Authors: Eric Frattini
—Ya sabe, Herr Lienart, que la paciencia no es la mejor virtud de un SS. Para mí, es difícil, siendo tan sólo un antiguo sargento de las SS, hacerles entender a dos capitanes y a un teniente que se pongan bajo mis órdenes —protestó Müller.
—Pues no les quedará más remedio si no quieren acabar en la horca. Según la información que he recibido, estoy seguro de que serán objetivos prioritarios del Crowcass. Dígales que si caen en manos aliadas, la próxima vez que los veamos será colgados de una soga. De ellos depende únicamente cambiar esa situación. Quién no quiera asumir sus órdenes, será abandonado por Odessa. Hágaselo saber así a los tres —ordenó Lienart.
—Muy bien, Herr Lienart, así se lo haré saber. Saldré mañana por la mañana temprano para Altaussee. Se me ha informado desde Ginebra que mi contacto será un miembro del Círculo Salzburgo. Me ayudarán a trasladar a los tres a Roma.
—Perfecto, Müller. Buena suerte —le deseó Lienart.
Ciudad del Vaticano
Aquella mañana, Hugo Bibbiena permanecía en su despacho en las dependencias de la Entidad, el servicio de inteligencia papal, en el Palacio del Gobernatorio, a la espera de ser convocado por los subsecretarios de Estado vaticanos, Giovanni Battista Montini y Domenico Tardini. Desde hacía más de siete años había trabajado bajo el secreto manto de los servicios secretos en aquel conjunto de estructuras, levantadas en los años veinte, en la colina vaticana. Dentro de aquellos edificios se dirigía la administración de la Ciudad Estado del Vaticano. Aquel conjunto de bloques recibía el nombre clave de «maquinaria». Desde los enormes ventanales de su despacho se divisaban, en el sentido de las agujas del reloj, la entrada a la gruta de Lourdes, las murallas de León IV, el edificio de la sede de Radio Vaticano y el Jardín Botánico. A Bibbiena le gustaba aquella vista. Se había acostumbrado a ella y, desde que había asumido el cargo de jefe de operaciones en la Entidad, le gustaba perderse durante unas horas en los laberínticos jardines vaticanos.
Las duras acusaciones vertidas por el gobierno yugoslavo contra el Vaticano sobre la protección de criminales de guerra nazis inundaban los titulares de los periódicos aquella mañana. Para Montini y Tardini, el Pasillo Vaticano se estaba volviendo cada vez más estrecho e incómodo. El teléfono rompió el silencio en el despacho.
—¿Dígame?
—¿Padre Bibbiena? Soy sor Therese, de la Secretaría de Estado. Monseñores Montini y Tardini están esperándole en el Palacio Apostólico.
—Ahora mismo voy. Muchas gracias.
El espía papal salió del edificio y caminó a través de un pequeño jardín, dejando a su izquierda el Palacio de la Moneda. Seguidamente, atravesó el pórtico situado junto a la Capilla Sixtina y entró en los llamados Aposentos Borgia. Desde allí caminó por los Palacios Pontificios medievales y cruzó el Patio de San Dámaso para alcanzar el edificio de los Apartamentos Pontificios. En la segunda planta se encontraban las oficinas de la primera y segunda secciones de la Secretaría de Estado. La primera sección, llamada sección de Asuntos Generales, tenía la misión de ayudar al Papa filtrando todos aquellos asuntos de las Congregaciones Pontificias, dirigidas por cardenales. La segunda, llamada sección de Relaciones con los Estados, se encargaba de mantener las relaciones exteriores de la Santa Sede con otros países y organismos internacionales. De esta sección dependían los nuncios y las nunciaturas vaticanas en el extranjero.
Bibbiena entró en la sala de los secretarios. Una monja estaba ordenando varios documentos en carpetas de cuero rojo y negro para que se firmaran. Roja, para Montini, y negra, para Tardini.
—Buenos días, padre Bibbiena. Puede usted pasar. Monseñores Montini y Tardini están esperándole —indicó la religiosa señalándole una gran puerta de madera.
—Muchas gracias, sor Therese.
Montini estaba sentado mientras Tardini despachaba con un joven sacerdote funcionario de la Secretaría de Estado. Lo que más llamó la atención de Bibbiena fue la presencia del prefecto de la Entidad, el cardenal Claudius Munroe.
—Monseñores… eminencia… estoy a sus órdenes.
—Siéntese ahí y espere —pidió Tardini mientras rubricaba diversas páginas con el escudo de la tiara y las llaves de Pedro.
El agente de la Entidad permaneció en silencio observando varios ejemplares de periódicos apilados en la mesa que hablaban de las protestas yugoslavas sobre la ayuda vaticana a la fuga de criminales de guerra nazis. Munroe no apartaba la vista de su agente. El máximo responsable del espionaje y contraespionaje papal contaba con el apoyo y la aprobación del mismísimo Pío XII desde que éste había sido nuncio en Baviera y después en Berlín. Había sido en este último destino donde el futuro Papa había establecido una buena relación con Munroe.
—Buenos días, padre Bibbiena —saludó Montini sin mirar al recién llegado—. ¿Qué opina de los titulares?
—Perdone, monseñor, pero mi trabajo en la Entidad me ha enseñado a no opinar. Cuando entré en los servicios secretos papales, aprendí un lema: «Presta el oído a todos, y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás, pero reserva tu propia opinión» —respondió Bibbiena.
—Y yo he aprendido desde que formo parte de la curia que no hay que temer a los que tienen otra opinión, sino a aquellos que tienen otra opinión pero son demasiado cobardes para manifestarla —precisó Munroe.
—De acuerdo. Si quieren mi opinión, se la daré: las críticas yugoslavas son humo, y como humo quedarán. No creo que tengan ninguna prueba sobre el Pasillo Vaticano. Los yugoslavos están intentando lanzar sondas para esperar nuestra respuesta. El hombre juicioso sólo piensa en sus males cuando ello conduce a algo práctico. Yo les recomiendo, monseñores, que presten oídos sordos a esas acusaciones.
—¿Y qué pasa si descubren la implicación de la Santa Sede con San Girolamo? —preguntó Montini.
—En este momento, el Pasillo Vaticano está siendo liderado por Odessa y por ese joven seminarista francés, August Lienart… La participación del padre Draganovic en todo esto no está tan clara, principalmente porque Odessa se hizo con el control de sus operaciones hace meses. Draganovic no tiene nada que decir —precisó Bibbiena.
—¿Podemos temer algo de él? —preguntó el cardenal Munroe.
—¿A quién se refiere?
—A ese Lienart. ¿Podría llegar a hablar con los yugoslavos o con los servicios de inteligencia aliados?
—Estoy seguro de que no.
—¿Está seguro o no lo cree? —intervino Tardini.
—Monseñor, lo que yo crea no importa. La seguridad, en cambio, es algo que puedo permitirme. Conozco a Lienart desde hace muchos años. Es un joven con fuertes convicciones, y muy fiel a ellas. Estoy seguro de que no está dispuesto a asumir nada que pueda poner en riesgo una futura y prometedora carrera aquí, en la Santa Sede. Él lo sabe y nosotros lo sabemos. Y como lo sabemos, debemos aprovecharnos de ello. August Lienart es un peón importante en todo el gran juego que va a desarrollarse.
—¿Cree que es una buena idea conseguirle a su joven amigo una audiencia con Su Santidad? —preguntó Montini.
—Tal vez, al ver a un hombre tan joven operando en estos menesteres, ayude a que el Santo Padre preste su apoyo o marque una posición concreta en lodo este asunto, aunque sea tan sólo un apoyo oficioso. Eso, en el Papa, sería un avance considerable —respondió el espía.
—¿Qué propone entonces, padre Bibbiena? —preguntó Munroe.
—Con respecto al asunto yugoslavo, dejarlo pasar. En unos días nadie hablará de ello, pero si damos una respuesta oficial, la cuestión se alargará y podría llegar a poner en una situación difícil a la Santa Sede en sus relaciones diplomáticas con los Aliados, principalmente con Estados Unidos y Gran Bretaña. Con respecto a mi amigo August Lienart, debemos conseguirle esa audiencia con el Santo Padre y atraerlo hacia nuestro campo. Es un joven que aún no ha sido moldeado del todo y tal vez eso sea beneficioso para nosotros.
—¿A qué se refiere? —preguntó Munroe.
—Al elegido.
—¿Qué es eso del elegido?
—Hemos podido saber que muchos antiguos líderes del Tercer Reich y muchos dirigentes de Odessa hablan de ese joven Lienart como si de un «elegido» se tratase. Si eso sucede, lo mejor es atraerlo a nuestra causa, para que la Iglesia no vuelva a vivir lo padecido durante la reciente guerra.
—Sigo sin entenderle, padre Bibbiena —dijo Munroe mientras daba un largo sorbo a su taza de té—. ¿Elegido para qué?
—Al parecer, años antes del fin de la guerra, varios líderes nazis, comandados por Martin Bormann, pusieron en marcha una operación con el fin de hacer resucitar un Cuarto Reich de las cenizas del Tercer Reich. El propio Führer, Müller y Himmler, entre otros, conocían ese plan establecido tras la derrota alemana en Stalingrado. Aquél fue el comienzo del fin, pero Bormann tenía otros planes. Esos planes pasaban por Odessa y, para ello, había que convencer antes a un hombre llamado Edmund Lienart.
—Supongo que tiene algo que ver con August Lienart —dedujo Montini.
—Es su padre. Un magnate francés, defensor de la Francia de Vichy y con una buena agenda de contactos en diferentes gobiernos y países. El candidato para liderar ese Cuarto Reich estaba decidido. Sería un joven francés con un altísimo nivel intelectual —relató Bibbiena.
—Eso es una completa locura —alegó Munroe.
—Lo es, si decidimos no prestar atención a esos planes y dejamos que Lienart siga su carrera eclesiástica, aquí mismo, junto a nosotros, para poder controlarlo y…
—¿Y guiarlo? —preguntó Montini.
—Y guiarlo, monseñores y eminencia.
—Es una idea descabellada —repuso Tardini.
—¿Descabellada? ¿Por qué ha de ser descabellada? Déjenme hacerles un retrato de un futuro tal vez no muy lejano. Imagínense a un hombre, a un líder, que tuvo alucinaciones sobre el papel que debería jugar en el futuro; un hombre desesperado por lo que ve a su alrededor; un hombre que siente la necesidad de hacer algo con respecto a la degradación social que crece alrededor de él; un líder con la suficiente profundidad y desesperación para llegar a conseguir las cosas más sorprendentes; un hombre capaz de estar más allá de cualquier explicación que podamos dar; un hombre capaz de dominar su erupción de demonismo más radical; un hombre convencido de su propia rectitud; un hombre prisionero de sus impulsos inconscientes, de las fuerzas oscuras… —explicó Bibbiena.
—¿Ese hombre al que se refiere es Hitler? —preguntó Montini.
—No, monseñor. Se equivoca. Ese hombre al que me refiero es ese joven seminarista llamado August Lienart.
—¿Y qué significa todo su discurso? No lo entiendo —intervino monseñor Tardini.
—Monseñores… imagínense un laboratorio, un gran laboratorio en el que podría convertirse la Santa Sede…
—Sigo sin entenderle, padre Bibbiena —declaró el cardenal Munroe.
—Déjenme que se lo explique —pidió Bibbiena a sus tres interlocutores—. Imagínense que la Santa Sede es como un gran laboratorio en donde somos capaces de transformar, desarrollar, apoyar y situar en la cúspide del máximo poder en la Tierra a un líder capaz de llevar a la Iglesia católica allí donde se merece. Imagínense que hubiéramos sido capaces de haber moldeado a aquel cabo del ejército alemán de la Primera Guerra Mundial hasta convertirlo en un Hitler a nuestra imagen y semejanza, y transformarlo y moldearlo en un nuevo líder que la Iglesia necesite para arrancarla de ese estúpido y humilde oscurantismo en el que quieren que permanezcamos nuestros líderes actuales.
—Lo que usted propone es una obscenidad, padre Bibbiena, y me niego a seguir escuchando nada más sobre este asunto —dijo Munroe mientras se levantaba de la butaca—. Si me lo permiten, prefiero abandonar la reunión.
—¿Obscenidad, dice usted? No tengo la sensación de que mi teoría moleste mucho a los monseñores subsecretarios de Estado aquí presentes. Yo, más que obscenidad, lo analizo como una oportunidad. Para mí, las oportunidades son como los amaneceres: si uno espera demasiado, se los pierde. Y esta vez no debemos perder el amanecer que se nos presenta, un nuevo amanecer para imponer el poder de la Iglesia sobre el resto de los pueblos —declaró Bibbiena—¿Aun a costa de la sangre de otros?
—Aun a costa de la sangre de todos aquellos que han tenido la libertad de criticar a la Iglesia como si de una prostituta que hubiera realizado un mal servicio se tratase. Aun a costa de la sangre de todos ellos. Tan sólo debemos pensar si estamos dispuestos, los aquí presentes, a derramar esa sangre en nombre de Dios y de nuestra Iglesia —precisó.
—No quiero escuchar nada más —dijo el cardenal Munroe saliendo de la habitación de forma airada tras las palabras pronunciadas por Bibbiena.
Cuando se quedaron a solas, monseñor Montini volvió a tomar la palabra.
—Dígame, padre Bibbiena, ¿quién nos asegura que seremos capaces de moldear a ese Lienart a imagen y semejanza de lo que la Iglesia y nuestra Santa Sede necesita?
—Yo se lo aseguro, porque en estos momentos es de noche.
—¿A qué se refiere? —preguntó Tardini.
—Hemos llegado a tiempo y aún no ha amanecido. Todavía podemos moldear a ese joven Lienart, cuya juventud nos seduce, atrayéndonos al camino que nos permite construir rutas hacia la evolución, al igual que sucedió con Hitler, que llevó a un niño inocente a convertirse en un asesino de masas. Sé que mi planteamiento puede resultar obsceno, como ha asegurado su eminencia el cardenal Munroe, pero, sin duda, la principal beneficiada de mi, llamémosle así, experimento, será la propia Iglesia y su bienestar.
—¿Cree que podrá controlar esta delicada misión? —preguntó Montini.
—Lo único que me preocupa es la severa oposición de su eminencia el cardenal Munroe. El es mi jefe en la Entidad y debo reportarle a él. No creo, monseñores subsecretarios, que el prefecto esté por la labor de destinarme a tan delicada misión.
—¿Qué pasaría si convenciésemos al Papa para que Munroe fuera destinado nuncio papal en Washington o Londres?
—¡Oh…! Sin duda, eso allanaría el camino hacia nuestro destino, hacia el destino que deberá guiar a la Iglesia hacia el nuevo milenio, ocupando el lugar poderoso que se merece en la Tierra —respondió Bibbiena.
—Alguien deberá encargarse de ello —dijo Montini.
—Yo me ocuparé de hacer efectivo el nombramiento sin el conocimiento del Santo Padre. Después, ya sólo tendremos que mantenerlo alejado para que no pueda presentar ninguna protesta al Papa ni revelarle nada de lo aquí expuesto —respondió Tardini, responsable de la diplomacia vaticana.