El Oro de Mefisto (46 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—¿Y qué pasa si Munroe no desea abandonar su puesto? ¿Y si decide informar a Su Santidad sobre nuestros planes? —preguntó Bibbiena.

—Su eminencia el cardenal Claudius Munroe es un hombre mayor y, sin duda, la enfermedad es algo a lo que podemos acostumbrarnos. La muerte, en cambio, es el remedio a todos los males; pero no debemos echar mano de ella hasta última hora. Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que realmente acontece —aseguró Tardini.

—¿A qué debo esperar? —preguntó Bibbiena.

—Tal vez si conseguimos que su eminencia el cardenal Munroe acepte el cargo, se allanaría su camino para ascender al puesto de prefecto de la Entidad, padre Bibbiena.

—No creo que Munroe acepte recomendarme a Su Santidad para sustituirle. Yo soy la sangre nueva que debe llegar y que debe correr por la venas de la nueva Iglesia, y él es la sangre rancia, avinagrada y vieja que ha de coagularse como una costra y desaparecer.

Los tres hombres permanecieron en absoluto silencio ante lo que allí se había hablado y establecido. Nuevamente, monseñor Tardini fue quien rompió el incómodo silencio.

—¿Tienen alguna fotografía de ese joven?

Monseñor Tardini quería refrescarse la memoria.

—Sí, monseñor. Aquí tiene una —respondió Bibbiena mientras alargaba su mano para entregar al subsecretario de Estado una fotografía en blanco y negro de August Lienart.

En la imagen podía verse a un joven alto y elegante, vestido con alzacuellos, con oscuros ojos inquisitivos, los labios ligeramente fruncidos, una expresión premonitoria, orgullosa, melancólica, incluso acosada y dolorida. Sin duda, en ese rostro podían ya observarse los primeros signos de la maldad egoísta, de la ambición personal a sangre fría, de una profunda perturbación emocional en embrión, el mal casi supremo. Un escalofrío recorrió el cuerpo de monseñor Tardini.

Altaussee

La pequeña ciudad alpina de Altaussee se encontraba en pleno corazón de Austria. Los vientos helados que llegaban desde el norte habían comenzado a cubrir de nieve y pintado de blanco las altas cumbres que rodeaban el valle. Había pasado casi un año y medio desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero la presencia de tropas estadounidenses en la región no había disminuido, algo que molestaba a los más de mil ochocientos habitantes que vivían en la región.

Las antiguas estaciones de esquí, calificadas como las mejores del mundo antes del conflicto, eran hoy zonas abandonadas. Los chalés alpinos con decoraciones multicolores en sus fachadas aparecían cubiertos de escombros y tenían los techos hundidos. La nieve había entrado en su interior. Entre sus bosques milenarios, cascadas de aguas limpias e inmensos prados verdes se escondían cientos de líderes nazis huidos, y la división de contrainteligencia aliada lo sabía.

—¡Eh, usted…! Acérquese aquí —gritó un tipo con marcado acento del Medio Oeste.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Ulrich Müller.

—Usted no tiene nada que preguntar. Aquí, el que hace las preguntas soy yo, nazi de mierda —dijo el suboficial americano.

El compañero del militar lo intentó tranquilizar.

—Déjale. Déjale que se marche. No ha hecho nada…

—Que se joda este nazi de mierda —espetó el suboficial—. Ven aquí. Acércate.

Müller comenzó a ascender la empinada cuesta hacia el todoterreno de la policía militar estadounidense.

—Señor, yo no he hecho nada —dijo.

—Enséñame tus papeles, nazi de mierda.

—Yo, no nazi —respondió Müller con mal acento inglés.

—¿Tú, no nazi? Hijo de puta…

El suboficial descargó un fuerte puñetazo en la boca del estómago de Müller, dejándolo sin respiración y doblado por el dolor. El compañero del militar le sujetó por el brazo para evitar que volviese a golpear al enviado de Odessa.

—Vamos, levántate ahora mismo y entrégame tu documentación —exigió el sargento.

Müller permanecía aún con las rodillas en el suelo, apretándose el estómago.

—Yo, no nazi. Yo, no nazi, señor —repetía una y otra vez.

—Entrégame tus papeles —pidió nuevamente el suboficial estadounidense con el puño levantado.

—Vamos, amigo, te ayudaré a levantarte —dijo el segundo militar.

Müller, ya incorporado, intentó alcanzar su bastón, pero el sargento había colocado el pie sobre éste para impedirlo. El asesino de Odessa comenzó a sacar papeles de uno de sus bolsillos, pero el sargento volvió nuevamente a golpearle, esta vez en la cara, haciéndole caer de bruces.

—Déjalo ya. No ha hecho nada —gritó el compañero del sargento—. Podemos vernos en un serio aprieto si nos denuncia.

—Esa basura nazi no tendrá tanto valor para denunciarnos —respondió.

La discusión entre los dos militares les impidió ver cómo Müller había sacado de su pequeña mochila una daga de las SS. Con un rápido movimiento, consiguió clavársela bajo el mentón al sargento, atravesándole la lengua y llegando hasta el cerebro. Un movimiento de muñeca hizo girar la daga en el cráneo del militar, que cayó al suelo como si fuera un muñeco de trapo. Sacó rápidamente la daga y se lanzó al ataque del segundo militar, que intentaba extraer su arma de la pistolera. Müller avanzó tambaleándose hacia él con la daga ensangrentada. Con un rápido movimiento, alcanzó la garganta del soldado, que cayó de rodillas. Müller observó los ojos vidriosos del militar. Sabía que le quedaban pocos segundos de vida.

Müller levantó los dos cadáveres y los metió dentro del todoterreno. Se situó al volante y condujo hasta el desfiladero de Lichtersberg. Detuvo el vehículo a pocos metros del precipicio, colocó el cuerpo del sargento al volante y dejó el todoterreno en punto muerto. Con gran esfuerzo, comenzó a empujarlo hasta que las ruedas delanteras quedaron durante unos segundos en el vacío. El vehículo, con los dos cadáveres, comenzó a despeñarse hacia la profundidad del valle. Antes de alejarse, vio que el cuerpo del sargento había saltado fuera del vehículo a causa del violento impacto, quedando colgado de uno de los árboles que cubrían la ladera. Müller escupió al aire y se alejó del precipicio.

El enviado de Odessa supo desde el mismo momento en el que había matado al primer militar que la cuenta atrás había dado comienzo. La unidad de contrainteligencia militar no iba a cerrar ese caso tan fácilmente cuando comprobasen que los dos militares no habían muerto en un simple accidente de tráfico. Müller miró su reloj.

Aún tenía muchos kilómetros que recorrer hasta el monasterio que albergaba la comunidad de San Rafael.

Horas después, cuando la noche había caído ya sobre el valle, el enviado de Lienart divisó a lo lejos las luces de las cuatro cúpulas del monasterio del siglo XIII. El edificio había sufrido los efectos de varias guerras e incendios y se había reconstruido en el siglo XVIII. En el interior se custodiaban dos valiosas rejas de hierro forjado de la misma época. Los edificios monásticos, agrupados en tres amplios patios, también habían sufrido varias reformas.

Müller llegó hasta la puerta y tiró de una cadena de hierro que finalizaba en el badajo de una campana. Esperó pacientemente antes de volver a llamar. En unos minutos, oyó una voz que protestaba al otro lado de la maciza puerta.

—Ya va… Ya va… —dijo la voz.

Segundos después se abrió una pequeña trampilla en la puerta que dejó ver unos ojos azules surcados de profundas arrugas.

—¿Quién llama a estas horas a la puerta de nuestra comunidad?

—Soy un amigo.

—Eso no es suficiente para poder acceder a nuestro monasterio a estas horas —respondió la voz.

—Vengo a trasladar hasta Roma a tres amigos que permanecen entre sus muros.

Müller escuchó cómo se descorrían cuatro grandes cerrojos.

—Buenas noches, soy el hermano Koontz. Sígame por aquí —ordenó el monje.

El enviado de Odessa siguió de cerca al religioso sin pronunciar palabra alguna hasta alcanzar el edificio principal. Allí, dos monjes más jóvenes le indicaron que depositase su mochila sobre la mesa. Uno de ellos la abrió y comenzó a registrarla.

—Se la devolveremos —dijo el religioso mostrando la daga con la que había matado horas antes a los dos militares estadounidenses—. Ahora, sígame.

El hermano Koontz y Müller comenzaron a subir por una gran escalera y llegaron hasta las celdas en las que residían los monjes.

—Espere un momento —indicó el religioso—. Les diré a nuestros invitados que está usted aquí.

Müller se sentía seguro entre aquellos muros, pero sabía que, si esperaba demasiado, el cerco sobre él comenzaría a cerrarse. A esa hora, las patrullas aliadas habrían descubierto ya los cuerpos sin vida de los dos militares. Confiaba en que no se pudieran conocer las causas de su muerte a no ser que fueran trasladados a una buena unidad forense.

—¿Señor Müller? —dijo una voz a su espalda—. Soy el capitán de las SS Josef Mengele.

—Buenas noches, capitán Mengele. Soy el sargento Ulrich Müller, enviado de Odessa. A partir de ahora se pondrá usted en mis manos si quiere permanecer vivo. ¿Me ha entendido?

—Absolutamente.

—Era usted el jefe médico en Auschwitz, ¿no es así? —preguntó Müller.

—No. Yo era el oficial médico en el campo de Birkenau. El oficial jefe médico en Auschwitz era Eduard Wirths. Las órdenes las recibía directamente de él, como médico jefe de Auschwitz-Birkenau —respondió Mengele.

—¿Cómo ha conseguido llegar hasta aquí?

—No ha sido fácil. Abandoné el campo de Auschwitz el 17 de enero de 1945 y me dirigí al campo de concentración de Gross-Rosen, pero cuando llegué, descubrí que había sido clausurado un año antes. El 8 de mayo mi unidad se encontraba en las montañas Erzegebirge en Sajonia, a unos treinta kilómetros de Saaz. Curiosamente, esa área no había sido ocupada aún ni por los comunistas ni por los americanos. Al final, cuando llegaron los americanos, encontraron a cerca de quince mil soldados alemanes sentados en los prados y totalmente desarmados. Conseguí un uniforme de la infantería y me dirigí hacia el oeste alejándome del avance ruso. En mitad del camino fui detenido y recluido en un campo de prisioneros. Finalmente, fui puesto en libertad porque esos estúpidos no descubrieron mi verdadera identidad.

—¿En qué campo fue recluido tras su nueva detención? —preguntó Müller.

—En Schauenstein, a unos ciento veinte kilómetros al norte de Núremberg. Esos imbéciles americanos se equivocaron en el campo de prisioneros y me registraron como Josef Memling.

—¿Cómo consiguió escapar?

—No me escapé —dijo Mengele sonriendo—. Fui liberado justo una semana después. Los americanos y los ingleses tenían interés tan sólo en todos aquellos sospechosos de pertenecer a las SS. Nos hacían desfilar con el brazo levantado, y los que tenían una cicatriz o el grupo sanguíneo eran separados del grupo para pasar un duro interrogatorio. Como yo no tengo tatuado mi grupo sanguíneo, perdieron su interés por mí. No les interesaban los soldados, sólo los SS.

—¿Cuál fue su siguiente paso? —preguntó Müller.

—Me escondí en casa de un granjero en Donauwörth, cerca de mi casa de Günzburg. Cuando las cosas volvieron a ponerse difíciles, decidí abandonar la granja y fui a Múnich. Era más difícil que me buscasen en una gran ciudad. Nadie se esperaría que estuviese allí escondido. En Múnich encontré refugio en casa de un antiguo compañero de colegio. Miller es su nombre. Después, fui a Mangolding, en donde estuve trabajando en una granja propiedad de Georg y Maria Fischer. Eran unos buenos nazis. Y el Círculo Salzburgo hizo el resto. Conseguí contactar con ellos y me trajeron hasta aquí a la espera de una visita de Odessa.

—Pues esa visita soy yo, doctor Mengele. Ahora, vuelva a su habitación hasta que le vuelva a llamar.

—¿Cuál será el siguiente paso, si puedo preguntarlo? —dijo el Ángel de la Muerte.

—Mis órdenes son trasladarlo sano y salvo a Roma y, tras conseguirle papeles falsos y otra identidad, tratar de evacuarlo a Sudamérica. Tal vez a Argentina o Paraguay.

—¿Cuándo saldremos para Roma?

—Esta misma noche. Esté preparado —ordenó Müller.

El siguiente en entrar fue el capitán de las SS Franz Stangl, de treinta y siete años y austríaco, comandante de los campos de concentración de Sobibor y Treblinka, donde había acabado con la vida de 2.284.000 judíos polacos. Treblinka había sido una de las respuestas al «problema judío», y Stangl, una herramienta dentro de la gran maquinaria de asesinatos a escala industrial. Era un hombre alto, bien parecido y con un claro acento alemán de Baviera. Aún seguía manteniendo la pose orgullosa que todo comandante de campo tenía.

—Siéntese —ordenó Müller.

—Ningún sargento me dará órdenes. ¿Me ha entendido? —le advirtió señalándole con el dedo.

—Escúcheme usted bien a mí, capitán Stangl. Aunque yo sea un sargento simple y pueblerino, si no acata mis órdenes, tenga por seguro que le patearé el culo para que las asuma, y si no las acata, no tendré el más mínimo inconveniente en dejarlo aquí abandonado a su suerte hasta que los de la contrainteligencia aliada den con usted y le coloquen una soga alrededor del cuello, estoy seguro de que tendrán bastante interés en hacerle algunas preguntas sobre Sobibor y Treblinka —dijo Müller sin dejar de mirar a los ojos al hombre responsable del asesinato directo de miles de judíos y gitanos de Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, Holanda, Austria y Polonia.

Stangl permaneció en silencio, mirándole de forma desafiante.

—Me las arreglaré —dijo Stangl mientra se giraba para abandonar la sala.

—Créame, capitán Stangl. Puede usted haber tenido una racha de suerte, pero será difícil que la vuelva a tener. Cuando creemos estar en lo cierto, muchas veces lo único que sabemos es que casi siempre estamos definitivamente equivocados, y eso le ocurre a usted ahora. Si está dispuesto a arriesgarse ahí fuera, adelante. Inténtelo. Pero luego no recurra a Odessa en caso de que no le salga bien su aventura. No le abriremos la puerta. Lo abandonaremos a su suerte.

Stangl se mantuvo quieto, sujetando el pomo de la puerta, pero sin llegar a girarlo. Sabía que si lo hacía, Odessa lo abandonaría a su suerte. Aquel sargento tenía razón. Era más que probable que los Aliados estuviesen ya sobre su pista.

—De acuerdo…

—¿Cómo ha dicho? —inquirió Müller.

—De acuerdo… de acuerdo… Me pondré en sus manos y acataré sus órdenes —respondió Stangl de mala gana.

—Quiero que me responda a unas preguntas. Necesito saber si alguien más sabe que está usted aquí.

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