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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (5 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Si es así, aceptaré sin condiciones.

—¿En qué hotel se alojará en Berlín?

—En el Adlon.

—A las siete de la mañana estará esperándole el coche en la puerta. Sea puntual, señor Lienart. El Führer está muy ocupado y tiene poco tiempo, incluso para amigos tan cercanos como usted. Ahora, si me disculpa, debo coger un avión a Berlín. —Cuando se disponía a recoger las carpetas con la información sobre Odessa que minutos antes habían estado leyendo los asistentes a la reunión, Bormann se dirigió a Lienart y añadió—: Me gustaría recordarle, señor Lienart, que el Führer fija nuestras metas y nuestra tarea es hacer realidad su visión. Cómo y cuándo es labor nuestra, pero nunca debemos discutir el qué. No lo olvide.

Antes de subir al mismo vehículo en el que había llegado, Bormann se dirigió al mayor Voss y le ordenó destruir todas las pistas sobre la reunión que acababa de tener lugar.

—Todo debe quedar destruido, mayor Voss. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor, alto y claro —respondió el oficial de las SS.

—Bien, que así sea…
Heil, Hitler
—exclamó Bormann antes de desaparecer dentro del Mercedes.

Sin mediar palabra, el mayor de las SS Helmut Voss entró de nuevo en el hotel Maison Rouge y pidió al director que le entregara el libro de honor del establecimiento. Gustav Krupp, Walther Funk y algunos otros habían dejado su rúbrica en el libro. Sin mediar palabra, el oficial de las SS buscó las páginas correspondientes al 10 de agosto y las arrancó de cuajo. A continuación entró en el salón; el taquígrafo se disponía a guardar los rollos utilizados en la reunión.

—Entrégueme los rollos —ordenó el oficial al taquígrafo—. Me ocuparé yo mismo de redactar un escueto informe para todos los asistentes.

Ya solo en aquel gran salón, Voss se acercó a un gramófono situado en un extremo de la mesa y puso un disco. Al depositar la púa sobre el surco, comenzó a sonar una sinfonía de Schubert. Tras beberse de un solo trago una copa de coñac, el mayor Voss pensaba mientras se dirigía a una pequeña chimenea: «Nunca he entendido la pasión sentimental por esta mierda vienesa de Schubert». A continuación, juntó los rollos del taquígrafo y las anotaciones realizadas por los asistentes, encendió un fuego y arrojó en él los comprometedores papeles.

Seguidamente, se colocó la gorra de plato con el símbolo de la calavera, apagó las luces y salió del hotel perdiéndose entre las callejuelas de la ciudad.

En menos de nueve horas, aquellos trece hombres crearon una poderosa organización llamada Odessa que debía convertirse en el núcleo del renacimiento de un Cuarto Reich, tras el fin del Reich de los Mil Años, que estaba a punto de perecer. Martin Bormann acababa de sentar los cimientos de una organización nazi a nivel internacional cuyos tentáculos se extenderían desde el corazón de la Europa ocupada por los Aliados a las recónditas selvas de América Latina; desde el corazón de una Alemania destruida y aniquilada al caluroso e inestable Oriente Próximo.

Capítulo II

Berlín

Tras las elegantes y viejas fachadas de arquitectura prusiana de los palacios que recorrían la Wilhelmstrasse, se divisaba ahora un paisaje desolado y devastado por los escombros de los edificios golpeados por las bombas aliadas. La zona en la que se concentraban los edificios del gobierno era conocida con el nombre clave de Ciudadela. A pocos metros de allí, en la Pariser Platz, se levantaba desde 1907 el exclusivo hotel Adlon.

El establecimiento se había convertido en el centro mundano de la capital alemana desde los años veinte, cuando Lorenz Adlon, un comerciante de vinos, decidió abrir el hotel. Hoy, ese esplendor se encontraba deslustrado debido a los bombardeos constantes a los que las fuerzas aéreas aliadas sometían a la capital del Reich. La música de Boccherini o Mozart en sus elegantes salones y restaurantes había dado paso al sonido estridente de las sirenas de alarma de ataque aéreo. Personajes como Louise Brooks, Charlie Chaplin, Josephine Baker o Marlene Dietrich habían sido sustituidos por refugiados que buscaban cierto auxilio bajo el ya inestable manto protector del Tercer Reich.

Aun así, el personal del hotel, muy profesional, continuaba cuidando al máximo a sus huéspedes, a pesar del racionamiento y la escasez de productos. En el Adlon, uno podía comer todavía pan caliente con mantequilla y mermelada inglesa.

—¿Señor Edmund Lienart? —preguntó el oficial de las SS.

—Sí, soy yo.

—Heil, Hitler
—saludó el recién llegado levantando el brazo y dando un golpe seco con los tacones de sus lustrosas botas—. Soy Rochus Misch. Pertenezco al Begleitkommando Adolf Hitler. Se me ha ordenado que lo escolte hasta Berchtesgaden para su encuentro con el Führer.

—Perfecto —respondió Lienart—. Estoy a su disposición.

Durante los últimos meses, la guerra avanzaba de mal en peor para el bando alemán. El mariscal Rommel acababa de suicidarse a los cuarenta y tres años. Había ingerido un veneno cuando se encontraba detenido por la Gestapo, por su implicación en el complot para asesinar al Führer. Aquisgrán se había convertido en la primera gran ciudad alemana en caer en manos aliadas y en Belgrado eran evacuadas las tropas de ocupación. La cuestión era saber quién llegaría primero a Berlín: si los soviéticos o los estadounidenses.

En el exterior del hotel, justo frente a la Puerta de Brandenburgo, esperaba un Mercedes Benz de color negro procedente de la cercana Cancillería en el que ya estaban otros dos miembros de la Leibstandarte SS Adolf Hitler. En el año 1933, Hitler había creado esta guardia personal, una formación de élite supeditada única y exclusivamente a sus órdenes.

—Se nos ha ordenado que le llevemos al aeropuerto de Gatow, allí le está esperando un Junker JU 52 —explicó Misch.

—¿El avión no parte desde Tempelhof? —preguntó intrigado Lienart.

—No, señor. Gatow es el aeródromo que utilizan los miembros del gobierno y del partido y, por supuesto, nuestro Führer. Está situado a unos dieciséis kilómetros. Al Führer no le gustan los inconvenientes que tiene volar desde un aeropuerto tan gigantesco como Tempelhof —respondió el escolta de las SS.

Edmund Lienart se acomodó confortablemente en el asiento trasero junto al guardaespaldas de Hitler. El cortejo, compuesto por el Mercedes y dos motocicletas con sidecar armadas con ametralladoras MG-42 como escolta, arrancó en dirección al suroeste de la ciudad, atravesando el Tiergarten hasta la Berliner Strasse. No se detuvo en ningún control policial ni nadie reparó en él. Unos minutos más tarde, la caravana llegó hasta la cabeza de pista del aeródromo, en donde esperaba un Junker trimotor, el modelo habitual para este tipo de viajes.

—La duración del vuelo será de unas tres o cuatro horas. Acomódese, señor —recomendó Misch.

Edmund Lienart se sentó en el asiento más amplio y se abrochó el cinturón. Más tarde descubriría que era el que utilizaba siempre su amigo Hitler cuando viajaba en aquel avión.

Tras una corta conversación, Lienart supo que aquel joven de veintisiete años nacido en la Alta Silesia llevaba desde mayo de 1940 en la escolta personal del Führer.

—Su nombre es de origen francés, ¿no es así? —preguntó Lienart.

—Sí, así es, señor.

—Rojo —precisó Lienart.

—Sí. Ese es su significado o de donde dicen que proviene mi nombre, aunque no lo sé muy bien. Pero no crea que mi familia es comunista —apuntó Misch casi defendiéndose.

Lienart soltó en ese momento una pequeña carcajada.

—Oh… amigo mío, no se preocupe por eso. No creo que el Reichsführer Himmler permitiese a un comunista formar parte de la escolta del Führer desde 1940. Tranquilícese.

El rugido de los motores para alcanzar la potencia necesaria capaz de levantar aquella máquina en el aire hizo imposible la conversación entre ambos hombres. En algún momento del vuelo, Lienart se quedó dormido. El golpe al asentarse el tren de aterrizaje del Junker en la pista del aeropuerto Bad Reichenhall-Berchtesgaden, en Ainring, hizo que se despertase bruscamente. El aterrizaje se produjo cerca del mediodía. La frontera austríaca estaba situada a pocos metros de distancia y Berchtesgaden, a tan sólo veinte kilómetros.

A los pies de la escalerilla aguardaba ya un 770K Grosser Mercedes fabricado por la firma de Stuttgart Daimler-Benz AG. El primero en salir del avión fue Rochus Misch, que saludó brazo en alto a Heinz Linge, un personaje arrogante, ambicioso y nada simpático que deseaba a toda costa llegar a ser jefe del Begleitkommando. Linge no le devolvió el saludo a Misch, pero sí se preocupó de agradar a aquel francés cuya aparente importancia le había permitido acceder directamente al Führer en ese momento de la guerra.

—Buenos días, señor Lienart. Le estábamos esperando —dijo Linge mientras le invitaba a subir al vehículo.

Durante todo el trayecto, Edmund Lienart no dejó de admirar aquellos paisajes idílicos formados por altas montañas y lagos cristalinos que emparedaban de manera natural la serpenteante carretera que ascendía hasta Berchtesgaden. En aquel paraje parecía que el tiempo y los acontecimientos se habían detenido. Nada parecía real, ni siquiera los millones de muertos que había provocado ya la guerra. Para Hitler, aquél era su paraíso privado, el lugar donde podía vestir de civil o con el traje típico bávaro, donde acariciaba a los niños y adiestraba a sus perros, donde cambiaba la imagen sucia de industria de armas o de campos de concentración por una imagen pulcra e idílica: una imagen de un mundo seguro En aquella montaña, en
su
montaña, Hitler no era el Führer, sino sencillamente un jefe rodeado de una corte privada a la que trataba con una cortesía a la antigua usanza y a la que alegraba con un cruel sentido del humor.

Hitler no había elegido casualmente su tercera residencia junto a Múnich y Berlín. La montaña estaba situada en el centro de una densa red de símbolos que se convertiría con el paso de los años en una especie de híbrida prisión del nacionalsocialismo. Todo ello había jugado un claro papel en la elección del Obersalzberg como lugar de descanso. El término municipal estaba compuesto en los años veinte por pequeñas propiedades de labranza, hostales, hoteles y sanatorios. Tan sólo quince años después había tenido lugar en el idílico paraje una obra de construcción. Una red tecnológica que comenzó a cambiar el paisaje, con cada vez más vallas y círculos cercados que aislaban el centro del gobierno. Soberanos como Rudolf Hess, Hermann Göring, Albert Speer o Martin Bormann se habían instalado en los alrededores como satélites de un gran planeta llamado Hitler. A éstos les siguieron los cuarteles de las SS.

El Mercedes se detuvo repentinamente ante una gran garita de las SS nada más cruzar el caudaloso río que bordeaba el Obersalzberg casi como una protección natural. Tras dar la autorización de paso, el vehículo comenzó a penetrar en la Salzbergstrasse, ascendiendo entre un bosque milenario, «como si estuviera sacado de la leyenda de los nibelungos», pensó Edmund Lienart. Pasados unos kilómetros, el visitante pudo divisar a la derecha el lujoso estudio que había construido Albert Speer, el arquitecto que había soñado con una modélica Germania y que finalmente quedaría en eso, en un sueño.

—Le llevaremos hasta la casa de huéspedes para que pueda instalarse —dijo Linge—. Por la tarde le recogerá alguien para acompañarle hasta el Berghof para su encuentro con el Führer.

—De acuerdo —respondió Lienart sin dejar de observar el paisaje.

Desde la casa de huéspedes se divisaba el gran pico macizo del Untersberg dominando el valle. Lienart siguió de cerca a un miembro de las SS que portaba su equipaje hacia la casa.

—¿Quiere que le envíe un mayordomo para ayudarle a deshacer el equipaje, señor? —preguntó el oficial.

—No es necesario, gracias. Traigo poco equipaje —respondió Lienart antes de cerrar la puerta.

En la soledad de su habitación y mientras meditaba cuáles debían ser los pasos a seguir en su encuentro con su amigo el Führer, Edmund Lienart no dejaba de admirar las montañas y el Kehlsteinhaus, el Nido del Águila, la pequeña fortaleza que el partido había regalado al Führer por su cincuenta cumpleaños. Lienart sabía que Hitler lo odiaba. Tenía claustrofobia y sufría si tenía que recorrer el largo túnel que finalizaba en un ascensor y también tenía miedo a las alturas. Allí se reuniría al día siguiente con el mismísimo Bormann. «Tal vez le gusta sentirse el dueño de la montaña», pensó Lienart del secretario de Hitler.

Estaba claro que el Führer prefería el Berghof, su palacio en plena montaña desde el que podía admirar las impresionantes vistas del Untersberg a través de los inmensos ventanales.

El sonido de la puerta devolvió a Edmund Lienart a la realidad.

—Señor Lienart, soy Otto Meier, ayudante del teniente coronel Linge. Me han ordenado que le lleve ante el Führer, al Berghof. Sígame por favor.

Tras salir de la casa de huéspedes, Edmund Lienart siguió de cerca a Meier por varios senderos estrechos, algunos incluso casi invadidos por la vegetación.

Al girar en uno de los caminos, el invitado divisó el chalé de Hitler. No lo recordaba así cuando lo había visitado unos años antes, acompañado por su familia. Todo parecía tranquilo en los alrededores, como si la guerra en aquel valle se hubiese esfumado, como si hubiese desaparecido, como si no hubiera existido nunca. «Como si hubiese desaparecido por completo de nuestras vidas», pensó Lienart. La vista desde donde se encontraba era absolutamente grandiosa.

Al entrar en el Berghof, Meier hizo esperar un momento a Edmund Lienart en un pequeño salón. En el pasillo se cruzaron con el telefonista permanente de la casa, un soldado de las SS.

—Debo anunciar su llegada al Führer —precisó Meier—. Espere aquí.

El horario del Führer cuando se encontraba en el Berghof era bien conocido por sus más allegados. Hitler, como noctámbulo que era, hacía su aparición sobre las once de la mañana. Empezaba el día con una comida que solía alargarse bastante y más tarde se encaminaba hasta la llamada casa del té, acompañado de sus pastores alemanes y de sus colaboradores más cercanos, como Albert Speer o el propio Bormann. A veces también le acompañaba su compañera, Eva Braun.

Durante la hora del café, Hitler se perdía en interminables conversaciones sobre sí mismo y, en ocasiones, estaba tan agotado que se quedaba dormido en un sofá y sus acompañantes debían esperar en silencio. Sobre las cinco o seis de la tarde, el grupo regresaba al Berghof. Unas horas después daba comienzo la ceremonia de la cena, tras la cual los invitados pasaban al gran salón en el que solían ver una película de temas antiquísimos, estúpidos y sin ningún tipo de interés intelectual, o escuchar una ópera de Wagner. Por fin, Hitler, bien entrada la noche, decidía irse a la cama, que era cuando el resto de sus invitados, también agotados, tenían permiso para retirarse.

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