El Oro de Mefisto (49 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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La reunión secreta hizo cambiar de planes al magnate jefe de Odessa. Decidió anular todos sus encuentros y llamó a su hijo a Villa Mondragone.

—Hola, padre —dijo August con tono frío.

—Hola, hijo. ¿Cómo ha ido todo?

—Bien. Müller ha conseguido trasladar a todos nuestros protegidos a Roma y Venecia.

—Muy bien… muy bien. Estamos cumpliendo las fechas dadas al padre Draganovic. No quiero estar dando explicaciones a ese cuervo de Hudal. Está esperando que demos un patinazo para ir corriendo a Montini y Tardini y acusarnos de negligencia.

—¿Y qué conseguiría con ello? —preguntó August.

—Tal vez que el Papa o alguno de sus subsecretarios nos obliguen a devolver el control del Pasillo Vaticano a Draganovic y sus campesinos, y no estoy dispuesto a ello. A esos curas les hemos dado demasiado oro para que cierren los ojos, los oídos y la boca y ahora que el dinero está en sus arcas no voy a permitirles intervenir en el Pasillo.

—Tan sólo Su Santidad podría obligarte a ello —aseguró August.

—Puede, pero no creo que lo haga. Pío XII es el principal encubridor del Pasillo Vaticano, aunque Montini y Tardini digan lo contrario. Si no, ¿de qué forma podrían operar dentro de los muros vaticanos sin el más mínimo reparo y decencia? No creo que a la Entidad y a tu amigo Bibbiena les gustase mucho que personas ajenas a la curia campen a sus anchas por los Jardines Vaticanos, los mismos por los que pasea Pío XII —aseguró Lienart mientras daba un pequeño sorbo de café.

—¿Qué ha pasado con la primera tanda de protegidos?

—Pavelic, Derig, Schumann y Veckler han sido ya enviados a sus respectivos destinos en Argentina, Finlandia, Gran Bretaña y Estados Unidos —respondió Lienart.

—¿Y qué pasa con la nueva tanda? —preguntó August.

—Tenemos todo bien planeado. Si todo marcha bien, Mengele, Eichmann, Brunner y Stangl podrán ser evacuados sin problema. El padre Draganovic está muy interesado en ello y no debemos defraudarle. Para Odessa es importante que sean evacuados Eichmann y Brunner, por la cuenta que nos trae —aseguró Lienart—. Tienen demasiada información sobre nuestra organización. Los dos asistieron a la reunión de Estrasburgo. Saben quiénes somos.

—¿Pensáis liquidarlos?

—¿Por qué preguntas eso, hijo? Esos hombres lucharon por su país y por unos grandes ideales.

—Sí, padre, pero todo idealismo frente a la necesidad es un engaño.

—Puede que tengas razón, pero no por ello podemos acabar con la vida de todos aquellos que vieron defraudados sus ideales. Ellos serán los más combativos a la hora de luchar por el renacimiento de un Cuarto Reich. Esos hombres cumplirán ciegamente con su deber cuando sean llamados de nuevo. Cumplirán tus órdenes cuando tú los llames —apuntó Lienart.

—¿A qué te refieres? Yo soy un hombre de religión, no soy un hombre de guerra. Esos hombres jamás acatarían órdenes de un sacerdote.

—La guerra, querido hijo, es el arte de destruir hombres, la religión es el arte de engañarlos. Puede que una cosa vaya unida a la otra y tú sabes muy bien cómo usar ambas, ¿no es cierto? —preguntó Edmund—. Y ahora, dime, ¿cómo ha ido tu asunto con la agente de la OSS asesinada?

—Conseguí quitarme a la policía italiana de encima. Al parecer, y muy convenientemente, hay un asesino de mujeres suelto por Roma. Cuando estaba siendo vigilado por la policía, en Villa Mondragone, volvió a actuar.

—¿Mató a otro agente de la OSS? —preguntó Lienart sonriendo—. Muy conveniente.

—No. A una prostituta.

—Para mí es lo mismo. Escoria —replicó el magnate—. ¿Y qué piensas hacer ahora?

—Ahora que estoy fuera de su punto de mira, volveré a Roma. Espero la llamada de Bibbiena para la audiencia con el Santo Padre.

—¿Crees que ese oficial de la OSS que participó en tu interrogatorio te dejará tranquilo?

—No lo sé. Por ahora, Müller es quien se ocupa de ello. Es el responsable de mi seguridad. Al parecer, esos tipos de la OSS no se van a quedar tan tranquilos a pesar de que la policía de Roma ya no sospeche de mí —aseguró August.

—¿Y qué propones?

—Seguiré en Roma aguardando acontecimientos. Esperaré a que se me convoque en la Santa Sede para la audiencia con Su Santidad. Después, tomaré una decisión al respecto.

—¿A qué te refieres? —preguntó su padre preocupado.

—A Odessa, a mi vida… No creo que sea conveniente que continúe encargándome de las operaciones de Odessa en Roma. La OSS está vigilándome y estoy seguro de que seguirá siendo así. Además, aún no he decidido si regresar a mis estudios en el seminario ahora que ha acabado la guerra o abandonarlos por completo y volver a la vida con…

—¿Con una mujer? —interrumpió repentinamente Lienart.

—Sí… tal vez, pero antes debe aceptarme, y eso es lo que no sé todavía. Necesito preguntárselo, padre. Si me acepta, no regresaré al seminario. Si me acepta, abandonaré mi misión en Odessa. Sólo depende de ella.

—¿Estás enamorado?

—Sí, o por lo menos, creo estarlo, pero hasta que ella no me lo confirme no adoptaré ninguna decisión al respecto —respondió August.

—El amor, querido hijo, es como dijo un día el gran Balzac: «Puede uno amar sin ser feliz; puede uno ser feliz sin amar; pero amar y ser feliz es algo prodigioso».

—Viendo el tiempo que has estado casado con mi madre, me extraña mucho esa hipocresía tuya, padre.

—Tal vez, hijo, porque suele ser duro y doloroso no ser amado cuando se ama todavía, pero es bastante más duro ser todavía amado cuando ya no se ama. Eso nos ocurre a tu madre y a mí, pero, como te dije en una ocasión, hemos aprendido a convivir con ello, tanto ella como yo —afirmó Lienart.

—Pues espero que eso no me ocurra a mí. No quiero ser como tú, padre. Por eso espero que me acepte esa mujer y pueda alejarme de ti y de Odessa.

—¿Es que aún dudas en tomar los votos? —le preguntó su padre.

—Sí, padre, así es, pero no lo decidiré hasta que no hable con Su Santidad.

—Infórmame cuanto antes. La situación aquí en Suiza se está poniendo difícil para mí.

—¿A qué te refieres? —preguntó August.

—Al parecer, me he convertido en una persona incómoda para el gobierno suizo. Esos cabrones del gobierno han estado ganando millones de dólares en oro durante y después de la guerra gracias a mí y a nuestras operaciones de Odessa y, ahora que esto ha terminado, tienen que buscar nuevos negocios en los países ganadores.

—¿Crees que podrían expulsarte?

—Por ahora prefieren no adoptar ninguna medida contra mí. Saben que tengo mucha información sobre cada uno de ellos y, si dan el paso de expulsarme, tal vez muchos documentos sobre sus operaciones con el Tercer Reich pueden acabar en alguna conveniente mesa en Londres, Washington o París —aseguró Lienart.

—¿Crees que podrían entregarte a Francia?

—No. No lo creo. Los suizos preferirán no arriesgarse. Preferirán hacerme una cordial invitación para que abandone el país. Si eso sucede, tal vez me instale en un lugar más cálido. Estoy cansado de los climas fríos como éste. Siempre he querido conocer un lugar como Curaçao, Aruba o Cuba. Me instalaría en una de esas islas.

—¿Y qué pasaría con la organización?

—¿Qué sucede con ella? —preguntó Lienart.

—¿Crees que te dejarían seguir dirigiendo las operaciones de Odessa desde una playa, bajo una sombrilla?

—La cuestión es que no son ellos los que deben permitirme dirigir Odessa desde una playa de arena blanca, sino yo permitirles a ellos continuar operando bajo el manto de Odessa. Hilos saben que puedo acabar con todos de un solo golpe. Tengo una agenda negra en la que aparece cada nombre real de cada protegido, su papel durante el Tercer Reich y su nuevo nombre, así que evitarán cualquier extraño movimiento contra mí. Saben que yo tengo la llave de su supervivencia. Si hacen algo contra mí, esa agenda llegará a manos de quien deba llegar —aseguró Lienart.

—¿Tienes alguna instrucción para mí, padre?

—No. Tan sólo que tengas cuidado con tu Papa, y con esos Montini y Tardini. No me fío de ninguno de los tres.

—Te mantendré informado —respondió el joven seminarista justo antes de cortar la comunicación con Ginebra.

Wiesbaden

El cuartel general de la OSS se levantaba ahora en una antigua fábrica del champán Henkell Trocken, justo en la esquina de la Biebricher Allee y la Rhein-Main Schnellweg, en la ciudad de Biebricher, a las afueras de Wiesbaden. Desde allí, Allen Dulles mantenía el control absoluto de las operaciones del espionaje estadounidense con el fin de detectar y capturar a todos aquellos científicos nazis susceptibles de ser reclutados para la causa de Estados Unidos. Por la noche, cuando el edificio permanecía inactivo, Dulles realizó una misteriosa llamada.

—Puedes venir a verme esta noche. Nadie nos molestará —dijo.

Horas después, el misterioso agente de la OSS entraba en el edificio, vigilado por soldados estadounidenses fuertemente armados.

—Vengo a ver a Allen Dulles —advirtió el agente.

—Sígame, por favor —ordenó el militar.

El agente siguió de cerca al soldado por unas escaleras de mármol hasta un gran salón, que en su tiempo había servido como lugar de reunión de los accionistas de la compañía.

—Espere aquí. Avisaré al señor Dulles.

La estancia estaba decorada con muebles de oficina, posiblemente trasladados desde Estados Unidos. De las paredes colgaban retratos de los fundadores de la compañía vinícola. Uno de ellos era el de Adam Henkell, fundador en 1832 de la marca de vino espumoso.

—¿Alguien más sabe que estás aquí? —preguntó Dulles nada más entrar.

—No, ¡efe. Nadie sabe que estoy aquí excepto tú, yo y ese soldado que me ha acompañado hasta aquí.

—¿Y bien?

—Ya tengo pruebas para saber quién es el traidor de nuestra organización.

—Nos reímos del honor y luego nos sorprendemos de encontrar traidores entre nosotros —dijo Dulles mientras se dirigía a un mueble bar y se servía un whisky.

—¿Qué quieres que haga con él? —preguntó el agente.

—La finalidad del castigo es asegurarse de que el culpable no reincidirá en el delito. Por eso, el primer castigo del culpable es ser juzgado por su conciencia y ésta no lo absuelve jamás. Yo creo que la muerte es la única salida para la traición.

—¿Me das luz verde para acabar con él?

—Sí, así es. No olvides en esta misión los rostros de Nolan y Claire. Así, tal vez te será más sencillo llevarla a buen término. Se lo debemos a ellos —dijo Dulles—. Debes ir a Roma y llevar a cabo la misión.

—Así lo haré.

En ese momento, Dulles se bebió el contenido de su vaso de un solo trago y abandonó la sala.

Roma

—¿August Lienart?

—Sí, ¿quién es?

—Soy una amiga —dijo la desconocida.

—Yo no tengo amigas —respondió Lienart.

—Se equivoca. Tiene una, y le aseguro que muy buena.

—Supongamos que aceptase que fuera usted mi amiga. ¿Qué desea de mí exactamente? —preguntó August a la desconocida.

—Que me ayude a resolver el asesinato de Claire. Sé que para usted ella era especial. Me lo dijo.

—¿Se lo dijo? ¿Cuándo?

—Justo la noche en que la asesinaron.

—¿Por qué no viene usted a mi casa? Resido en una villa cerca de Frascati —dijo August.

—No estoy segura. Prefiero decidir yo el lugar en el que encontrarnos, si no le importa.

—De acuerdo. Me ha despertado usted la curiosidad. ¿Dónde quiere que nos veamos?

—¿Conoce las catacumbas de San Calixto? —preguntó la desconocida.

—Sí. Frente a las Fosas Ardeatinas.

—Le esperaré en la cripta de Santa Cecilia. ¿Le parece bien a las diez?

—Allí estaré —aseguró August antes de colgar.

Horas después, cuando la noche había caído ya sobre la ciudad, el vehículo conducido por Luigi se detuvo en la Via delle Sette Chiese, después de la iglesia del Quo Vadis. A su lado se sentaba Ulrich Müller.

—Quédense en el coche, pero estén atentos —ordenó August a ambos.

—A su padre no le gustaría que entrase solo en ese lugar —protestó Müller.

—A mí me da escalofríos este sitio. ¿Sabe que justo aquí mismo esos cabrones de alemanes ejecutaron a trescientos treinta y cinco italianos? —dijo el chófer.

—Quédense aquí. Müller…

—¿Sí, señor?

—Si ve que no salgo en una hora, entre a buscarme —pidió el seminarista a su guardaespaldas.

—Así lo haré —respondió éste mientras montaba su arma.

August bajó del coche y comenzó a caminar por el estrecho camino que desembocaba en un pequeño conjunto de edificaciones. La noche estaba bastante desapacible y parecía que iba a llover. A lo lejos, sobre la ciudad de Roma, podían divisarse las primeras descargas de rayos que anunciaban la llegada de una tormenta.

El único sonido que podía oír era el de sus propios pasos sobre la arena del camino.

Aquellos laberintos a veinte metros bajo tierra habían comenzado a usarse después del siglo II. Formando una extensa red de túneles de quince hectáreas y una red de galerías de casi veinte kilómetros repartidos en diferentes pisos. August encendió la linterna y abrió la cancela de hierro que daba acceso a unas escaleras. Antes de descender, se santiguó en honor de los dieciséis pontífices que allí yacían. Las catacumbas de San Calixto se llamaban así en honor del diácono y después Papa, el primer administrador del cementerio oficial de la Iglesia católica.

Al final de una larga escalera se accedía a un gran cubículo rectangular tic grandes dimensiones, a primera vista no muy espectacular, que en realidad era el primer lugar colectivo de sepultura de los obispos de Roma. Un estrecho pasaje a la izquierda del altar daba acceso a la cripta de Santa Cecilia. August siguió avanzando con la luz de la linterna delante de sus pasos. En los muros se habían excavado doce lóculos para los sarcófagos. Al llegar al centro del recinto descubrió que éste estaba vacío.

Permaneció durante unos minutos allí hasta que por fin decidió regresar sobre sus pasos y volver a la superficie. Justo cuando se disponía a entrar nuevamente a la cripta de los papas, oyó un ruido a su espalda.

—Muévase despacio y con las manos que pueda verlas —dijo una voz desde la oscuridad.

—¿Y bien? —preguntó August con las manos levantadas y casi ciego por el reflejo de la linterna de la agente de la OSS sobre su rostro.

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