El Oro de Mefisto (31 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Ah, padre Lienart, el padre Bibbiena no está ahora en casa. Está en el Vaticano.

—No quiero hablar con él. Quería hablar con usted.

—¿Conmigo? —preguntó Elisabetta sorprendida.

—Sí. Acabo de llegar de Suiza y pensaba que…

Antes de que Lienart pudiera acabar la frase, la joven respondió.

—Podríamos vernos a las cinco, si quiere. A esa hora estoy libre. Podemos encontrarnos frente al obelisco de la plaza de San Pedro.

—Allí estaré. Ah, por favor, no me llames padre. No soy sacerdote —dijo August.

—De acuerdo, pad… ¡oh, perdón, señor Lienart…! —respondió Elisabetta entre risas antes de cortar la comunicación.

August permaneció sentado en la cama de su habitación de la residencia mientras intentaba calmarse. Al fin y al cabo, era la primera vez que pedía una cita a una mujer. Trató de tranquilizarse y marcó el número do teléfono del colegio de San Girolamo.

—Buenos días. Quería hablar con el padre Draganovic, por favor.

—¿De parte de quién?

—Dígale que soy August Lienart y que estoy en Roma.

Durante unos segundos que parecieron interminables, August permaneció a la escucha al otro lado de la línea. Mientras esperaba, repasó mentalmente lo que le había dicho su padre sobre el padre Draganovic. El religioso, de cuarenta y cuatro años, se definía a sí mismo como un fiel servidor de Ante Pavelic y del régimen Ustacha. Durante los cuatro años que había ejercido el poder, Pavelic había liderado una política de genocidio, con campos que en nada tenían que envidiar a los del régimen nazi. Judíos, serbios, gitanos y oponentes políticos fueron asesinados mediante todo tipo de métodos: pisoteados, pateados, asfixiados, gaseados o colgados. Uno de los campos más sangrientos había sido el de Jasenovac, donde Draganovic era capellán en ese momento.

El religioso, de todos modos, se había cuidado de no mancharse las manos con los crímenes, aunque los apoyaba desde su puesto. Al cabo del tiempo, formó la llamada Oficina de Colonización, que consistía en forzar a un gran número de comunidades serbias a convertirse al catolicismo. Si no lo hacían, eran enviadas a campos de concentración y sus propiedades embargadas y entregadas a colonos croatas. En agosto de 1943, Krunoslav Draganovic había llegado a Roma como delegado de la Cruz Roja Croata con el fin de ayudar y dar asistencia a los refugiados yugoslavos.

Draganovic rechazaba ayudar a los serbios y tan sólo prestaba ayuda a los croatas. En poco tiempo, se convirtió en un buen aliado de todos aquellos criminales de guerra que deseaban huir de la justicia aliada. Desde enero de 1944, había establecido en Roma y Génova cinco lugares de refugio para estos criminales. Uno de los más importantes era el monasterio croata de San Girolamo.

De repente, una voz al otro lado de la línea arrancó a Lienart de sus pensamientos.

—¿Dígame?

—¿Padre Draganovic?

—Sí, soy yo.

—Soy August Lienart.

—¡Oh, señor Lienart! Es un verdadero placer escucharle y poder hablar con un joven tan distinguido como usted y que conoce tan bien nuestra causa.

—Muchas gracias, padre —dijo August para interrumpir los halagos que le lanzaba el religioso—. Le llamo porque necesito mantener un encuentro con usted.

—Puede acercarse a la hora que desee a la sede de nuestra organización. Estamos en el 132 de Via Tomacelli, justo al otro lado de la iglesia de San Rocco, frente al Mausoleo de Augusto.

—Sé donde es, padre. Si no tiene inconveniente, podría pasarme ahora.

—No hay problema, señor Lienart. Será un honor recibirle en San Girolamo.

Media hora después, August salió de su residencia de Sant'Ivo alla Sapienza. En la calle le esperaba ya Luigi junto a su destartalado vehículo.

—Buenos días, Luigi.

—Buenos días, señor Lienart, buenos días…

—Debo ir al 132 de Via Tomacelli.

—Está muy cerca de aquí. En menos de diez minutos estaremos ante su puerta. Délo por seguro.

Mientras el vehículo entraba en la Piazza di San Luigi dei Francesi hasta alcanzar la Via della Scrofa para llegar hasta el puente Cavour sobre el Tíber, Lienart le preguntó al chófer.

—Luigi, ¿no ha pensado nunca en lavar este coche?

—¿Para qué, padre? Ahí fuera no hay nada interesante que ver. He decidido que lo lavaré el día que mi Roma vuelva a ser como antes de la guerra: digna, limpia y honorable como mi madre, y no sucia, libertina y sórdida como las prostitutas romanas —respondió el chófer mientras giraba a toda velocidad por las estrechas calles abriéndose paso a golpe de bocina.

La residencia de San Girolamo era un edificio anexo a la iglesia de San Rocco. August divisó en la puerta principal una placa de lustroso bronce que indicaba: Comité de Refugiados Croatas en Roma. El joven seminarista tocó el timbre y esperó. Al girarse para admirar la parte trasera del Palacio Borghese, observó a un hombre situado en una esquina que parecía vigilarle.

De repente, oyó a sus espaldas el sonido de la gran puerta, que se abría tras él. Un religioso vestido con una larga sotana que hablaba un pésimo italiano lo invitó a entrar.

—¿Señor Lienart?

—Sí, soy yo.

—Necesito que levante las manos. Va a ser registrado por nuestros servicios de seguridad.

August levantó las manos y las apoyó en una pared mientras dos hombres salidos de la nada y armados con pistolas comenzaron a cachearlo desde las axilas a los tobillos.

—Está limpio —afirmó uno de ellos.

—Acompáñeme, por favor —invitó el religioso que le había abierto la puerta.

Los dos hombres ascendieron por una amplia escalinata hasta alcanzar la segunda planta del edificio. Al final del pasillo se encontraba una gran sala forrada de estanterías en las que se alineaban incunables etiquetados en el lomo, con un número escrito a plumilla. Una larga mesa en mitad de la estancia, cubierta de papeles y con un crucifijo de plata, presidía el gran salón.

—Por favor, por favor, señor Lienart —dijo una voz tras August—. Es un placer tenerle entre nosotros.

—¿Suelen cachear a sus huéspedes?

—Entiéndanos, joven Lienart, es una medida de seguridad para los tiempos que corren —se disculpó Draganovic.

—Haga el favor de no llamarme joven. Mi nombre es Lienart, August Lienart.

—De acuerdo, señor Lienart. Discúlpeme, pero a veces la juventud no es un tiempo de la vida, es un estado del espíritu.

—Sí, padre Draganovic, pero alguien dijo que la juventud es la edad de los sacrificios desinteresados, de la ausencia de egoísmo, de los excesos superfluos. Tal vez espere llegar a su edad para vivir lo contrario —respondió August.

—Ahora me toca preguntarle: ¿qué le ha traído hasta nosotros? —interrumpió el religioso.

—Su organización.

—¿Mi organización? ¿San Girolamo?

—No. El Pasillo Vaticano.

—¿A qué se refiere? —preguntó incómodo Draganovic.

—Sabe a qué me refiero y no deseo perder tiempo. El tiempo es un gran maestro que arregla muchas cosas y su organización del Pasillo Vaticano está interfiriendo en las operaciones de Odessa.

—¿En qué puede estar interfiriendo una organización religiosa tan humilde como la nuestra ante una poderosa organización como Odessa? —protestó el religioso croata.

—Nuestros agentes se han encontrado con agentes croatas del Pasillo Vaticano en varias operaciones de fuga y eso no podemos permitirlo —dijo Lienart fríamente.

—¿Quién no puede permitirlo? ¿A quién representa usted? ¿Quién cree que es usted para venir a mi casa a hablarme así?

—Tranquilícese. Estar alerta, he ahí la vida; yacer en la tranquilidad, he ahí la muerte. Represento a una organización muy poderosa y con oídos en todas partes. Su brazo puede llegar a cualquier lugar donde uno se esconda. Yo no necesito armas, querido padre… —dijo Lienart—. Después del poder, nada hay tan excelso como saber tener dominio de su uso, y eso es lo que sabe hacer Odessa.

—Pero yo he trabajado duramente para mantener esa ruta abierta y libre de ojos indiscretos. Ustedes pretenden ahora que les traspase mi organización y mis rutas. Eso podría poner en peligro todo mi entramado si el contraespionaje estadounidense descubre las rutas. Además, el que confía sus secretos a otro hombre se hace esclavo de él.

—Pues entonces no queda más remedio que mantenerlo en absoluto secreto. El silencio es el único amigo que jamás traiciona. ¿No le parece, padre Draganovic? —preguntó el joven seminarista.

—Sí, estoy de acuerdo, pero no olvide, señor Lienart, que cuesta más responder con gracia y mansedumbre que callar con desprecio. El silencio es a veces una mala respuesta, una respuesta amarguísima —respondió el religioso croata sabiendo que aquel joven de orgulloso carácter acababa de quitarle de entre las manos una de las organizaciones de evasión mejor establecidas desde hacía años.

Tras reponerse del golpe recibido, el máximo dirigente del Comité de Refugiados Croatas en Roma se volvió hacia su visitante.

—Me imagino que ya habrá informado usted a la Santa Sede de esta nueva decisión —señaló.

—Padre Draganovic, déjeme decirle que existen tres clases de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe y saber lo que no debiera saberse. No se preocupe, yo mismo me encargaré de informar a monseñor Montini y a monseñor Tardini de nuestro acuerdo. Estoy seguro de que les alegrará esta decisión. Usted puede informar al obispo Hudal.

—¿Y qué debo decirle?

Puede decirle que Odessa ha pagado por estas rutas, y que ha pagado muy bien, no sólo al Vaticano, sino también a su organización del colegio de Santa María dell'Anima. Disponen de cuarenta y cinco kilos de oro depositados en lingotes en las cámaras acorazadas del Banco Nacional de Suiza. Ese oro debería bastarles como pago por sus rutas. De cualquier forma, nuestros objetivos son los mismos —apuntó Lienart.

—De acuerdo, señor Lienart… Informaré al arzobispo Hudal de esta decisión. Sólo espero que la Santa Sede sepa este cambio de rumbo.

—No se preocupe. Como ya le he dicho, esa tarea quedará en mis manos —dijo Lienart mientras sacaba del bolsillo la lista de protegidos que le había entregado su padre—. Quiero que mire esta lista y que me diga si sus agentes han detectado alguno de estos nombres.

El padre Draganovic cogió la lista y se colocó unas pequeñas gafas metálicas.

—Ajá, ajá, ajá… —iba diciendo entre dientes a medida que leía los nombres de los nazis que había que evacuar: Mengele, Eichmann, Schumann, Veckler, Derig, Stangl…

—¿Y bien? —preguntó Lienart.

—Le confirmo que tenemos a muchos de estos hombres identificados y localizados para ser evacuados a través del Pasillo Vaticano. Incluso algunos de ellos —indicó Draganovic— están ahora mismo en este edificio bajo nuestra protección. Al menos, cuatro de ellos.

Lienart no pudo evitar una expresión de sorpresa ante la afirmación de Draganovic.

—¿Está seguro?

—Tan seguro como que estamos usted y yo aquí ahora mismo —respondió el religioso—. Si me acompaña, se los presentaré.

Los dos hombres ascendieron por una escalera interior hasta la planta superior. Para acceder al pasillo principal, se debía atravesar un gran salón en donde se encontraban varios hombres armados con ropas civiles. La mayor parte eran jóvenes que procedían de las milicias nacionalistas ustachas.

Al llegar a una de las puertas que flanqueaban el largo pasillo, Draganovic golpeó levemente en ella.

—Adelante, adelante… —indicó una voz al otro lado.

—Perdone la interrupción, Poglavnik…

El religioso se refería al dictador croata con el apodo que éste utilizaba en el Estado Independiente de Croacia y que era un sinónimo de Führer o líder.

—Pase, pase, padre Draganovic.

El hombre que se escondía en aquella habitación era Ante Pavelic.

—Le presento al excelentísimo y honorable Poglavnik de Croacia, Ante Pavelic —dijo Draganovic.

Lienart se adelantó y estrechó la mano del criminal de guerra.

—¿Quién es este joven? —preguntó Pavelic al religioso.

—Soy su pasaporte hacia la libertad —respondió Lienart.

—Este joven es el enviado de Odessa, Poglavnik —intervino Draganovic—¿Y bien? —preguntó Pavelic—. ¿Cómo pretenden sacarme de aquí sin que me detecten los ingleses o los americanos?

—Aún no lo sabemos. Antes debíamos localizarlo, y mi sorpresa ha sido mayúscula cuando el padre Draganovic me ha indicado que estaba usted aquí. Por ahora las rutas están muy vigiladas. Es mejor que se quede aquí escondido hasta que se lo indiquemos.

—¿Quién me lo va a indicar? —preguntó.

—Odessa, señor Pavelic. Si hace usted caso de nuestras instrucciones, podrá salir sano y salvo de Europa. Si no nos hace caso, lo más seguro es que los Aliados lo detengan y lo entreguen a ese Tito, que se ocupará de que acabe usted colgado en una horca —respondió Lienart.

—En ese caso, prefiero esperar aquí.

Los dos hombres salieron de la habitación y se dirigieron a otra puerta. Un número 8 colgaba en ella. Se encontraba al fondo del pasillo, junto a un gran ventanal con vistas a la iglesia de San Rocco. Tras tocar la puerta con los nudillos, Draganovic entró en la habitación. El hombre que se encontraba allí se puso firme y juntó sonoramente los tacones de sus zapatos.

—Señor Lienart, le presento al doctor Boris Derig.

Lienart saludó al médico, aunque evitó estrecharle la mano.

—Soy el doctor Derig —dijo.

—Sé muy bien quién es usted. Ya he sido informado por Odessa —respondió Lienart.

Derig, nacido en una aldea polaca en 1903, había estudiado medicina, en Alemania, especializándose en obstetricia y cirugía. En agosto de 1940 había llegado al campo de concentración de Auschwitz como capitán de la sección científica de las SS. Poco a poco, comenzó a labrarse buena fama de cirujano. Había participado en el verano de 1943 en el traslado desde Auschwitz de ciento treinta personas que serían gaseadas. Ochenta y seis de esos cuerpos se utilizaron para crear una particular colección de esqueletos que quedó expuesta en el anatómico de la Universidad de Estrasburgo para su estudio. Gracias a su habilidad con el bisturí, había conseguido un permiso especial del doctor Ernst Robert Grawitz, oficial médico jefe de las SS, para realizar ovariotomías a mujeres. Había realizado casi diecisiete mil experimentos con prisioneras de edades comprendidas entre los seis y los cincuenta años.

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