Authors: Eric Frattini
—¿El subsecretario de Estado? —exclamó August.
—El mismo. Según parece, por esa intermediación entre los croatas y el Papa, Montini y los suyos recibieron cuarenta y cinco kilos de oro en monedas. Nuestro amigo croata no puede mantener abierto el pasillo de Roma sin el conocimiento y protección del papa Pío XII. Tenlo por seguro.
—¿Qué pasa si el Papa me ordena devolver el control del pasillo a Draganovic? —preguntó August.
—No creo que eso suceda. Ya se ocuparán Montini y Tardini de convencerle de que no es lo más recomendable. Ambos conocen la procedencia del cargamento de oro llegado desde Feldkirchen in Kärnten y lo que hizo Odessa con ese oro en los hornos de Murano, acuñándolos con nuevos sellos, para convertirlo en oro de curso legal. Esos malditos intrigantes de la Secretaría de Estado vaticana saben que está en nuestra mano filtrar ese hecho a los ingleses o a los americanos y que se organizaría un buen escándalo. Esos curas prefieren mantener la boca cerrada y que el oro siga fluyendo a sus bolsillos.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó August.
—Por lo pronto, ocúpate de hacer llegar los documentos a nuestros protegidos. Una vez que los tengan en su poder, podremos recolocarlos en zonas seguras. Odessa ha perdido una sección estratégica y hasta que pueda volver a activarse, deberemos andar con pies de plomo y que nuestros protegidos no se dejen ver demasiado. Para ello contamos con las instituciones del pasillo.
—¿Qué pasará con el resto de nombres de la lista? ¿Qué hacemos si los localizamos?
—Lo más seguro es trasladarlos a Roma. Allí nadie los controlará y, si son detectados por los Aliados, no creo que organicen ninguna operación de caza dentro de una institución protegida por la bandera vaticana. Mientras permanezcan en ellas, no tienen nada que temer —respondió Lienart.
—Aún nos quedan cinco por localizar —afirmó August.
—Sólo dos. Nuestra red de informadores ha detectado a tres nombres de nuestra lista —precisó el jefe de Odessa—. El correo te entregará las localizaciones de los tres nombres de la lista a los que hay que llevar a un lugar seguro.
Alois Brunner, Josef Mengele y Franz Stangl habían conseguido refugiarse en la región de Altaussee, a unos trece kilómetros del lago Toplitz, protegidos por el Círculo Salzburgo. Aún tenían que localizar a Adolf Eichmann.
—Creo que el pasillo tiene un refugio cercano —dijo August—. Recuerdo que pasé unos días en un monasterio de la Comunidad de San Rafael, en pleno corazón de Baviera. Si conseguimos trasladarlos hasta allí, estarán seguros. La idea es que permanezcan en ese lugar hasta que podamos trasladarlos a Roma y desde aquí ser evacuados lo más rápidamente posible hacia otro punto.
—¿Qué tienes pensado? —preguntó Lienart.
—Recuerdo que me hablaste sobre las empresas establecidas por Odessa en diferentes lugares del mundo: en Sudamérica, en Oriente Próximo, e incluso en Estados Unidos. Yo creo que esas empresas podrían servirnos de tapaderas para recolocar a nuestros protegidos. Nadie sospechará si enviamos a un ciudadano de origen alemán con pasaporte suizo, finés o portugués a dirigir una de las empresas de Odessa en Argentina, Paraguay, Bolivia, Siria, España o Estados Unidos, ¿no te parece, padre?
—Me parece una buena idea. Daré instrucciones a nuestros abogados, Korl Hoscher y Radulf Koenig, para que comiencen a redactar los documentos necesarios.
—De acuerdo, padre —dijo August cortando la comunicación.
Nada más finalizar la conversación, August miró su reloj. Aún quedaba tiempo hasta las ocho, la hora a la que había quedado en casa de la agente de la OSS. August Lienart salió al Corso del Rinascimento, seguido de cerca por Ulrich Müller, y se encaminó hacia la Piazza Navona. Le gustaba sentarse junto a la fuente de los Cuatro Ríos, un diseño del gran Bernini de 1651. Aquella elegante mole de mármol, coronada por el obelisco de Domiciano, representaba a los cuatro grandes ríos de la época: el Nilo, el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata.
August no sólo admiraba aquel monumento, también le gustaba observar a los niños correteando de aquí a allá vigilados por sus madres mientras éstas coqueteaban con los soldados americanos.
Los ciudadanos de Roma vivían todavía impactados por las noticias sobre el lanzamiento de la segunda bomba atómica de Estados Unidos sobre Nagasaki. Esta vez, el número de muertos ascendía a treinta y seis mil y los heridos, a más de cuarenta mil.
«Tanta muerte y destrucción», pensó August sin dejar de observar a los niños que corrían por la plaza.
Eran ya las siete y media. En media hora tenía que llegar hasta la casa, en la Piazza Capo di Ferro, donde tenía su cita con la estudiante inglesa. Poco después llegó hasta el portal semiderruido. Estaba apuntalado por grandes vigas con abrazaderas metálicas. Cuando se disponía a subir por la escalera, unas voces femeninas llegaron hasta él. Descendió los tres escalones que había subido y se escondió en el hueco de la escalera, entre las sombras.
—Debes acceder a sus demandas en caso de que te pida algo más. Es la única forma de sacar información a un hombre —dijo una de las voces.
—Sí, pero yo no sirvo para eso. Yo no soy tú —respondió la segunda mujer.
Lienart reconoció la voz de la joven estudiante inglesa a la que había ayudado semanas atrás después de ser atacada por unos desconocidos.
—Piénsalo. Si necesitas mi ayuda, llámame.
August se asomó entre las sombras y pudo ver a una mujer de largo pelo rojo que salía del edificio. Aquella pelirroja le recordaba a la misma mujer que llegó a ver junto a su padre, en el ascensor del hotel Beau Rivage, en Ginebra. Tal vez fuese una casualidad. Al oír la puerta tras él, abandonó su escondite y subió por la escalera hasta la puerta del piso de Laurette Perkins. August no se dio cuenta de que la portera le había visto acceder al edificio. Tras recuperar el aliento, llamó a la puerta y esperó. Del interior salía un fuerte aroma a orégano.
La puerta se abrió y apareció Laurette sonriente, arreglándose el pelo.
—Pensé que no vendrías.
—¿Por qué? Tienes una deuda conmigo —respondió August.
—Sí, lo sé. Pasa, por favor. No te quedes ahí —dijo la joven mientras agarraba a August de la manga y lo arrastraba al pequeño apartamento.
—Huele muy bien.
—Muchas gracias. Estoy preparando pasta con aceite y orégano. Espero que te guste porque es lo único que sé cocinar.
—¿Por qué creías que no iba a venir?
—Tal vez porque estás demasiado ocupado con tus estudios y porque a lo mejor no querías volver a pasar la noche con una estudiante inglesa —dijo Claire mientras abría una tapa colocada sobre la sartén para oler el interior.
—¿Lo eres?
—¿Si soy qué? ¿A qué te refieres?
—Estudiante —respondió August.
—¿Por qué me haces esa pregunta? Ya te dije que vine a Roma para estudiar arte, pero que la guerra impidió que continuase mis estudios. Ahora, cenemos —dijo Claire mientras mezclaba el contenido de la sartén con la pasta—. Abre la botella de vino, por favor. Yo no sé hacerlo.
August cogió la botella y la descorchó. A continuación, llenó los dos vasos que se encontraban sobre la pequeña mesa.
—¿Te llamas realmente Laurette Perkins?
—Claro. Estás muy raro esta noche. La verdad es que fuiste más agradable la noche que pasamos juntos —dijo Claire—. ¿Por qué me haces todas estas preguntas? Si crees que te engaño en algo, siempre puedes marcharte. Y si lo piensas, ¿por qué has decidido aceptar mi invitación?
—Tal vez por curiosidad —respondió August.
—¿Por curiosidad?
—Sí. Tal vez llegamos a conectar de alguna forma la noche en que aquellos tipos nos pegaron a los dos en la calle. Pensé que eras realmente una pobre estudiante sin recursos…
—Y soy una pobre estudiante sin recursos. Si querías interrogarme, habérmelo dicho. Llama si quieres a la policía militar americana o a los italianos —repuso Claire.
—No.
—Entonces, ¿qué quieres de mí? —preguntó la agente de la OSS.
—La verdad.
—Aristóteles decía que nunca se alcanza la verdad total ni nunca se está totalmente alejado de ella —respondió Claire.
—Pero Séneca también dijo que el lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios. Así que me gustaría que me dijeses la verdad —pidió August—. ¿Has estado ahora con alguien?
—¿Ahora mismo?
—Sí.
—No. No ha estado conmigo nadie —aseguró Claire.
—Dime entonces quién era la pelirroja que ha salido de tu casa —dijo August mientras la sujetaba por los brazos.
—Nadie… No ha estado conmigo nadie. Créeme. Me haces daño —dijo Claire.
August aún la tenía fuertemente sujeta por los brazos.
—La he visto salir de tu casa y hablar contigo. He reconocido tu voz. ¿Ahora vas a decirme que no conoces a esa mujer?
—Te prometo que no sé quién es esa mujer de la que hablas.
—La pelirroja de cabello largo y ropa ceñida que ha salido de tu casa y que ha estado discutiendo contigo en la escalera.
Pasados unos minutos sin que Claire diese muestra alguna de responder a sus preguntas, August decidió soltarla.
—No te preocupes. Me iré de aquí y no te molestaré nunca más…
Claire se levantó de la silla y cogió a Lienart del brazo. De repente, pasó los brazos alrededor del cuello del seminarista y le besó larga y profundamente.
—Quédate, por favor. Quédate conmigo esta noche… —le pidió—. Y prometo contarte todo… Pero quédate.
Mientras August permanecía de pie sin saber qué hacer, la joven comenzó a desabrocharse la blusa.
—No, por favor… no lo hagas —pidió August mientras le sujetaba las manos.
—Quédate conmigo… —dijo Claire mientras volvía a besarle apasionadamente.
August intentaba apartarla, pero, al mismo tiempo, comenzó a sentir un fuerte deseo de abrazarla. Al fin y al cabo, aquella joven era una desconocida para él, pero tenía una historia que deseaba conocer.
August y Claire permanecieron unidos durante toda la noche en aquella pequeña cama, abrazados, desprendiéndose de la realidad, desligándose de la situación que les había llevado a ambos a aquel apartamento de Roma.
Desnudos bajo una ligera sábana, y mientras Claire le acariciaba la espalda, August no dejaba de pensar en quién sería realmente aquella mujer con la que acababa de compartir su primera experiencia.
—Siempre pareces triste —le dijo.
—Hay un proverbio oriental que afirma que no puedes evitar que el pájaro de la tristeza sobrevuele sobre ti, pero sí puedes evitar que anide en tu cabeza.
—¿Por qué estás tan silencioso?
—Tal vez porque me gustaría saber tu nombre real. Dime por lo menos tu nombre —pidió August.
—Laurette. Laurette Perkins —respondió Claire sin dar su brazo a torcer.
La agente de la OSS sabía que era vital para su seguridad mantener su cobertura intacta, pero en su interior sentía verdaderos deseos de contar a August quién era realmente y cuál era su misión.
August se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
—¿Es qué no vas a quedarte? Aún no ha amanecido.
—Sí, lo sé, pero debo regresar a la residencia.
—¿Nos volveremos a ver?
—No lo sé. Tal vez cuando decidas decirme quién eres —dijo August mientras se ponía los zapatos.
—No puedo contarte nada. Tan sólo puedo decirte que mi nombre es Laurette Perkins, una inocente estudiante inglesa en Roma que ha conocido a un joven francés maravilloso a quien le gustaría volver a ver. Tan sólo tú tienes la respuesta —dijo Claire.
August abrió la puerta y, antes de salir, miró a Claire, que aún estaba en la cama, desnuda. Mirándole, escrutándole.
—Todas las pasiones son buenas mientras uno es dueño de ellas, y todas son malas cuando nos esclavizan —sentenció antes de cerrar la puerta.
August bajó las escaleras con una fuerte sensación de desesperanza mientras recordaba las palabras del escritor Maurice Maeterlinck, que afirmó que la desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada, y la esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo. Cuando alcanzó la calle, el cielo de Roma comenzaba a tornarse rojizo al amanecer.
A poca distancia de allí, un hombre observó cómo August Lienart salía del edificio de la Piazza Capo di Ferro. El hombre entró en el portal y subió por las escaleras hasta el segundo piso. Al llegar, descubrió que la puerta estaba abierta. La empujó lentamente y con un rápido vistazo comprobó que no había nadie dentro. Tras escuchar cómo alguien se acercaba de puntillas por el pasillo, se colocó detrás de la puerta. Claire, procedente del baño común del fondo del pasillo, no tuvo tiempo de reaccionar al primer ataque del desconocido, que la golpeó fuertemente en la parte de atrás de la cabeza, haciéndole perder el conocimiento.
Al recuperar la consciencia, la agente de la OSS sintió un fuerte dolor de cabeza y el sabor de la sangre seca en su boca. Mientras intentaba saber qué había pasado, comprobó que se encontraba completamente desnuda boca abajo en su propia cama y con las manos atadas a la espalda. No oía nada, no podía ver más allá del cabecero, tal y como estaba situada. Al intentar mover las piernas, comprobó que las tenía inmovilizadas. El desconocido le había atado los tobillos a la cama, dejando sus piernas completamente abiertas.
—¿Dónde estás? —preguntó Claire—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
El desconocido, sentado en una silla, seguía mirándola desde la distancia sin pronunciar palabra alguna.
—Suéltame y te daré dinero. Lo tengo escondido —dijo, pero el hombre que la había atado seguía mirándola atentamente mientras engullía la pasta fría que aún quedaba en uno de los platos de la cena.
—Mi padre es un hombre muy rico y, si me sueltas, puede darte dinero. Sólo tienes que soltarme las manos y las piernas y marcharte. Esta misma tarde tendrás un sobre con mucho dinero —dijo Claire sin poder divisar el rostro de su captor, que aún seguía devorando los espaguetis fríos con orégano.
Pasada cerca de una hora, el hombre se levantó.
—Sólo voy a preguntártelo una vez. ¿Quién eres? —preguntó a su rehén.
—Soy estudiante de arte. Me llamo Laurette Perkins —respondió Claire.
El desconocido cogió una media que había sobre una silla, la enrolló en su mano y amordazó a Claire. De repente, la joven sintió que el hombre se había despojado de los pantalones, dejando su miembro al aire.