Authors: Eric Frattini
Linge le puso los dedos en el cuello para comprobar que así era. Después, levantaron el cadáver del suelo y lo depositaron en el sofá, como si estuviera dormida. Ahora le tocaba a Beisel. Los tres hombres regresaron a la habitación de Bormann.
—Herr Bormann, la señorita Kauffman está ya instalada.
—Perfecto. Acompañen al señor Beisel hasta las habitaciones del Führer para que pueda instalarse él también.
Beisel se levantó del sofá en el que estaba recostado y siguió a Högl a través de los estrechos pasillos. Detrás de él iban Linge, Misch y Kempka.
Al llegar al saloncito del Führer, Linge desenfundó su Walther calibre 7.65 milímetros, apoyó el arma en la sien de Beisel y disparó. El antiguo miembro de la SA cayó al suelo como si de un muñeco sin forma se tratase. Los cuatro hombres de las SS levantaron el cadáver y lo sentaron en el sofá pequeño, que estaba junto al más largo, donde ahora se encontraba el cuerpo de Katherina Kauffman. Antes de salir, Linge arrojó la pistola al suelo y colocó una cápsula de acido prúsico en la boca de Beisel. Después, le golpeó levemente en la mandíbula para romper la cápsula y dejó escapar el veneno.
Seguidamente, Linge avisó al mayor de las SS Otto Günsche, ayudante personal de Hitler.
—Otto, ya está. El Führer y su esposa se han quitado la vida.
Günsche corrió hacia el pequeño salón y descubrió los cadáveres de Hitler y Eva Braun. La señora Hitler, recostada en el sofá, tenía las piernas encogidas y los labios, con un tono azulado, apretados. El Führer estaba sentado en el sofá de tela floreada, con los ojos aún abiertos, como si la muerte le hubiera llegado por sorpresa, el cuerpo desplomado hacia atrás y la cabeza algo inclinada hacia delante. De la sien perforada salía un hilo de sangre que corría por su mejilla. Una pistola Walther estaba en el suelo rodeada de un charco de sangre.
—Doy parte: el Führer ha muerto —sentenció Günsche tras realizar el saludo militar.
Linge y Högl envolvieron el cadáver del Führer en una manta, con la ayuda de Kempka y del capitán de la Luftwaffe Baur. Los cuatro hombres cargaron con el cadáver hasta la superficie seguidos por Bormann, que llevaba en brazos el cuerpo de Eva Braun.
En el exterior, los disparos eran tan cercanos que les obligaron a permanecer a cubierto mientras caía sobre ellos una lluvia de cascotes y trozos de muro.
—Adelante —ordenó Högl mientras cargaba con el cuerpo del Führer, seguido por Günsche, que había cogido el de Eva Braun.
Los dos hombres colocaron los cadáveres en el cráter ocasionado por un proyectil ruso de gran calibre mientras Kempka y Baur comenzaban a llenar el agujero con casi diez bidones de gasolina. Högl intentaba arrojar astillas encendidas, que, sin embargo, se apagaban por el fuerte viento reinante. Linge cogió un taco de papel y lo enrolló hasta formar una antorcha. En un momento en el que cesaron los disparos, tomó impulso y lo arrojó en el cráter. De repente, sonó un fuerte estallido, seguido por una gran llamarada. Los presentes realizaron el saludo nazi mientras la hoguera lanzaba enormes humaredas negras. Högl observó cómo los cuerpos se encogían por el calor hasta quedar totalmente negros y retorcidos.
Mientras los SS regresaban a salvo al búnker, Bormann observó, antes de cerrar la pesada puerta, cómo aquel cráter hacía desaparecer cualquier rastro de la llamada operación Götterdämmerung. Aquel humo negro que se perdía en el cielo de una Berlín ya cadáver sería el único rastro del Ocaso de los Dioses. En pocos días, Bormann intentaría seguir el mismo camino gracias a los poderosos tentáculos de Odessa.
Tønder, Dinamarca
La ciudad danesa, situada al sur de la Península de Jutlandia y al norte de la frontera con Alemania, permanecía como un paraíso en una Dinamarca aún ocupada por la Wehrmacht. La población se había visto reducida a causa de la guerra.
August Lienart había conseguido alcanzar Tønder tras un largo viaje que le había llevado por Italia, Suiza, Alemania, Bélgica, Holanda y nuevamente Alemania para cruzar a territorio danés. El largo trayecto por una Europa devastada le había agotado por completo.
El primer día consiguió alojamiento junto a Ulrich Müller en la casa de un hombre llamado Dagmar Jørgensen, un colaboracionista que había servido tiempo atrás en las filas de la Waffen-SS en el frente ruso. Allí, Jørgensen había conocido a Müller. Su casa, pintada de verde, se encontraba muy cerca de la plaza del mercado.
—Buenos días, camaradas —saludó.
—Buenos días, camarada —respondió Müller—. Te presentó a Herr Lienart.
—Mucho gusto. Es un honor conocerle —dijo el danés mientras estrechaba la mano del seminarista—. Aquí estarán a salvo. No les molestará nadie. He preparado algo de comer.
Jørgensen parecía el típico pescador de la zona. Pelirrojo, con una larga barba, vestido con un roído abrigo de marinero y tocado con una gorra de la marina mercante danesa, sus manos ásperas y cortadas demostraban su largo paso por los barcos de la flota bacaladera. Dejó a solas a Lienart y a Müller.
—¿Debemos esperar aquí la llegada de Creutz? —preguntó Müller a Lienart.
—Sí. Él trae las instrucciones de la misión que nos ha encomendado Odessa.
—No me gusta ese Creutz.
—A mí tampoco, pero no nos queda más remedio que trabajar con él. Así lo ha ordenado mi padre —advirtió Lienart.
—Lo conocí en Ucrania cuando estaba destinado en el Einsatzgruppe C. Creo recordar que fue en octubre de 1941. Le gustaba demasiado violar a niñas antes de degollarlas.
—Tengo entendido que a usted le gustaba dispararles con un rifle…
—Es mejor morir rápidamente de una bala que ser violada y después degollada —señaló Müller mirando fríamente a Lienart a los ojos.
—La violencia es siempre un acto de debilidad y, generalmente, la llevan a cabo quienes se sienten perdidos. Usted, Müller, que ha ejecutado tantos actos de violencia, debería saberlo.
Un pequeño golpe en la puerta hizo que Lienart y Müller cambiasen de tema.
—La comida está en la mesa —anunció el danés.
A Lienart le llamó la atención una fotografía del rey Christian X presidiendo el pequeño comedor.
—¿Por qué le sorprende? —preguntó Jørgensen.
—Tal vez porque usted es colaboracionista —respondió Lienart.
—Sí, y en cierto sentido, el rey también lo fue.
—Pero él defendió a los judíos daneses. Salió a pasear con la estrella de David amarilla cosida en su uniforme, ¿no es así?
En ese momento el colaboracionista soltó una sonora carcajada.
—Ésas son leyendas para niños. Al rey y a los suyos les interesaba extender ese tipo de leyendas para no tener que dar explicaciones a los Aliados cuando acabara esta guerra. Esa historia es difícil de creer.
—¿Por qué? ¿No es cierta?
—Sólo le digo que es difícil de creer, principalmente porque jamás se usó ese símbolo de la estrella amarilla judía en suelo danés. La posición del rey con respecto al uso de la estrella amarilla se trató en una conversación con el primer ministro Buhl. Cuando el rey le indicó que si la administración alemana imponía el uso de la estrella de David a los judíos, dijo que tal vez todos los daneses deberían usarla. Maldita sea, yo no soy judío y, por lo tanto, me hubiera negado siempre a llevarla.
—¿Por qué dice que el rey debería dar explicaciones a los Aliados? —preguntó Müller a su antiguo compañero de armas mientras se preparaba una rebanada de pan untada con mantequilla sobre la que colocó queso, verduras y algunos arenques.
—Desde el 9 de abril de 1940, cuando Alemania cruzó la frontera, el Führer respetó la autonomía danesa permitiendo el funcionamiento del Parlamento y manteniendo a nuestro rey en el trono. Sólo esos malditos resistentes con sus sabotajes provocaron una fuerte reacción del Reich contra nuestro país. Ahora que la guerra está perdida, puede que los Aliados no vean con tan buenos ojos el tibio papel jugado por Dinamarca.
—Müller me ha contado que sirvió usted en la Waffen-SS —dijo Lienart.
—Sí. Me alisté en 1941, en el Regimiento Nordland, formaba parte de la División Wiking. Un año después, los miembros de la Freikorps Danmark fuimos transferidos al 24° Regimiento de Granaderos Panzer SS.
—¿Sirvió siempre en el frente ruso?
—Sí. Hasta que me hirieron y fui retirado del servicio.
Los tres hombres permanecieron en absoluto silencio el resto del almuerzo.
—¿Sabe usted dónde está la Vestre Omfartsvej? —preguntó Lienart.
—Sí. Está al oeste de la ciudad —respondió Jørgensen—. Allí hay una pista de aterrizaje. Antes de la guerra era utilizada por aviones civiles, pero desde la ocupación alemana es una base de la Luftwaffe.
—Debemos esperar allí a un contacto que tiene que llegar a Tønder esta misma noche con instrucciones precisas.
—Les acompañaré si lo desean.
—Sí, muchas gracias, camarada —respondió Müller.
Horas después, al caer la noche, los tres hombres salieron de la casa y se dirigieron hacia el oeste por la Viddingherredsgade hasta llegar a Dyrhusvej. Un control alemán detuvo el coche.
—Déjenme hablar a mí —advirtió Jørgensen.
El soldado alemán asomó la cabeza por el pequeño vehículo iluminando el interior con una linterna. A continuación, pidió las documentaciones a los ocupantes.
—Papeles —dijo.
—Aquí los tiene —dijo el danés mostrando su identificación del Grupo de Voluntarios SS Dinamarca, con la doble S rúnica en la portada del documento.
—¿A dónde van? —preguntó el soldado alemán.
—Tenemos un encuentro con un oficial de las SS que llega desde Suiza en un vuelo especial.
—Pueden pasar —dijo mientras retiraba la barrera de alambre que había delante del vehículo.
Minutos después, un pequeño avión tomaba tierra en la pista y se dirigía hasta el edificio principal. Tras detenerse, un hombre abrió la portezuela y saltó a la pista. Inmediatamente después, el pequeño avión volvió a la cabeza de pista y despegó nuevamente para perderse de vista en dirección sur. El recién llegado, vestido con una larga gabardina y un sombrero calado hasta las cejas, se dirigió hacia los tres hombres.
—Buenas noches. Soy Rudolf Creutz, miembro del Einsatzgruppe C.
—Buenas noches. Soy August Lienart. El es Dagmar Jørgensen, miembro de los Freikorps Danmark. Al sargento Ulrich Müller, de la Kameradschaftshilfe, ya lo conoce.
—Traigo instrucciones para usted de parte de su padre, Herr Lienart.
—Vayámonos de aquí. Es mejor que volvamos a mi casa —recomendó Jørgensen.
Los cuatro hombres subieron al vehículo y regresaron a la casa del danés. Lienart observaba a aquel hombre miembro de las unidades de asesinatos de las SS en Ucrania que se había hecho un experto en la localización, interrogatorio y ejecución de comisarios políticos y miembros del NKVD, el servicio secreto de Stalin, entre los prisioneros de guerra soviéticos. Se decía que Creutz había llegado a ejecutar a más de trescientos comisarios políticos con un disparo en la nuca.
Al entrar en la casa, el SS pidió una copa a Jørgensen.
—Sólo tengo licor danés. Lo fabrico yo mismo aquí abajo, en el sótano.
El danés llenó la copa de Creutz.
—Tengo una carta para usted, Herr Lienart. Me la ha entregado su padre. Son instrucciones precisas que debe cumplir. Mis órdenes son entregarle el sobre y regresar a Suiza —dijo el SS después de vaciar el vaso de un solo trago—. No es recomendable que alguien como yo esté viajando por Europa en estos momentos.
Creutz entregó el sobre a August, que reconoció la letra de su padre en él.
Mientras leía la carta, a Lienart se le fue cambiando la expresión del rostro.
—¿Qué ocurre? ¿Malas noticias? —preguntó Müller.
—Operación Ocaso de los Dioses. Debemos asegurarnos de que finalice sin contratiempos —respondió Lienart—. Nos hemos convertido en pieza clave de una de las más importantes operaciones de Odessa. Es importante que hoy estemos a medianoche en la pista de aterrizaje de Dyrhusvej. Debemos esperar allí la llegada de un avión procedente de Berlín —anunció.
No lejos de allí, escondidos en un granero, John Cummuta y Nolan Chills, los dos agentes de la OSS enviados por Daniel Chisholm, vigilaban los movimientos de Lienart desde su llegada a Dinamarca.
—¿Quién crees que puede ser ese tipo de la gabardina que ha llegado con ellos? —preguntó Chills mientras daba un largo trago de whisky de una petaca metálica.
—No lo sé, pero en cuanto podamos, intentaremos hacernos con ese danés. Tal vez él tenga más información sobre lo que hacen ese Lienart y ese tipo rubio aquí en mitad de la nada, en pleno páramo danés —respondió Cummuta.
—¿Cómo quieres que lo hagamos?
—Vigilaremos la casa de ese tipo. En cuanto veamos que el terreno está libre, entramos en ella y cogemos al danés y al resto. Yo me ocuparé de hacer que hablen. Déjamelo a mí. No me importaría verme a solas con ese seminarista francés hasta que cante por qué está aquí.
—¿Crees que espera a alguien importante? —preguntó Chills.
—Ya veremos qué hacen. De momento, sólo podemos esperar.
Los dos hombres se sentaron sobre un fardo de paja mientras observaban a través de unos binoculares las ventanas iluminadas de la casa de Jørgensen.
En la casa, Müller se acercó a Lienart para despertarlo. Era cerca de la medianoche.
—Es la hora —anunció.
Lienart miró su reloj y despertó a Creutz.
—Ya es la hora, Creutz. Usted y Jørgensen permanecerán aquí por si surgen problemas. Müller y yo iremos al aeródromo de Dyrhusvej —dijo Lienart.
Inmediatamente después, los dos hombres salieron de la casa y subieron al vehículo de Jørgensen para dirigirse al aeródromo.
Durante unas horas, Lienart y Müller esperaron en la cabeza de pista la llegada de algún aparato, pero no llegaba ninguno. Cuando Lienart se dio ya por vencido y regresaba hacia el vehículo, Müller le detuvo.
—Un momento. Creo que estoy oyendo algo.
Lienart intentó concentrar su oído en el ruido de un avión que se acercaba hacia su posición.
—Es el sonido del motor de un avión —dijo Müller.
De repente, apareció como de la nada un Arado Ar 34 casi rozando sus cabezas. Al tocar tierra, las ruedas levantaron una nube de polvo rojo que se hizo más densa a medida que el avión comenzaba a rodar hacia el pequeño edificio, que se encontraba a un lado de la pista, protegido por dos antiaéreos de la Luftwaffe. Cuando el avión se detuvo, Lienart y Müller se acercaron hacia la portezuela.