienart.

—Y ahora, si no hay nada más, daremos por concluida nuestra reunión.
Heil, Hitler
—dijo Bormann mientras se ponía firme, levantando el brazo para realizar el tradicional saludo del partido.

—Heil, Hitler
—corearon al unísono los presentes.

Cuando abandonaba la montaña para regresar al aeropuerto de Ainring, Lienart giró la cabeza para echar un último vistazo a aquel impresionante paraje, que no volvería a ver jamás. Para Lienart, aquella montaña era tan sólo una inmensa piedra por la que habían descendido los cuatro jinetes del Apocalipsis desde el Obersalzberg para desencadenar el cataclismo de la guerra, el hambre y la muerte sobre el mundo, y él, tal vez, formaba parte de aquel temible engranaje.

En su asiento del Junker JU 52 que le llevaba a baja altura hasta una base de la Luftwaffe al norte de Francia, Lienart observaba apiladas a su lado las seis carpetas con la doble S en la portada, las hojas de servicio de seis monstruos que se pondrían a sus órdenes de forma fanática, sin hacer ningún tipo de preguntas, al igual que se había puesto toda una nación al servicio de la causa de Adolf Hitler.

Berna

El vehículo enfiló a toda velocidad la Bundesgasse, sorteando la nieve acumulada, y cogió la Herrengasse, hasta el número 23, un edificio clásico en pleno barrio medieval y a pocos metros de la Münster-platze, donde se alzaba la catedral gótica. El conductor era un hombre distinguido, fumador de pipa empedernido, presbiteriano convencido, reservado hasta casi rozar la timidez y con una gran vitalidad. Al llegar a su destino, se apeó del coche y subió a paso ligero los escalones hasta la segunda planta.

—Buenos días, señor —saludó la secretaria mientras intentaba seguirle por los pasillos sin que se le cayesen las carpetas que llevaba en las manos.

—Buenos días, buenos días… —dijo el recién llegado—. ¿Han llegado todos?

—Sí, señor. Están esperándole en la sala de seguridad.

Allen Welsh Dulles era un rico abogado de Wall Street y un hábil político cuando recibió el encargo en 1942 de William Donovan, jefe de la Oficina de Servicios Estratégicos u OSS, de abrir en Suiza una sede del espionaje estadounidense. Al final de un largo trayecto que le había llevado a las Bahamas, las Azores, Lisboa, Madrid, Perpiñán y Marsella, el nuevo jefe de la OSS en Europa bajó de un destartalado autobús en la estación francesa de Annemasse, a poco más de siete kilómetros de Ginebra, en noviembre de 1942. Ese mismo día el Tercer Reich recibía un duro golpe al desembarcar los Aliados en el norte de África. Hitler decidió entonces ocupar militarmente la zona libre y Dulles se vio obligado a alcanzar la frontera suiza para ponerse a salvo. La Gestapo y las SS ocupaban ya las aduanas y puestos fronterizos, pero un aduanero de la resistencia ayudó al jefe del espionaje americano a cruzar la frontera.

Aunque su cargo oficial era el de asistente especial del embajador de Estados Unidos en la Confederación Helvética, Dulles no era un espía al uso. El jefe de la OSS en Suiza disfrutaba estrechando lazos de forma pública y notoria. Le gustaba presumir de mantener una amistad personal con Donovan o con el mismísimo presidente Roosevelt, o de frecuentar el bar del hotel Bellevue. Su pasado como abogado de Wall Street le daba no sólo un profundo conocimiento de las operaciones que realizaban los nazis en Suiza, sino también una inmejorable lista de contactos con los directores de los principales bancos. En esta lista figuraban también los hombres de negocios que compraban materias primas por encargo de Hitler y la Wehrmacht, y una lista aún más larga de abogados de Zúrich, Ginebra o Berna que actuaban como testaferros del Reich.

En poco tiempo, Dulles y su segundo al mando, Gerry Mayer, crearon una auténtica red de espías a lo largo y ancho de la Europa ocupada desde el mismo centro de Berna sin que los alemanes o el Abwehr pudieran nunca descifrar sus códigos de comunicaciones. De vez en cuando, Dulles y Mayer se divertían enviando mensajes cifrados que no informaban de nada en absoluto, por si los alemanes conseguían interceptarlos. La mayoría de estos mensajes hablaban de un agente doble llamado Göring, o de un informador llamado Goebbels, o de un alto miembro de las SS llamado Himmler que había sido descubierto en un prostíbulo disfrazado de mujer. A Dulles y a Mayer aquello les parecía divertido.

—Jefe, están todos reunidos en el salón —anunció su adjunto.

—Vamos allá —respondió Dulles mientras recogía de la caja fuerte de su despacho un grueso informe con fotografías.

El salón lucía unos elegantes frescos en los techos, pero estaba decorado con muebles de oficina sencillos y funcionales. Una gran mesa redonda presidía la estancia y varias pizarras cubrían las altas paredes. Alrededor de la mesa estaban sentadas varias personas, entre ellas, Mary Bancroft, una joven de Massachusetts que se ocupaba de las relaciones con la Resistencia francesa. Su base era Zúrich, allí se hacía pasar por una joven estudiante de psicología que preparaba una tesis doctoral con Cari Jung. Otra de las presentes era Wally Toscanini, hija del famoso director de orquesta Arturo Toscanini. Su base era Berna y sus tareas en la OSS consistían en establecer los pagos a informadores y las redes de comunicaciones para que los partisanos italianos pudieran ir desde el norte al sur del país. La tercera mujer en la reunión era Samantha Osborn, encargada de las «aproximaciones frías», el reclutamiento de agentes locales destinados en zonas enemigas, y de contactar con agentes enemigos. La cuarta mujer presente era Claire Ashford, nacida en Brooklyn hacía veintidós años, hija de un agente del FBI y de una maestra de escuela que había emigrado desde Alemania en los años veinte. La joven dominaba a la perfección el alemán.

Cuando se inició la guerra en 1939, Claire pasó un corto periodo de tiempo en una unidad militar en retaguardia antes de presentarse voluntaria en la OSS. Aquella joven de aspecto frágil consiguió pasar el curso de las «Tres Áreas» en el Prince William Forest Park, el campo de entrenamiento de la Oficina de Servicios Estratégicos. El nombre del curso se debía a que el candidato a agente tenía que conseguir alcanzar el máximo grado en los tres cursos impartidos por los duros instructores de la OSS en tres áreas concretas del campo de entrenamiento. En el Área C, Claire aprendió todo lo relativo a comunicaciones; en el Área A, aprendió defensa personal, desde cómo degollar a un enemigo hasta cómo esconderse una pastilla de cianuro con el fin de utilizarla en caso de no resistir un interrogatorio de la Gestapo; y en el Área B, Claire tuvo que pasar diversas pruebas de supervivencia o resistencia a interrogatorios. Si el candidato conseguía pasar esta prueba, se convertía en agente de la OSS y se le destinaba al teatro de operaciones europeo.

En Berna, Claire no tenía ninguna función especial. Era una especie de «chica para todo». Los hombres de la OSS destinados allí decían que era la niña mimada de Dulles, por supuesto, sin que éste lo supiese.

Los tres hombres que se encontraban al lado de Claire eran Daniel Chisholm, el jefe de todos, un ex marine experto en ejecutar al enemigo con los más diversos métodos; Nolan Chills, el operador de radio o «pianista», un ex presidiario que había mantenido una estrecha relación con la banda de Capone y que la guerra consiguió reformar; y John Cummuta, de origen yugoslavo y antiguo trabajador en la industria siderúrgica de Chicago, experto en explosivos y demoliciones. Los tres especialistas de la OSS eran los que se encargaban de los trabajos sucios, de ejecutar las acciones que les ordenaba Dulles.

—Señores, empecemos —dijo Dulles mientras se levantaba del asiento. Y pronunció una sola palabra—: Odessa.

—¿Odessa? —preguntó Chills.

Los presentes se mantuvieron en silencio hasta que Dulles retomó la palabra.

—Sabemos que la derrota de Alemania está cada vez más cerca, y ellos también lo saben. Nuestros agentes en varios puntos de Europa han detectado diversas reuniones llevadas a cabo entre altos miembros del partido y eminentes industriales nazis. Estas reuniones se llevan celebrando desde 1943, tras la derrota alemana en Stalingrado. La última ha tenido lugar en Estrasburgo hace tan sólo unos meses. Exactamente el 10 de agosto.

—¿Qué es Odessa? —preguntó Claire.

—Odessa es el nombre clave de una operación para crear rutas de evasión para altos miembros del partido y las SS una vez que ganemos la guerra, pero no se qué puede significar el nombre. ¿La ciudad? ¿Una clave? No lo sé —respondió Dulles.

—¿Qué se sabe de la reunión de Estrasburgo? —preguntó Mary Bancroft.

—Tan sólo que se reunieron en un hotel, en el centro de la ciudad, y que durante los días anteriores la zona fue herméticamente cerrada por la Gestapo y las SS para evitar cualquier molestia. Una fuente nos informó de que vieron a varios vehículos de los que se apeaban lo que parecían ser hombres de negocios y miembros de las SS. Consiguieron identificar al teniente coronel Adolf Eichmann y tal vez a su adjunto, un tal Brunner. Fue fácil reconocerlos porque eran los únicos que llevaban uniforme. El resto eran civiles —respondió Mayer.

—¿No hemos podido conseguir ninguna fuente fiable dentro del hotel? —preguntó Bancroft.

—No. Las SS ordenaron que todo el personal francés del establecimiento debía retirarse ese día. Los únicos que se quedaron, aparte del director, era gente perteneciente a la Gestapo y a las SS —precisó Mayer.

—¿Y qué papel juegan esos industriales nazis? —intervino Chisholm.

—Al parecer, Martin Bormann, el cerebro de la operación, está recaudando fondos para financiar Odessa y, una vez más, Suiza y sus banqueros están jugando un papel determinante en ello. Un informador de Gerry le ha asegurado que varios responsables del Reichsbank visitan asiduamente Ginebra, Zúrich y Berna y que realizan sospechosos depósitos de oro. Ese oro llega a Suiza en convoyes de las SS, que lo entregan en la frontera a camiones blindados y, protegidos por el ejército suizo, llegan hasta las cámaras acorazadas de los bancos de Ginebra y Berna.

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